CAPÍTULO IV: De los comicios romanos

No tenemos monumentos muy seguros de los primeros tiempos de Roma; es más, parece que la mayor parte de las cosas que se le atribuyen son fábulas [ 5] , y, en general la parte más instructiva de los anales de los pueblos, que es la historia de sus establecimiento, es la que más nos falta. La experiencia nos enseña todos los días de qué causas nacen las revoluciones de los Imperios; pero como no se forma ya ningún pueblo, apenas si tenemos más que conjeturas para explicar cómo se han constituido.

Los usos que se encuentran establecidos atestiguan, por lo menos, que tuvieron un origen. Las tradiciones que se remontan a estos orígenes, las que aprueban las más grandes autoridades y confirman las más fuertes razones, deben pasar por las más ciertas. He aquí las máximas que he procurado seguir al buscar cómo ejercía su poder supremo el más libre y poderoso pueblo de la Tierra.

Después de la fundación de Roma, la república naciente, es decir, el ejército del fundador, compuesto de albanos, de sabinos y de extranjeros, fue dividido en tres clases, que de esta división tomaron el nombre de tribus. Cada una de estas tribus fue subdividida en diez curias, y cada curia en decurias, a la cabeza de las cuales se puso a unos jefes, llamados curiones o decuriones.

Además de esto se sacó de cada tribu un cuerpo de cien caballeros, llamado centuria, por donde se ve que estas divisiones, poco necesarias en una aldea (bourg), no eran al principio sino militares. Pero parece que un instinto de grandeza llevaba a la pequeña ciudad de Roma a darse por adelantado una organización conveniente a la capital del mundo.

De esta primera división resultó en seguida un inconveniente: que la tribu de los albanos [ 6] y la de los sabinos [ 7] permanecían siempre en el mismo estado, mientras que la de los extranjeros [ 8] crecía sin cesar por el concurso perpetuo de éstos, y no tardó en sobrepasar a las otras dos. El remedio que encontró Servio para este peligroso abuso fue cambiar la división, y a la de las razas que él abolió, sustituyó otra sacada de los lugares de la ciudad ocupados por cada tribu. En lugar de tres tribus, hizo cuatro, cada una de las cuales tenía su asiento en una de las colinas de Roma y llevaba el nombre de éstas. Así, remediando la desigualdad presente, la previno aun para el porvenir, y para que tal división no fuese solamente de los lugares, sino de los hombres, prohibió a los habitantes de un barrio pasar a otro; lo que impidió que se confundiesen las razas.

Dobló de este modo las tres antiguas centurias de caballería y añadió otras doce, pero siempre bajo los antiguos nombres; medio simple y juicioso por el cual acabó de distinguir el cuerpo de los caballeros del pueblo sin hacer que murmurase este último.

A estas cuatro tribus urbanas añadió Servio otras quince, llamadas tribus rústicas, porque estaban formadas de los habitantes del campo, repartidas en otros tantos cantones. A continuación se hicieron otras tantas nuevas, y el pueblo romano se encontró al fin dividido en treinta y cinco tribus, número a que quedaron reducidas hasta el final de la república.

De esta distinción de las tribus de la ciudad y de las tribus del campo resultó un efecto digno de ser observado, porque no hay ejemplo semejante y porque Roma le debió, a la vez, la conservación de sus costumbres y del crecimiento de su Imperio. Se podría creer que las tribus urbanas se arrogaron en seguida el poder y los honores y no tardaron en envilecer las tribus rústicas: fue todo lo contrario. Es sabido el gusto de los primeros romanos por la vida campestre. Esta afición provenía del sabio fundador, que unió a la libertad los trabajos rústicos y militares y relegó, por decirlo así, a la ciudad las artes, los oficios, las intrigas, la fortuna y la esclavitud.

