Del solo hecho de que a la cabeza de esta sociedad política se pusiese
a Dios resultó que hubo tantos dioses como pueblos. Dos pueblos
extraños uno a otro, y casi siempre enemigos, no pudieron reconocer
durante mucho tiempo un mismo señor; dos ejércitos que se
combaten, no pueden obedecer al mismo jefe. Así, de las divisiones
nacionales resultó el politeísmo, y de aquí la
intolerancia teológico y civil, que, naturalmente, es la misma, como se
dirá a continuación.
La fantasía que tuvieron los griegos para recobrar sus dioses entre los
pueblos bárbaros provino de que se consideraban también soberanos
naturales de estos pueblos. Pero existe en nuestros días una
erudición muy ridícula, como es la que corre sobre la identidad
de los dioses de las diversas naciones. ¡Como si Moloch, Saturno y Cronos
pudiesen ser el mismo dios! ¡Como si el Baal de los fenicios, el Zeus de
los griegos y el Júpiter de los latinos pudiesen ser el mismo!
¡Como si pudiese quedar algo de común a seres quiméricos que
llevan diferentes nombres!
Si se pregunta cómo no había guerras de religión en el
paganismo, en el cual cada Estado tenía su culto y sus dioses,
contestaré que por lo mismo que cada Estado, al tener un culto y un
gobierno propios, no distinguía en nada sus dioses de sus leyes. La
guerra política era también teológico; los departamentos
de los dioses estaban, por decirlo así, determinados por los
límites de las naciones. El dios de un pueblo no tenía
ningún derecho sobre los demás pueblos. Los dioses de los
paganos no eran celosos: se repartían entre ellos el imperio del mundo;
el mismo Moisés y el pueblo hebreo se prestaban algunas veces a esta
idea al hablar del Dios de Israel. Consideraban, ciertamente, como nulos los
dioses de los cananeos, pueblos proscritos consagrados a la destrucción
y cuyo lugar debían ellos ocupar. Mas ved cómo hablaban de las
divinidades de los pueblos vecinos, a los cuales les estaba prohibido atacar:
"La posesión de lo que pertenece a Chamos, vuestro dios -decía
Jefté a los ammonitas-, ¿no os es legítimamente debida?
Nosotros poseemos, con el mismo título, las tierras que nuestro dios
vencedor ha adquirido" [ 17] . Esto era, creo, una
reconocida paridad entre los
derechos de Chamos y los del Dios de Israel.
Pero cuando los judíos, sometidos a los reyes de Babilonia y más
tarde a los reyes de Siria, quisieron obstinarse en no reconocer más
dios que el suyo, esta negativa, considerada como una rebelión contra el
vencedor, les atrajo las persecuciones que se leen en su historia, y de las
cuales no se ve ningún otro ejemplo antes del cristianismo [ 18].
Estando, pues, unida cada religión únicamente a las leyes del
Estado que las prescribe, no había otra manera de convertir a un pueblo
que la de someterlo, ni existían más misioneros que los
conquistadores, y siendo ley de los vencidos la obligación de cambiar de
culto, era necesario comenzar por vencer antes de hablar de ello. Lejos de que
los hombres combatiesen por los dioses, eran, como en Homero, los dioses los
que combatían por los hombres: cada cual pedía al suyo la
victoria y le pagaba con nuevos altares. Los romanos, antes de tomar una
plaza, intimaban a sus dioses a abandonarla, y cuando dejaban a los tarentinos
con sus dioses irritados es que consideraban a estos dioses como sometidos a
los suyos u obligados a rendirles homenaje. Dejaban a los vencidos sus dioses,
como les dejaban sus leyes. Una corona al Júpiter del Capitobo era con
frecuencia el único tributo que les imponían.
En fin: habiendo extendido los romanos su culto y sus dioses al par que su
Imperio, y habiendo adoptado con frecuencia ellos mismos los de los vencidos,
concediendo a unos y a otros el derecho de ciudad, halláronse
insensiblemente los pueblos de este vasto Imperio con multitud de dioses y de
cultos, los mismos próximamente, en todas partes; y he aquí
cómo el paganismo no fue al fin en el mundo conocido sino una sola y
misma religión.
