Lejos, pues, de que el tribunal censorias sea el árbitro de la
opinión del pueblo, no es sino su declarador, y tan pronto como se
aparte de él sus decisiones son vanas y no surten efecto.
Es inútil distinguir las costumbres de una nación de los objetos
de su estimación, porque todo ello se refiere al mismo principio y se
confunde necesariamente. Entre todos los pueblos del mundo no es la
Naturaleza, sino la opinión, la que decide de la elección de sus
placeres. Corregid las opiniones de los hombres, y sus costumbres se
depurarán por sí mismas; se ama siempre lo que es hermoso y lo
que se considera como tal: pero en este juicio es en el que se equivoca uno;
por tanto, este juicio es el que se trata de corregir. Quien juzga de las
costumbres, juzga del honor, y quien juzga del honor toma su ley de la
opinión.
Las opiniones de un pueblo nacen de su constitución. Aunque la ley no
corrige las costumbres, la legislación las hace nacer; cuando la
legislación se debilita, las costumbres degeneran; pero entonces el
juicio de los censores no hará lo que la fuerza de las leyes no haya
hecho.
Se sigue de aquí que la censura puede ser útil para conservar
las costumbres, jamás para restablecerlas. Estableced censores durante
el vigor de las leyes; mas tan pronto como éstas lo hayan perdido, todo
está perdido: nada legítimo tendrá fuerza cuando carezcan
de ella las leyes.
La censura mantiene las costumbres, impidiendo que se corrompan las opiniones,
conservando su rectitud mediante sabias aplicaciones y, a veces, hasta
fijándolas cuando son inciertas. El uso de los suplentes en los duelos,
llevado hasta el extremo en el reino de Francia, fue abolido por estas solas
palabras de un edicto del rey: "En cuanto a los que tienen la cobardía
de llevar consigo suplentes." Este juicio, previniendo al del público,
lo resolvió de pronto en un sentido dado. Pero cuando los mismos
edictos quisieron declarar que era también una cobardía batirse
en duelo cosa muy cierta, pero contraria a la opinión común-, el
público se burló de esta decisión, sobre la cual su juicio
estaba ya formado.
He dicho en otra parte [ 14] que, no estando
sometida la opinión
pública a la coacción, no ha menester de vestigio alguno en el
tribunal establecido para representarla. Nunca se admirará demasiado
con qué arte ponían en práctica los romanos este resorte,
completamente perdido para los modernos, y aun mejor que los romanos, los
lacedemonios.
Habiendo emitido una opinión buena un hombre de malas costumbres en el
Consejo de Esparta, los éforos, sin tenerlo en cuenta, hicieron proponer
la misma opinión a un ciudadano virtuoso [ 15].
¡Qué honor
para el uno, qué nota para el otro, sin haber recibido palabra alguna de
alabanza, ni censura ninguno de los dos! Ciertos borrachos de Samos [ 16]
mancillaron el tribunal de los éforos: al día siguiente, por
edicto público, fue permitido a los de Samos ser indignos. Un verdadero
castigo hubiese sido menos severo que semejante impunidad. Cuando Esparta se
pronunció sobre lo que es o no honrado, Grecia no apeló de sus
resoluciones.
[ 14] No hago más que indicar en este
capítulo lo que ya he
tratado más extensamente en la Lettre a M. d'Alambert.
[ 15] Plutarco, Dicts notables des
Lacédémoniens, 69.
(Ed.)
[ 16] Eran de otra isla, que la delicadeza de la lengua
francesa prohibe
nombrar en esta ocasión. Se comprende difícilmente cómo
el nombre de una isla puede herir la delicadeza de la lengua francesa.
Para comprenderlo, hay que saber que Rousseau ha tomado este rasgo de
Plutarco (Dicts notables des Lacédémoniens), quien lo
cuenta con toda su crudeza y lo atribuye a los habitantes de Chio. Rousseau,
al no nombrar esta isla, ha querido evitar un juego de palabras y no
excitar la risa en un asunto serio.
Aelien (lib. Il, cap. XV) refiere también este hecho: pero aminora el
bochorno diciendo que el tribunal de los éforos fue cubierto de
hollín. (Nota de M. Petitain.).