Así, todo lo que Roma tenía de ilustre procedía de vivir en los campos y de cultivar las tierras, y se acostumbraron a no buscar sino allí el sostenimiento de la república. Este Estado, siendo el de los más dignos patricios, fue honrado por todo el mundo; la vida sencilla y laboriosa de los aldeanos fue preferida a la vida ociosa y cobarde de los burgueses de Roma, y aquel que no hubiese sido sino un desgraciado proletario en la ciudad, labrando los campos llegó a ser un ciudadano respetado. No sin razón -dice Varron- establecieron nuestros magnánimos antepasados en la ciudad un plantel de estos robustos y valientes hombres, que los defendían en tiempo de guerra y los alimentaban en los de paz. Plinio dice positivamente que las tribus de los campos eran honradas a causa de los hombres que las componían, mientras que se llevaba como signo de ignominia a las de la ciudad a los cobardes, a quienes se quería envilecer. El sabino Apio Claudio, habiendo ido a establecerse a Roma, fue colmado de honores e inscrito en una tribu rústica, que tomó desde entonces el nombre de su familia. En fin, los libertos entraban todos en las tribus urbanas, jamás en las rurales; y no hay durante toda la república un solo ejemplo de ninguno de estos libertos que llegase a ninguna magistratura, aunque hubiese llegado a ser ciudadano.

Esta máxima era excelente; pero fue llevada tan lejos, que resultó, al fin, un cambio y ciertamente un abuso en la vida pública.

En primer lugar, los censores, después de haberse arrogado mucho tiempo el derecho de transferir arbitrariamente a los ciudadanos de una tribu a otra, permitieron a la mayor parte hacerse inscribir en la que quisiesen; permiso que seguramente no convenía para nada y suprimía uno de los grandes resortes de la censura. Además, los grandes y los poderosos se hacían inscribir en las tribus del campo, y los libertos convertidos en ciudadanos quedaron con el populacho en la ciudad; las tribus, en general, llegaron a no tener territorio: todas se encontraron mezcladas de tal modo, que ya no se podía discernir quiénes eran los miembros de cada una sino por los Registros; de suerte que la idea de la palabra tribu pasó así de lo real a lo personal, o más bien se convirtió casi en una quimera.

Ocurrió, además, que estando más al alcance de todos las tribus de la ciudad, llegaron con frecuencia a ser las más fuertes en los comicios y vendieron el Estado a los que compraban los sufragios de la canalla que las componían.

Respecto a las curias, habiendo hecho el fundador diez de cada tribu, se halló todo el pueblo romano encerrado en los muros de la ciudad y se encontró compuesto de treinta curias, cada una de las cuales tenía sus templos, sus dioses, sus oficiales, sus sacerdotes y sus fiestas, llamadas compitalia, análogas a la paganalia que tuvieron posteriormente las tribus rústicas.

No pudiendo repartiese por igual este número de treinta entre las cuatro tribus en el nuevo reparto de Servio, no quiso éste tocarlas, y las curias independientes de las tribus llegaron a ser otra división de los habitantes de Roma; pero no se trató de curias, ni en las tribus rústicas ni en el pueblo que las componía, porque habiéndose convertido las tribus en instituciones puramente civiles, y habiendo sido introducida otra organización para el reclutamiento de las tropas, resultaron superfluas las divisiones militares de Rómulo. Así, aunque todo ciudadano estuviese inscrito en una tribu, distaba mucho de estarlo en una curia.

Servio hizo una tercera división que no tenía ninguna relación con las dos precedentes, y esta tercera llegó a ser por sus efectos la más importante de todas. Distribuyó el pueblo romano en seis clases, que no distinguió ni por el lugar ni por los hombres, sino por los bienes: de modo que las primeras clases las nutrían los ricos: las últimas, los pobres, y las medias, los que disfrutaban una fortuna intermedia. Estas seis clases estaban subdivididas en ciento noventa y tres cuerpos, llamados centurias, y estos cuerpos distribuidos de tal modo que la primera clase comprendía ella sola más de la mitad de aquéllos, y la última exclusivamente uno. De esta suerte resulta que la clase menos numerosa en hombres era la más numerosa en centurias, y que la última clase no contaba más que una subdivisión, aunque contuviese más de la mitad de los habitantes de Roma.