En estas circunstancias fue cuando Jesús vino a establecer sobre la
tierra su reino espiritual; el cual, separando el sistema teológico del
político, hizo que el Estado dejase de ser uno y originó
divisiones intestinas, que jamás han dejado de agitar a los pueblos
cristianos. Ahora bien; no habiendo podido entrar nunca esta idea nueva de un
reino del otro mundo en la cabeza de los paganos, miraron siempre a los
cristianos como verdaderos rebeldes, que bajo una hipócrita
sumisión no buscaban más que el momento de hacerse independientes
y dueños y usurpar diestramente la autoridad que fingían respetar
en su debilidad. Tal fue la causa de las persecuciones.
Lo que los paganos habían temido, ocurrió. Entonces todo
cambió de aspecto: los humildes cristianos cambiaron de lenguaje, y en
seguida se ha visto a tal pretendido reino del otro mundo advenir en
éste, bajo un jefe visible, el más violento despotismo.
Sin embargo, como siempre ha habido un príncipe y leyes civiles, ha
resultado de este doble poder un perpetuo conflicto de jurisdicción, que
ha hecho imposible toda buena organización en los Estados cristianos y
jamás se ha llegado a saber cuál de los dos, si el señor o
el sacerdote, era el que estaba obligado a. obedecer.
Muchos pueblos, sin embargo, en Europa o en su vecindad, han querido conservar
o restablecer el antiguo sistema, pero sin éxito: el espíritu del
cristianismo lo ha ganado todo. El culto sagrado ha permanecido siempre, o se
ha convertido de nuevo en independiente del soberano y sin unión
necesaria con el cuerpo del Estado. Mahoma tuvo aspiraciones muy sanas;
trabó bien su sistema político, y en tanto que subsistió
la forma de su gobierno bajo los califas, sus sucesores, este gobierno fue
exactamente uno y bueno en esto. Pero habiendo llegado al florecimiento los
árabes y convertidos en cultos, corteses, blandos y cobardes, fueron
sojuzgados por los bárbaros, y entonces la división entre los dos
poderes volvió a comenzar. Aunque esta dualidad sea menos aparente
entre los mahometanos que entre los cristianos, se encuentra en todas partes,
sobre todo en la secta de Alí, y hay Estados, como Persia, donde no deja
de hacerse sentir.
Entre nosotros, los reyes de Inglaterra se han constituido como jefes de la
Iglesia; otro tanto han hecho los zares, pero aun con este título
son menos señores en ella que ministros; no han adquirido tanto el
derecho de cambiarla cuanto el poder de mantenerla; no son allí
legisladores, sino que sólo son príncipes. Dondequiera que el
clero constituye un cuerpo [ 19] es señor y
legislador en su patria.
Hay, pues, dos poderes, dos soberanos, en Inglaterra y en Rusia. lo mismo que
antes.
De todos los autores cristianos, el filósofo Hobbes es el único
que ha visto bien el mal y el remedio; que se ha atrevido a proponer reunir las
dos cabezas del águila y reducir todo a unidad política, sin lo
cual jamás estará bien constituido ningún Estado ni
gobierno. Pero ha debido ver que el espíritu dominador del cristianismo
era incompatible con su sistema, y que el interés del sacerdote
sería siempre más fuerte que el del Estado. Lo que ha hecho
odiosa su política no es tanto lo que hay de horrible y falso en ella
cuanto lo que encierra de justo y cierto [ 20].
Yo creo que desarrollando desde este punto de vista los hechos
históricos se refutaría fácilmente los sentimientos
opuestos de Bayle y de Warburton, uno de los cuales pretende que ninguna
religión es útil al cuerpo político, en tanto sostiene el
otro, por el contrario, que el cristianismo es el más firme apoyo de
él. Se podría probar al primero que jamás fue fundado un
Estado sin que la religión le sirviese de base, y al segundo, que la ley
cristiana es en el fondo más perjudicial que útil a la fuerte
constitución del Estado. Para terminar de hacerme entender, sólo
hace falta dar un poco más de precisión a las ideas demasiado
vagas de religión relativas a mi asunto.
