Siendo todos los ciudadanos iguales por el contrato social, lo que todos deben
hacer todos pueden prescribirlo, así como nadie tiene derecho a exigir
que haga otro lo que él mismo no hace. Ahora bien; es propiamente este
derecho, indispensable para hacer vivir y para mover el cuerpo político,
el que el soberano da al príncipe al instituir el gobierno.
Muchos han pretendido que el acto de esta institución era un contrato
entre el pueblo y los jefes que éste se da; contrato por el cual se
estipulaba entre las dos partes condiciones bajo las cuales una se obligaba a
mandar y la otra a obedecer. Estoy seguro de que se convendrá que
ésta es una manera extraña de contratar. Pero veamos si es
sostenible esta opinión.
En primer lugar, la autoridad suprema no puede ni mortificarse ni enajenarse:
limitarla es destruirla. Es absurdo y contradictorio que el soberano se
dé a un superior; obligarse a obedecer a un señor es entregarse
en plena libertad.
Además, es evidente que este contrato del pueblo con tales o cuales
personas sería un acto particular; de donde se sigue que este contrato
no podría ser una ley ni un acto de soberanía, y que, por
consiguiente, sería ilegítimo.
Se ve, además, que las partes contratantes estarían entre
sí sólo bajo la ley de naturaleza y sin ninguna garantía
de sus compromisos recíprocos: lo que repugna de todos modos al estado
civil. El hecho de tener alguien la fuerza en sus manos, siendo siempre el
dueño de la ejecución, equivale a dar el título de
contrato al acto de un hombre que dijese a otro: "Doy a usted todos mis bienes
a condición de que usted me entregue lo que le plazca." No hay
más que un contrato en el Estado: el de la asociación, y
éste excluye cualquier otro. No se podría imaginar ningún
contrato público que no fuese una violación del primero.