Para que el pueblo no se diese cuenta de las consecuencias de esta última reforma, Servio afectó darle un aspecto militar; insertó en la segunda clase dos centurias de armeros, y dos de instrumentos de guerra en la cuarta; en cada clase, excepto en la última, distinguió los jóvenes de los viejos, es decir, los que estaban obligados a llevar armas de aquellos que por su edad estaban exentos, según las leyes: distinción que, más que la de los bienes, produjo la necesidad -de rehacer con frecuencia el censo o empadronamiento; en fin, quiso que la asamblea tuviese lugar en el campo de Marte, y que todos aquellos que estuviesen en edad de servir acudiesen con sus armas.

La razón por la cual no siguió esta misma separación de jóvenes y viejos en la última clase es que no se concedía al populacho, del cual estaba compuesta, el honor de llevar las armas por la patria; era preciso tener hogares para alcanzar el derecho de defenderlos, y de estos innumerables rebaños de mendigos que lucen hoy los reyes en sus ejércitos, acaso no haya uno que hubiese dejado de ser arrojado con desdén de una cohorte romana cuando los soldados eran los defensores de la libertad.

Se distinguió, sin embargo, en la última clase a los proletarios de aquellos a quienes se llamaba capite censi. Los primeros no estaban reducidos por completo a la nada y daban, al menos, ciudadanos al Estado; a veces, en momentos apremiantes, hasta soldados. Para los que carecían absolutamente de todo y no se les podía empadronar más que por cabezas, eran considerados como nulos, y Mario fue el primero que se dignó alistarlos.

Sin decidir aquí si este último empadronamiento era bueno o malo en sí mismo, creo poder afirmar que sólo las costumbres sencillas de los primeros romanos, su desinterés, su gusto por la agricultura, su desprecio por el comercio y por la avidez de las ganancias, podían hacerlo practicable. ¿Dónde está el pueblo moderno en el cual el ansia devoradora, el espíritu inquieto, la intriga, los cambios continuos, las perpetuas revoluciones de las fortunas, puedan dejar subsistir veinte años una organización semejante sin transformar todo el Estado?. Es preciso notar bien que las costumbres y la censura, más fuertes que esta misma institución, corrigieron los vicios de ella en Roma, y que hubo ricos que se vieron relegados a la clase de los pobres por haber ostentado demasiado su riqueza.

De todo esto se puede colegir fácilmente por qué no se ha hecho mención, casi nunca, más que de cinco clases, aunque realmente haya habido seis. La sexta, como no proveía ni de soldados al ejército ni de votantes al campo de Marte [ 9], y como además no era casi de ninguna utilidad en la república, rara vez se contaba con ella para nada.

Tales fueron las diferentes divisiones del pueblo romano. Veamos ahora el efecto que producían en las asambleas. Estas asambleas, legítimamente convocadas, se llamaban comicios, tenían lugar ordinariamente en la plaza de Roma o en el campo de Marte, y se distinguían en comicios por curias, comicios por centurias y comicios por tribus, según cuál de estas tres formas le servía de base. Los comicios por curias habían sido instituidos por Rómulo; los por centurias, por Servio, y los por tribus, por los tribunos del pueblo. Ninguna ley recibía sanción, ningún magistrado era elegido sino en los comicios, y como no había ningún ciudadano que no fuese inscrito en una curia, en una centuria o en una tribu, se sigue que ningún ciudadano era excluido del derecho de sufragio y que el pueblo romano era verdaderamente soberano, de derecho y de hecho.

Para que los comicios fuesen legítimamente reunidos, y lo que en ellos se hiciese tuviese fuerza de ley, eran precisas tres condiciones: primera, que el cuerpo o magistrado que los convocase estuviese revestido para esto de la autoridad necesaria; segunda, que la asamblea se hiciese uno de los días permitidos por la ley, y tercera, que los augurios fuesen favorables.

