CAPÍTULO IV: De la democracia

Quien hace la ley sabe mejor que nadie cómo debe ser ejecutada e interpretada. Parece, pues, que no puede tenerse mejor constitución que aquella en que el poder ejecutivo esté unido al legislativo; mas esto mismo es lo que hace a este gobierno insuficiente en ciertos respectos, porque las cosas que deben ser distinguidas no lo son, y siendo el príncipe y el soberano la misma persona, no forman, por decirlo así, sino un gobierno sin gobierno.

No es bueno que quien hace las leyes las ejecute, ni que el cuerpo del pueblo aparte su atención de los puntos de vista generales para fijarla en los objetos particulares. No hay nada más peligroso que la influencia de los intereses privados en los asuntos públicos: y el abuso de las leyes por el gobierno es un mal menor que la corrupción del legislador, consecuencia inevitable de que prevalezcan puntos de vista particulares. Cuando así acontece, alterado el Estado en su sustancia, se hace imposible toda reforma. Un pueblo que no abusase nunca del gobierno, no abusaría tampoco de la independencia; un pueblo que siempre gobernase bien, no tendría necesidad de ser gobernado.

De tomar el vocablo en todo el rigor de su acepción habría que decir que no ha existido nunca verdadera democracia, y que no existirá jamás, pues es contraria al orden natural que el mayor número gobierne y el pequeño sea gobernado. No se puede imaginar que el pueblo permanezca siempre reunido para ocuparse de los asuntos públicos, y se comprende fácilmente que no podría establecer para esto comisiones sin que cambiase la forma de la administración.

En efecto; yo creo poder afirmar, en principio, que cuando las funciones del gobierno están repartidas entre varios tribunales, los menos numerosos adquieren, pronto o tarde, la mayor autoridad, aunque no sea sino a causa de la facifidad misma para resolver los asuntos que naturalmente se les somete.

Por lo demás, ¡cuántas cosas difíciles de reunir no supone este gobierno! Primeramente, un Estado muy pequeño, en que el pueblo sea fácil de congregar y en que cada ciudadano pueda fácilmente conocer a los demás; en segundo lugar, una gran sencillez de costumbres, que evite multitud de cuestiones y de discusiones espinosas; además, mucha igualdad en las categorías y en la fortuna, sin lo cual la igualdad no podría subsistir por largo tiempo en los derechos y en la autoridad; en fin, poco o ningún lujo, porque éste, o es efecto de las riquezas, o las hace necesarias; corrompe a la vez al rico y al pobre: a uno, por su posesión, y al otro, por la envidia: entrega la patria a la molicie, a la vanidad: quita al Estado todos sus ciudadanos, para esclavizarles unos a otros y todos a la opinión.

He aquí por qué un autor célebre ha considerado la virtud como la base de la república [ 2] porque todas estas condiciones no podrían subsistir sin la virtud; pero por no haber hecho las distinciones necesarias, este gran genio ha carecido con frecuencia de exactitud; algunas veces, de claridad, y no ha visto que, siendo la autoridad soberana en todas partes la misma, debe tener lugar en todo Estado bien constituido el mismo principio, más o menos ciertamente, según la forma de gobierno.

Agreguemos que no hay gobierno tan sujeto a las guerras civiles y agitaciones intestinas como el democrático o popular, porque tampoco hay ninguno que tienda tan fuerte y continuamente a cambiar la forma, ni que exija más vigilancia y valor para ser mantenido en ella. En esta constitución es, sobre todo, en la que el ciudadano debe armarse de fuerza y de constancia, y decir cada día de su vida, desde el fondo de su corazón, lo que decía un virtuoso palatino [ 3] en la Dieta de Polonia: Malo periculosam libertatem quam quietum servitium.

Si hubiese un pueblo de dioses, se gobernaría democráticamente. Mas un gobierno tan perfecto no es propio para los hombres.

[ 2]Espíritu de las leyes, lib. III, cap. III. (Ed.)

[ 3]El palatino de Posnania, padre del rey de Polonia y duque de Lorena.