La religión, considerada en relación con la sociedad, que es o
general o particular, puede también dividirse en dos clases, a saber: la
religión del hombre y la del ciudadano. La primera, sin templos, sin
altares, sin ritos, limitada al culto puramente interior del Dios supremo y a
los deberes eternos de la Moral, es la pura y simple religión del
Evangelio, el verdadero teísmo y lo que se puede llamar el derecho
divino natural. La otra, inscrita en un solo país, le da sus dioses, sus
patronos propios y tutelares; tiene sus dogmas, sus ritos y su culto exterior,
prescrito por leyes. Fuera de la nación que la sigue, todo es para ella
infiel, extraño, bárbaro; no entiende los deberes y los derechos
del hombre sino hasta donde llegan sus altares. Tales fueron las religiones de
los primeros pueblos, a las cuales se puede dar el nombre de derecho divino,
civil o positivo.
Existe una tercera clase de religión, más rara, que dando a los
hombres dos legislaciones, dos jefes, dos patrias, los somete a deberes
contradictorios y les impide poder ser a la vez devotos y ciudadanos. Tal es
la religión de los lamas, la de los japoneses y el cristianismo romano.
Se puede llamar a esto la religión del sacerdote, y resulta de ella una
clase de derecho mixto e insociable que no tiene nombre.
Considerando políticamente estas tres clases de religiones, se
encuentran en ellas todos los defectos de éstas. La tercera es tan
evidentemente mala, que es perder el tiempo distraerse en demostrarlo; todo lo
que rompe la unidad social no tiene valor ninguno; todas las instituciones que
ponen al hombre en contradicción consigo mismo, tampoco tienen valor
alguno.
La segunda es buena en cuanto reúne el culto divino y el amor de las
leyes, y, haciendo a la patria objeto de la adoración de los ciudadanos,
les enseña que servir al Estado es servir al dios tutelar. Es
uña especie de teocracia, en la cual no se debe tener otro
pontífice que el príncipe ni otros sacerdotes más que los
magistrados. Entonces, morir por la patria es ir al martirio; violar las leyes
es ser impío, y someter a un culpable a la execración
pública es dedicarlo a la cólera de los dioses: Sacer
esto.
Pero es mala porque, estando fundada sobre el error y la mentira,
engaña a los hombres, los hace crédulos, supersticiosos y ahoga
el verdadero culto de la Divinidad en un vano ceremonial. Es mala,
además, porque al ser exclusiva y tiránica hace a un pueblo
sanguinario e intolerante, de modo que no respira sino ambiente de asesinatos y
matanzas, y cree hacer una acción santa matando a cualquiera que no
admite sus dioses. Esto coloca a un pueblo semejante en un estado natural de
guerra con todos los demás, muy perjudicial para su propia seguridad.
Queda, pues, la religión del Hombre, o el cristianismo, no el de hoy,
sino el del Evangelio, que es completamente diferente. Por esta
religión santa, sublime, verdadera, los hombres, hijos del mismo dios,
se reconocen todos hermanos, y la sociedad que los une no se disuelve ni
siquiera con la muerte.
Mas no teniendo esta religión ninguna relación con el cuerpo
político, deja que las leyes saquen la fuerza de sí mismas, sin
añadirle ninguna otra, y de aquí que uno de los grandes lazos de
la sociedad particular quede sin efecto. Más aún; lejos de unir
los corazones de los ciudadanos al Estado, los separa de él como de
todas las cosas de la tierra. No conozco nada más contrario al
espíritu social.
Se nos dice que un pueblo de verdaderos cristianos formaría la
más perfecta sociedad que se puede imaginar. No veo en esta
suposición más que una dificultad: que una sociedad de verdaderos
cristianos no sería una sociedad de hombres.
Digo más: que esta supuesta sociedad no sería, con toda esta
perfección, ni la más fuerte ni la más durable; en fuerza
de ser perfecta, carecería de unión, y su vicio destructor
radicaría en su perfección misma.
Cada cual cumpliría su deber: el pueblo estaría sometido a las
leyes; los jefes serían justos y moderados; los magistrados,
íntegros, incorruptibles; los soldados despreciarían la muerte;
no habría ni vanidad ni lujo. Todo esto está muy bien; pero
miremos más lejos.