La razón de la primera regla no necesita ser explicada: la segunda es una cuestión de orden; así, por ejemplo, no estaba permitido celebrar comicios los días de feria y de mercado, en que la gente del campo, que venía a Roma para sus asuntos, no tenía tiempo de pasar el día en la plaza pública. En cuanto a la tercera, el Senado tenía sujeto a un pueblo orgulloso e inquieto y templaba el ardor de los tribunos sediciosos; pero éstos encontraron más de un medio de librarse de esta molestia.

Las leyes y la elección de los jefes no eran los únicos puntos sometidos al juicio de los comicios. Habiendo usurpado el pueblo romano las funciones más importantes del gobierno, se puede decir que la suerte de Europa estaba reglamentada por sus asambleas. Esta variedad de objetos daba lugar a las diversas formas que tomaban aquéllas según las materias sobre las cuales tenía que decidir.

Para juzgar de estas diversas formas, basta compararlas. Rómulo, al instituir las curias, se proponía contener al Senado por el pueblo y al pueblo por el Senado, dominando igualmente sobre todos. Dio, pues, al pueblo, de este modo, toda la autoridad del número, para contrarrestar la del poder y la de las riquezas que dejaba a los patricios. Pero, según el espíritu de la monarquía, dejó, sin embargo, más ventajas a los patricios por la influencia de sus clientes sobre la pluralidad de los sufragios. Esta admirable institución de los patronos y de los clientes fue una obra maestra de política y de humanidad, sin la cual el patriciado, tan contrario al espíritu de la república, no hubiese podido subsistir solo. Roma ha tenido el honor de dar al mundo este hermoso ejemplo, del cual nunca resultó abuso, y que, sin embargo, no ha sido seguido jamás.

El haber subsistido bajo los reyes hasta Servio esta misma forma de las curias, y el no ser considerado como legítimo el reinado del último Tarquino, fueron la causa de que se distinguiesen generalmente las leyes reales con el nombre de leges cariatae.

Bajo la república, las curias, siempre limitadas a cuatro tribus urbanas, y no conteniendo más que el populacho de Roma, no podían convenir, ni al Senado, que estaba a la cabeza de los patricios, ni a los tribunos, que, aunque plebeyos, se hallaban al frente de los ciudadanos acomodados. Cayeron, pues, en el descrédito; su envilecimiento fue tal, que sus treinta lictores reunidos hacían lo que los comicios por curias hubiesen debido hacer.

La división por centurias era tan favorable a la aristocracia, que no se comprende, al principio, cómo el Senado no dominaba siempre en los comicios que llevaban este nombre, y por los cuales eran elegidos los cónsules, los censores y los demás magistrados curiales. En efecto; de ciento noventa y tres centurias que formaban las seis clases del pueblo romano, como la primera clase comprendían noventa y ocho, y como los votos no se contaban más que por centurias, sólo esta primera clase tenía mayor número de votos que las otras dos. Cuando todas estas centurias estaban de acuerdo, no se seguía siquiera recogiendo los sufragios: lo que había decidido el menor número pasaba por una decisión de la multitud, y se puede decir que en los comicios por centurias los asuntos se decidían más por la cantidad de escudos que por la de votos.

Pero esta extrema autoridad se modificaba por dos medios: primeramente, perteneciendo los tribunos, en general, a la clase de los ricos, y habiendo siempre un gran número de plebeyos entre éstos, equilibraban el crédito de los patricios en esta primera clase.

El segundo medio consistía en que, en vez de hacer primero votar las centurias según su orden, lo que habría obligado a comenzar siempre por la primera, se sacaba una a la suerte, y aquélla [ 10] procedía sola a la elección; después de lo cual todas las centurias, Ramadas otro día, según su rango, repetían la misma elección, y por lo común la confirmaban. Se quitó así la autoridad del ejemplo al rango para dársela a la suerte, según el principio de la democracia.

