Si un particular -dice Grocio- puede enajenar su libertad y convertirse en
esclavo de un señor, ¿por qué no podrá un pueblo
entero enajenar la suya y hacerse súbdito de una vez. Hay en esto muchas
palabras equívocas que necesitarían explicación; mas
detengámonos en las de enajenar. Enajenar es dar o vender. Ahora bien;
un hombre que se hace esclavo de otro no se da, sino que se vende, al menos,
por su subsistencia; pero un pueblo, ¿por qué se vende?. No hay que
pensar en que un rey proporcione a sus súbditos la subsistencia, puesto
que es él quien saca de ellos la suya, y, según Rabelais, los
reyes no viven poco. ¿Dan, pues, los súbditos su persona a
condición de que se les tome también sus bienes? No veo
qué es lo que conservan entonces.
Se dirá que el déspota asegura a sus súbditos la
tranquilidad civil. Sea. Pero ¿qué ganan ellos si las guerras que
su ambición les ocasiona, si su avidez insaciable y las vejaciones de su
ministerio los desolan más que lo hicieran sus propias disensiones?
¿Qué ganan, si esta tranquilidad misma es una de sus miserias?
También se vive tranquilo en los calabozos; ¿es esto bastante para
encontrarse bien en ellos? Los griegos encerrados en el antro del
Cíclope vivían tranquilos esperando que les llegase el tumo de
ser devorados.
Decir que un hombre se da gratuitamente es decir una cosa absurda e
inconcebible. Un acto tal es ilegítimo y nulo por el solo motivo de que
quien lo realiza no está en su razón. Decir de un pueblo esto
mismo es suponer un pueblo de locos, y la locura no crea derecho.
Aun cuando cada cual pudiera enajenarse a sí mismo, no puede enajenar a
sus hijos: ellos nacen hombres libres, su libertad les pertenece, nadie tiene
derecho a disponer de ellos sino ellos mismos. Antes de que lleguen a la edad
de la razón, el padre puede, en su nombre, estipular condiciones para su
conservación, para su bienestar, mas no darlos irrevocablemente y sin
condición, porque una donación tal es contraria a los fines de la
Naturaleza y excede a los derechos de la paternidad. Sería preciso,
pues, para que un gobierno arbitrario fuese legítimo, que en cada
generación el pueblo fuese dueño de admitirlo o rechazarlo; mas
entonces este gobierno habría dejado de ser arbitrario.
Renunciar a la libertad es renunciar a la cualidad de hombres, a los derechos
de humanidad e incluso a los deberes. No hay compensación posible para
quien renuncia a todo. Tal renuncia es incompatible con la naturaleza del
hombre, e implica arrebatar toda moralidad a las acciones el arrebatar la
libertad a la voluntad. Por último, es una convención vana y
contradictoria al reconocer, de una parte, una autoridad absoluta y, de otra,
una obediencia sin límites. ¿No es claro que no se está
comprometido a nada respecto de aquel de quien se tiene derecho a exigir todo?
¿Y esta sola condición, sin equivalencia, sin reciprocidad, no
lleva consigo la nulidad del acto? Porque ¿qué derecho
tendrá un esclavo sobre mí si todo lo que tiene me pertenece, y
siendo su derecho el mío, este derecho mío contra mí mismo
es una palabra sin sentido.
Grocio y los otros consideran la guerra un origen del pretendido derecho de
esclavitud. El vencedor tiene, según ellos, el derecho de matar al
vencido, y éste puede comprar su vida a expensas de su libertad;
convención tanto más legítima cuanto que redunda en
provecho de ambos.
Pero es claro que este pretendido derecho de dar muerte a los vencidos no
resulta, en modo alguno, del estado de guerra. Por el solo hecho de que los
hombres, mientras viven en su independencia primitiva, no tienen entre
sí relaciones suficientemente constantes como para constituir ni el
estado de paz ni el estado de guerra, ni son por naturaleza enemigos. Es la
relación de las cosas y no la de los hombres la que constituye la
guerra; y no pudiendo nacer ésta de las simples relaciones personales,
sino sólo de las relaciones reales, la guerra privada o de hombre a
hombre no puede existir, ni en el estado de naturaleza, en que no existe
ninguna propiedad constante, ni en el estado social, en que todo se halla bajo
la autoridad de las leyes.
Los combates particulares, los duelos, los choques, son actos y no constituyen
ningún estado; y respecto a las guerras privadas, autorizadas por los
Estatutos de Luis IX, rey de Francia, y suspendidas por la paz de Dios, son
abusos del gobierno feudal, sistema absurdo como ninguno, contrario a los
principios del derecho natural y a toda buena política.