El cristianismo es una religión completamente espiritual, que se ocupa
únicamente de las cosas del cielo; la patria del cristianismo no es de
este mundo. Cumple con su deber, es cierto; pero lo cumple con una profunda
indiferencia sobre el bueno o mal éxito. Con tal que no haya nada que
reprocharle, nada le importa que vaya bien o mal aquí abajo. Si el
Estado es floreciente, apenas si se atreve a gozar de la felicidad
pública; teme enorgullecerse de la gloria de su país; si el
Estado decae, bendice la mano de Dios, que se deja sentir sobre su pueblo.
Para que la sociedad fuese pacífica y la armonía se mantuviese,
sería preciso que todos los ciudadanos, sin excepción, fuesen
igualmente buenos cristianos; pero si, desgraciadamente, surge un solo
ambicioso, un solo hipócrita, un Catilina o, por ejemplo, un Cromwell,
seguramente daría al traste con sus piadosos compatriotas. La caridad
cristiana no permite fácilmente pensar mal del prójimo.
Así, pues, desde el momento en que encuentre, mediante alguna astucia,
el arte de imponerse y apoderarse de una parte de la autoridad pública,
nos hallaremos ante un hombre constituido en dignidad. Dios quiere que se le
respete: en seguida se convierte, por tanto, en un poder; Dios quiere que se le
obedezca. Si el depositario de este poder abusa de él, es la vara con
que Dios castiga a sus hijos. Si se convenciesen de que había que echar
al usurpador, sería preciso turbar el reposo público, usar de
violencia, verter la sangre; pero todo ello concuerda mal con la dulzura del
cristianismo, y, después de todo, ¿qué importa que se sea
libre o 'esclavo en este valle de miserias? Lo esencial es ir al
paraíso, y la resignación no es sino un medio más para
conseguirlo.
Si sobreviene alguna guerra extranjera, los ciudadanos marchan sin trabajo al
combate; ninguno de ellos piensa huir; cumplen con su deber, pero sin
pasión por la victoria; saben morir mejor que vencer. Que sean
vencedores o vencidos, ¿qué importa? ¿No sabe la Providencia
mejor que ellos lo que les conviene? Imagínese qué partido puede
sacar de su estoicismo un enemigo soberbio, impetuoso, apasionado. Poned
frente a ellos estos pueblos generosos, a quienes devora el ardiente amor de la
gloria y de la patria: suponed vuestra república cristiana frente a
Esparta o a Roma: los piadosos cristianos serán derrotados, aplastados,
destruidos, antes de haber tenido tiempo de reconocerse, o no deberán
,su salvación sino al desprecio que su enemigo conciba por ellos.
Era un buen juramento, a mi juicio, el de los soldados de Fabio: no juraron
morir o vencer; juraron volver vencedores, y mantuvieron su juramento. Nunca
hubiesen hecho los cristianos nada semejante; hubiesen creído tentar a
Dios.
Pero me equivoco al hablar de una república cristiana; cada una de
estas palabras excluye a la otra. El cristianismo no predica sino
sumisión y dependencia. Su espíritu es harto favorable a la
tiranía para que ella no se aproveche de ello siempre. Los verdaderos
cristianos están hechos para ser esclavos; lo saben, y no se conmueven
demasiado: esta corta vida ofrece poco valor a sus ojos.
Se nos dice que las tropas cristianas son excelentes: yo lo niego: que se me
muestre alguna. Por lo que a mí toca, no conozco tropas cristianas. Se
me citarán las Cruzadas. Sin discutir el valor de las Cruzadas,
haré notar que, lejos de ser cristianos, eran soldados del sacerdote,
eran ciudadanos de la Iglesia, se batían por su país espiritual,
que él había convertido en temporal no se sabe cómo.
Interpretándolo como es debido, esto cae dentro del paganismo; puesto
que el Evangelio no establece en parte alguna una religión nacional,
toda guerra sagrada se hace imposible entre los cristianos.
Bajo los emperadores paganos, los soldados cristianos eran valientes; todos
los autores cristianos lo afirman, y yo lo creo; se trataba de una
emulación de honor contra las tropas paganas. Desde que los emperadores
fueron cristianos, esta emulación desapareció, y cuando la cruz
hubo desterrado al águila. todo el valor romano dejó de
existir.