Resultaba de este uso otra ventaja aún: que los ciudadanos del campo tenían tiempo, entre dos elecciones, de informarse del mérito del candidato nombrado provisionalmente, a fin de dar su voto con conocimiento de causa. Mas, con pretexto de celeridad, se acabó por abolir este uso, y las dos elecciones se hicieron el mismo día.

Los comicios por tribus eran propiamente el Consejo del pueblo romano. No se convocaba más que por los tribunos: los tribunos eran allí elegidos y llevaban a cabo sus plebiscitos. No solamente no tenía el Senado ninguna autoridad en estos comicios, sino ni siquiera el derecho de asistir; y obligados a obedecer leyes sobre las cuales no habían podido votar, los senadores eran, en este respecto, menos libres que los últimos ciudadanos.

Esta injusticia estaba muy mal entendida, y bastaba ella sola para invalidar derechos de un cuerpo en que no todos sus miembros eran admitidos. Aun cuando todos los patricios hubiesen asistido a estos comicios, por el derecho que tenían a ello dada su calidad de ciudadanos, al advenir simples particulares, no hubiesen influido casi nada en una forma de sufragios que se recogían por cabeza y en que el más insignificante proletario podía tanto como el príncipe del Senado.

Se ve, pues, que, además del orden que resultaba de estas diversas distribuciones para recoger los sufragios de un pueblo tan numeroso, estas distribuciones no se reducían a formas indiferentes en sí mismas, sino que cada una tenía efectos relativos a los aspectos que la hacían preferible.

Sin entrar en más detalles, resulta de las aclaraciones precedentes que los comicios por tribus eran los más favorables para el gobierno popular, y los comicios por centurias, para la aristocracia. Respecto a los comicios por curias, en que sólo el populacho de Roma formaba la mayoría, como no servían sino para favorecer la tiranía y los malos propósitos, cayeron en el descrédito, absteniéndose los mismos sediciosos de utilizar un medio que ponía demasiado al descubierto sus proyectos. Es cierto que toda la majestad del pueblo romano no se encontraba más que en los comicios por centurias, únicos completos; en tanto que en los comicios por curias faltaban las tribus rústicas, y en los comicios por tribus, el Senado y los patricios.

En cuanto a la manera de recoger los sufragios, era entre los primeros romanos tan sencilla como sus costumbres, aunque no tanto como en Esparta. Cada uno daba su sufragio en voz alta, y un escribano los iba escribiendo; la mayoría de votos en cada tribu determinaba el sufragio de la tribu; la mayoría de votos en todas las tribus determinaba el sufragio del pueblo, y lo mismo de las curias y centurias. Este uso era bueno, en tanto reinaba la honradez en los ciudadanos y cada uno sentía vergüenza de dar públicamente su sufragio sobre una opinión injusta o un asunto indigno; pero cuando el pueblo se corrompió y se compraron los votos, fue conveniente que se diesen éstos en secreto para contener a los compradores mediante la desconfianza y proporcionar a los pillos el medio de no ser traidores.

Sé que Cicerón censura este cambio y atribuye a él, en parte, la ruina de la república. Pero aun cuando siento el peso de la autoridad de Cicerón, en este asunto no puedo ser de su opinión; yo creo, por el contrario, que por no haber hecho bastantes cambios semejantes se aceleró la pérdida del Estado. Del mismo modo que el régimen de las personas sanas no es propio para los enfermos, no se puede querer gobernar a un pueblo corrompido por las mismas leyes que son convenientes a un buen pueblo. Nada prueba mejor esta máxima que la duración de la república de Venecia, cuyo simulacro existe aún, únicamente porque sus leyes no convienen sino a hombres malos.

Se distribuyó, pues, a los ciudadanos unas tabletas, mediante las cuales cada uno podía votar sin que se supiese cuál era su opinión; se establecieron también nuevas formalidades para recoger las tabletas, el recuento de los votos, la comparación de los números, etc.; lo cual no impidió que la fidelidad de los oficiales encargados de estas funciones fuese con frecuencia sospechosa [ 11]. Se hicieron, en fin, para impedir las intrigas y el tráfico de los sufragios, edictos, cuya inutilidad demostró la multitud.

