CAPÍTULO III: División de los gobiernos

Se ha visto en el capítulo precedente por qué se distinguen las diversas especies o formas de gobierno por el número de los miembros que los componen; queda por ver en éste cómo se hace esta división.

El soberano puede, en primer lugar, entregar las funciones del gobierno a todo el pueblo o a la mayor parte de él, de modo que haya más ciudadanos magistrados que ciudadanos simplemente particulares. Se da a esta forma de gobierno el nombre de democracia.

Puede también limitarse el gobierno a un pequeño número, de modo que sean más los ciudadanos que los magistrados, y esta forma lleva el nombre de aristocracia.

Puede, en fin, estar concentrado el gobierno en manos de un magistrado único, del cual reciben su poder todos los demás. Esta tercera forma es la más común, y se llama monarquía, o gobierno real.

Debe observarse que todas estas formas, o al menos las dos primeras, son susceptibles de más o de menos amplitud, alcanzándola bastante grande: porque la democracia puede abrazar a todo el pueblo o limitarse a la mitad. La aristocracia, a su vez, puede formarla un pequeño número indeterminado, que no llegue a la mitad. La realeza misma es susceptible de alguna división. Esparta tuvo constantemente dos reyes por su constitución; y se ha visto en el Imperio romano hasta ocho emperadores a la vez, sin que se pudiese decir que el Imperio estuviese dividido. Así, existe un punto en que cada forma de gobierno se confunde con la siguiente, y se ve que, bajo tres solas denominaciones, el gobierno es realmente susceptible de tantas formas diversas como ciudadanos tiene el Estado.

Hay más: pudiendo este mismo gobierno subdividirse, en ciertos respectos, en otras partes, una administrada de un modo y otra de otro, cabe el que estas tres formas combinadas den por resultado una multitud de formas mixtas, cada una de las cuales es multiplicable por todas las formas simples.

En todas las épocas se ha discutido mucho sobre la mejor forma de gobierno, sin considerar que cada una de ellas es la mejor en ciertos casos y la peor en otros.

Si en los diferentes Estados el número de los magistrados supremos debe estar en razón inversa del de ciudadanos, se sigue que, en general, el gobierno democrático conviene a los pequeños Estados; el aristocrático, a los medianos, y la monarquía, a los grandes. Esta regla está deducida de un modo inmediato del principio. Pero ¿cómo contar la multitud de circunstancias que pueden dar lugar a excepciones?