Pues poniendo a un lado las consideraciones políticas, volvamos al
derecho y fijemos los principios sobre este punto importante. El derecho que
el pacto social da al soberano sobre los súbditos no traspasa, como he
dicho, los límites de la utilidad pública [ 21]. Los
súbditos no tienen, pues, que dar cuenta al soberano de sus opiniones
sino en tanto que estas opiniones importan a la comunidad. Ahora bien; importa
al Estado que cada ciudadano tenga una religión que le haga amar sus
deberes; pero los dogmas de esta religión no le interesan ni al Estado
ni a sus miembros sino en tanto que estos dogmas se refieren a la moral y a los
deberes que aquel que la profesa está obligado a cumplir respecto de los
demás. Cada cual puede tener, por lo demás, las opiniones que le
plazca, sin que necesite enterarse de ello el soberano; porque como no tiene
ninguna competencia en el otro mundo, cualquiera que sea la suerte de los
súbditos en una vida postrera, no es asunto que a él competa, con
tal que sean buenos ciudadanos en ésta.
Hay, pues, una profesión' de fe puramente civil, cuyos artículos
corresponde fijar al soberano, no precisamente como dogmas de religión,
sino como sentimientos de sociabilidad, sin los cuales es imposible ser buen
ciudadano ni súbdito fiel [ 22]. No puede
obligar a nadie a creerles,
pero puede desterrar del Estado a cualquiera que no los crea; puede
desterrarles, no por impíos, sino por insociables, por incapaces de amar
sinceramente a las leyes, la justicia, e inmolar la vida, en caso de necesidad,
ante el deber. Si alguien, después de haber reconocido
públicamente estos mismos dogmas, se conduce como si no los
creyese, sea condenado a muerte; ha cometido el mayor de los crímenes:
ha mentido ante las leyes.
Los dogmas de la religión civil deben ser sencillos, en pequeño
número, enunciados con precisión, sin explicación ni
comentarios. La existencia de la Divinidad poderosa, inteligente, bienhechora,
previsora y providente-, la vida, por venir, la felicidad de los justos, el
castigo de los malos, la santidad del contrato social y de las leyes; he
aquí los dogmas positivos. En cuanto a los negativos, los reduzco a uno
solo: la intolerancia; ésta entra en los cultos que hemos excluido.
Los que distinguen la intolerancia civil de la teológico, se equivocan
en mi opinión. Estas dos intolerancias son inseparables. Es imposible
vivir en paz con gentes a quienes se cree condenadas; amarlas, sería
odiar a Dios, que las castiga; es absolutamente preciso rechazarlas o
atormentarlas. Dondequiera que la intolerancia teológico está
admitida, es imposible que no tenga algún efecto civil [ 23], y tan
pronto como lo tiene, el soberano deja de serlo, hasta en lo temporal; desde
entonces los sacerdotes son los verdaderos amos; los reyes, sus
subordinados.
Ahora que no existe ni puede existir religión nacional exclusiva, se
deben tolerar todas aquellas que toleran a las otras, mientras sus dogmas no
tengan nada contrario a los deberes del ciudadano. Pero cualquiera que se
atreva a decir fuera de la Iglesia no hay salvación, debe ser
echado del Estado, a menos que el Estado no sea la Iglesia y que el
príncipe no sea el pontífice. Tal dogma no conviene sino a un
gobierno teocrático: en cualquier otro es pernicioso. La razón
por la cual se dice que Enrique IV abrazó la religión romana
debería ser un motivo para que la dejase todo hombre honrado y, sobre
todo, todo príncipe que supiese razonar [ 24].
[ 17] "Nonne ea quac possidet Chamos deus tuus. tibi
jure debentur? ",
(jug., XI, 24.) Tal es el texto de la Vulgata. El P. de
Carriéres lo ha traducido: "¿No creéis tener derecho a
poseer lo que pertenece a Chamos, vuestro dios?" Yo ignoro la fuerza del texto
hebreo: pero veo que, en la Vulgata, Jefté reconoce positivamente el
derecho del dios Chamos, y que el traductor francés debilita este
reconocimiento por un según vosotros que no está en el
latín.