Hacia los últimos tiempos se estaba con frecuencia obligado a recurrir a expedientes extraordinarios para suplir la insuficiencia de las leyes, ya suponiendo prodigios que, si bien podían imponer al pueblo, no imponían a aquellos que lo gobernaban; otras veces se convocaba bruscamente una asamblea antes de que los candidatos hubiesen tenido tiempo de hacer sus intrigas, o bien se veía al pueblo ganado y dispuesto a tomar un mal partido. Pero, al fin, la ambición lo eludió todo, y lo que parece increíble es que, en medio de tanto abuso, este pueblo inmenso, a favor de sus antiguas reglas, no dejase de elegir magistrados, de aprobar las leyes, de juzgar las causas, de despachar los asuntos particulares y públicos, casi con tanta facilidad como lo hubiese podido hacer el mismo Senado

[ 5] Importa mucho regularizar, mediante leyes, la forma de elección de los magistrados, porque abandonándola a la voluntad del príncipe no se puede evitar el caer en la aristocracia hereditaria, como les ha sucedido a las repúblicas de Venecia y Roma. Así. la primera es desde hace mucho tiempo un Estado disuelto: mas la segunda se mantiene por la extrema sabiduría de su Senado: es una excepción muy honrosa y muy peligrosa.

[ 6] Maquiavelo era un hombre honrado Y un buen ciudadano; pero unido a la Casa de los Médicis, se veía obligado, en la opresión de su patria, a disfrazar su amor por la libertad. Sólo la elección de su héroe execrable -César Borgia- manifiesta bastante su intención secreta, y la oposición de las máximas de su libro Del Príncipe a las de sus Discursos sobre Tito Livio y de su Historia de Florencia demuestran que este profundo Político no ha tenido hasta aquí sino lectores superficiales o corrompidos. La corte de Roma ha prohibido su libro severamente: lo comprendo: a ella es a la que retrata más claramente.

[ 7] Plutarco, Dichos notables de los reyes y de los grandes capitanes, párrafo 22. (Ed.)

[ 8] Tácito, Hist., I. XVI. (Ed.)

[ 9] Esto no contradice lo que he dicho antes (lib. II, cap. IX) sobre los inconvenientes de los grandes Estados, porque se retrataba allí a la autoridad gubernativa sobre sus miembros y se trata de su fuerza contra los súbditos. Sus miembros dispersos le sirven de punto de apoyo para obrar de lejos sobre el pueblo; pero no tiene ningún punto de apoyo para obrar directamente sobre sus miembros mismos. Así, en uno de los casos, la longitud de la palanca es causa de su debilidad, y de fuerza en el otro.

[ 10] Se debe juzgar sobre el mismo principio de los siglos que merecen la preferencia para la prosperididad del género humano. Han sido demasiado admirados aquellos en que se ha visto florecer las letras y las artes, sin que se haya penetrado el objeto secreto de su cultura ni considerado su funesto efecto: "ldque apud imperitos humanitas vocabatur quum pars sevitutis esse, "(*).

(*) Tácito. Agric.. XXI.