La guerra no es, pues, una relación de hombre a hombre, sino una
relación de Estado a Estado, en la cual los particulares sólo son
enemigos incidentalmente, no como hombres, ni aun siquiera como ciudadanos [4],
sino como soldados: no como miembros de la patria, sino como sus defensores.
En fin, cada Estado no puede tener como enemigos sino otros Estados. y no
hombres, puesto que entre cosas de diversa naturaleza no puede establecerse
ninguna relación verdadera.
Este principio se halla conforme con las máximas establecidas en todos
los tiempos y por la práctica constante de todos los pueblos
civilizados. Las declaraciones de guerras no son tanto advertencias a la
potencia cuanto a sus súbditos. El extranjero, sea rey, particular o
pueblo, que robe, mate o detenga a los súbditos sin declarar la guerra
al príncipe, no es un enemigo; es un ladrón. Aun en plena
guerra, un príncipe justo se apodera en país enemigo de todo lo
que pertenece al público; mas respeta las personas y los bienes de los
particulares: respeta los derechos sobre los cuales están fundados los
suyos propios. Siendo el fin de la guerra la destrucción del Estado
enemigo, se tiene derecho a dar muerte a los defensores en tanto tienen las
armas en la mano; mas en cuanto entregan las armas y se rinden, dejan de ser
enemigos o instrumentos del enemigo y vuelven a ser simplemente hombres, y ya
no se tiene derecho sobre su vida. A veces se puede matar al Estado sin matar
a uno solo de sus miembros. Ahora bien; la guerra no da ningún derecho
que no sea necesario a su fin. Estos principios no son los de Grocio; no se
fundan sobre autoridades de poetas, sino que se derivan de la naturaleza misma
de las cosas y se fundan en la razón.
El derecho de conquista no tiene otro fundamento que la ley del más
fuerte. Si la guerra no da al vencedor el derecho de matanza sobre los pueblos
vencidos, este derecho que no tiene no puede servirle de base para
esclavizarles. No se tiene el derecho de dar muerte al enemigo sino cuando no
se le puede hacer esclavo; el derecho de hacerlo esclavo no viene, pues, del
derecho de matarlo, y es, por tanto, un camino inicuo hacerle comprar la vida
al precio de su libertad, sobre la cual no se tiene ningún derecho. Al
fundar el derecho de vida y de muerte sobre el de esclavitud, y el de
esclavitud sobre el de vida y de muerte, ¿no es claro que se cae en un
círculo vicioso?
Aun suponiendo este terrible derecho de matar, yo afirmo que un esclavo hecho
en la guerra, o un pueblo conquistado, sólo está obligado, para
con su señor, a obedecerle en tanto que se siente forzado a ello.
Buscando un beneficio equivalente al de su vida, el vencedor, en realidad, no
le concede gracia alguna; en vez de matarle sin fruto, lo ha matado con
utilidad. Lejos, pues, de haber adquirido sobre él autoridad alguna
unida a la fuerza, subsiste entre ellos el estado de guerra como antes, y su
relación misma es un efecto de ello; es más, el uso del derecho
de guerra no supone ningún tratado de paz. Han hecho un convenio, sea;
pero este convenio, lejos de destruir el estado de guerra, supone su
continuidad.
Así, de cualquier modo que se consideren las cosas, el derecho de
esclavitud es nulo, no sólo por ilegítimo, sino por absurdo y
porque no significa nada. Estas palabras, esclavo y derecho, son
contradictorias: se excluyen mutuamente. Sea de un hombre a otro, bien de un
hombre a un pueblo, este razonamiento será igualmente insensato: "Hago
contigo un convenio, completamente en tu perjuicio y completamente en mi
provecho, que yo observaré cuando me plazca y que tú
observarás cuando me plazca a mí también."
[4] Los romanos, que han entendido y respetado el
derecho de la guerra
más que ninguna otra nación del mundo, llevaban tan lejos los
escrúpulos a este respecto, que no estaba permitido a un ciudadano
servir como voluntario sin haberse comprometido antes a ir contra el enemigo y
expresamente contra tal enemigo. Habiendo sido reformada una legión en
que Catón, el hijo, hacía sus primeras armas bajo Popflio.
Catón, el padre, escribió a éste que si deseaba que su
hijo continuase bajo su servicio era preciso hacerle prestar un nuevo juramento
militar: porque habiendo sido anulado el primero, no podía ya levantar
las armas contra el enemigo. Y el mismo Catón escribía a su hijo
que se guardara de presentarse al combate en tanto no hubiese prestado este
nuevo juramento. Sé que se me podrá oponer el sitio de Cluriam y
otros hechos particulares; mas yo cito leyes, usos. Los romanos son los que
menos frecuentemente han transgredido sus leyes y los que han llegado a
tenerlas más hermosas.