[ 18] Es evidente que la guerra de los focenses,
llamada guerra sagrada, no era
una guerra de religión: tenía por objeto castigar sacrilegios y
no someter infieles.
[ 19] Es preciso notar bien que no son tanto asambleas
formales, cuales las de
Francia, las que unen el clero en un cuerpo, como la comunión de las
Iglesias. La comunión y la excomunión son el pacto social del
clero: pacto con el cual será siempre el dueño de los pueblos y
de los reyes. Todos los sacerdotes que comulgan juntos son ciudadanos, aunque
estén en los dos extremos del mundo. Esta invención es una obra
maestra en política. No había nada semejante entre los sacerdotes
paganos: por ello no hicieron nunca del clero un cuerpo.
[ 20] Ved, entre otras, en una carta de Grotius a su
hermano, del 11 de abril
de 1643, lo que este sabio aprueba y lo que censura respecto del libro De
Cive. Es cierto que, llevado por la indulgencia, parece perdonar al autor
el bien en aras del mal; pero todo el mundo no es tan clemente.
[ 21] "En la república -dice el marqués
de Argenson-, cada cual
es perfectamente Libre en aquello que no perjudica a los demás." He
aquí el limite invariable; no se le puede colocar con más
exactitud. No he podido resistirme al placer de citar algunas veces este
manuscrito, aunque no es conocido del público, para hacer honor a la
memoria de un hombre ilustre y respetable, que había conservado, hasta
en el ministerio, el corazón de un verdadero ciudadano y puntos de vista
sanos y rectos sobre el gobierno de su país." [Considérations
sur le gouvernement ancien et présent de la France. (Ed.)]
[ 22] César, al defender a Catilina, intentaba
establecer el dogma de la
mortalidad del alma. Catón y Cicerón, para refutarlo, no se
divirtieron en filosofar: se contentaron con demostrar que César hablaba
como mal ciudadano y anticipaba una doctrina perniciosa para el Estado. En
efecto; de esto es de lo que debía juzgar el Senado de Roma, y no de una
cuestión de teología.
[ 23] Siendo, por ejemplo, un contrato civil el
matrimonio, tiene efectos
civiles, sin los cuales es imposible que exista la sociedad. Supongamos que un
clero termina por atribuirse a sí exclusivamente el derecho de autorizar
este acto, derecho que necesariamente debe usurpar en toda religión
intolerante, ¿no es evidente que al hacer valer para ello la autoridad de
la Iglesia hará vana la del príncipe, que no tendría
más súbditos que los que el clero les quiere dar? Dueño
de casar o no casar a las personas, según tengan o no tal o cual
doctrina, según admitan o rechacen tal o cual formulario. según
le sean más o menos sumisos. conduciéndose prudentemente y
manteniéndose firmes, ¿no es claro que dispondría
sólo él de las herencias, de los cargos, de los ciudadanos, del
Estado mismo, que no podría subsistir una vez compuesto sólo de
bastardos? Pero se dirá: se estimará esto abuso, se
aplazará, se decretará y se te someterá al poder temporal.
¡Qué lástima! El clero, por poco que tenga, no digo de
valor, sino de buen sentido, dejará hacer y seguirá su camino:
dejará tranquilamente apelar, aplazar, decretar, embargar, y
acabará por ser dueño. Me parece que no es un sacrificio muy
grande abandonar una parte cuando se está seguro de apoderarse de
todo.
[ 24] Un historiador refiere que, habiendo hecho
celebrar el rey una
conferencia ante él entre doctores de una y otra Iglesia, y viendo que
un ministro estaba de acuerdo en que se podía salvar uno en la
religión de los católicos, tomó Su Majestad la palabra y
dijo a este ministro: "¡Cómo! ¿Estáis de acuerdo en que
se puede uno salvar en la religión de estos señores?"Al
responderle el ministro que no lo dudaba, siempre que se viviese bien, le
contestó muy juiciosamente: "La prudencia quiere, pues, que yo sea de su
religión y no de la vuestra: porque siendo de la suya me salvo,
según ellos y según vos, y siendo de la vuestra, me salvo,
según vos, pero no según ellos. Por tanto, la prudencia me
aconseja que siga lo más seguro."(Pereflxe, Hist. d'Henri IV.)