No veremos nunca en las máxmas de los libros el grosero interés que hace hablar a los autores? No; aunque ellos lo digan, cuando, a pesar de su esplendor, un país se despuebla, no es verdad que todo prospere. y no basta que un poeta tenga cien mil libras de renta para que su siglo sea el mejor de todos. Es preciso considerar más el bienestar de las naciones enteras y, sobre todo, de los Estados más poblados que el reposo aparente y la tranquilidad de sus jefes. Las granizadas desolan algunas regiones: pero rara vez producen escasez. Los motines. las guerras civiles. amedrentan mucho a los jefes; pero no constituyen las verdaderas desgracias de los pueblos. que pueden hasta tener descanso mientras discuten quién los va a tiranizar. De un Estado permanente es del que nacen prosperidades o calamidades reales para él: cuando todo está sometido al yugo es cuando todo decae: entonces es cuando los jefes. destruyéndolos a su gusto, "libi solitudinem faciunt, pacem appellant" (**). Cuando las maquinaciones de los grandes agitaban el reino de Francia y el coadjutor de París llevaba al Parlamento un puñal en el bolsillo. esto no impedía que el pueblo francés viviese feliz y numeroso en un honesto y libre bienestar. En otro tiempo. Grecia florecía en el seno de las más crueles guerras: la sangre corría a ríos, y todo el país estaba cubierto de hombres: parecía -dice Maquiavelo- que en medio de los crímenes, de las proscripciones, de las guerras civiles. nuestra república advenía más pujante: la virtud de sus ciudadanos, sus costumbres. su independencia. tenia más efecto para reforzarla que todas sus discusiones para debilitarla.

Un poco de agitación da energía a los demás. y lo que verdaderamente hace prosperar a la especie es menos la paz que la libertad.

(**) Tácito, Agric., XXXI

[ 11] La formación lenta y el progreso de la república de Venecia en sus lagunas ofrece un ejemplo notable de esta sucesión; es asombroso que, después de mil doscientos años, los venecianos parecen hallarse aún en el segundo término, que comenzó en el Serrar di consigbo, en 1198. En cuanto a los antiguos dux que se les reprocha, diga lo que quiera el Squittinio deila libertú veneta (*), está probado que no han sido sus soberanos.

No se me dejará de objetar, recordando la república romana, que siguió un proceso, dicen, completamente contrario, pasando de la monarquía a la aristocracia y de la aristocracia a la democracia. Estoy muy lejos de pensar tal cosa.

La primera organización que estableció Rómulo fue un gobierno mixto. que degeneró pronto en despotismo. Por causas particulares, el Estado pereció antes de tiempo, como puede morir un recién nacido antes de haber llegado a la edad madura. La expulsión de los Tarquinos fue la verdadera época del nacimiento de la república. Pero no tomó al principio una forma constante, pues no se realizó más que la mitad de la obra, no aboliendo el patriciado. Porque de esta manera, al quedar la aristocracia hereditaria, que es la peor de las administraciones legítimas, en conflicto con la democracia, no se fijó la forma de gobierno, siempre insegura y flotante, como ha probado Maquiavelo, sino al establecerse los ' tribunos: sólo entonces hubo un verdadero gobierno y una verdadera democracia. En efecto; el pueblo en aquel momento no era solamente soberano, sino también magistrado y juez; el Senado era un tribunal subordinado para moderar y concentrar al gobierno, y los mismos cónsules, aunque patricios, primeros magistrados, y generales absolutos en la guerra, no eran en Roma sino los presidentes del pueblo.

Desde entonces se vio también que el gobierno tomaba su pendiente natural y que tendía fuertemente a la aristocracia. Aboliéndose el patriciado, podría decirse, por sí mismo, no estaba ya la aristocracia en el cuerpo de los patricios, como ocurre en Venecia y en Génova, sino en el cuerpo del Senado, compuesto de patricios y de plebeyos, e incluso en el cuerpo de los tribunos, cuando comenzaron a usurpar un poder activo: porque las palabras no tienen nada que ver con las cosas, y cuando el pueblo tiene jefes que gobiernan por él, cualquiera que sea el nombre que lleven son siempre una aristocracia.

Del abuso de la aristocracia nacieron las guerras civiles y el triunvirato. Sylla. julio César, Augusto advinieron de hecho verdaderos monarcas; y, en fin, bajo el despotismo de Tiberio fue disuelto el Estado. La historia romana no desmiente, pues, mi principio, sino que lo confirma.

(*) Es el título de una obra anónima, publicada en 1612, para establecer el pretendido derecho de los emperadores sobre la república de Venecia. (De.)