El Socialismo Con Caracteristicas Chinas, Economia China

El Socialismo Con Caracteristicas Chinas, Economia China

China: La Fiebre Capitalista: Cuento chino: “El sector estatal de la economía, es decir, el sector económico de propiedad socialista de todo el pueblo, es la fuerza rectora de la economía nacional” (artículo 70 de la Constitución de la República Popular China). 

BEIJING, China — El señor Hu, el funcionario del Ministerio de Relaciones Exteriores de la República Popular China que me escoltaba durante mi visita a Beijing, me señaló con la mano un inmenso edificio rectangular a un costado de la avenida del segundo circuito nordeste por la que transitábamos en el taxi que nos estaba llevando a una entrevista en el centro de la ciudad.

“Es la embajada de Rusia”, dijo el señor Hu, agregando que desde hacía mucho tiempo era la representación diplomática extranjera más grande en la capital china. “Pero en 2006 se va a terminar de construir la nueva embajada de los Estados Unidos, que pasará a ser la más grande de todas”, agregó después de un instante, con una sonrisa entre divertida y pícara, como si todavía no pudiera creer lo que estaba diciendo.

En la China de hoy, todo está cambiando tan rápidamente que ni sus propios funcionarios pueden dar crédito a todo lo que escuchan, ni a mucho de lo que ven.

Edificio moderno en China actual

No era ninguna coincidencia que Estados Unidos estuviera construyendo la embajada más grande en  China. Según el estudio del Consejo Nacional de Inteligencia (CNI), el centro de estudios a largo plazo de la CIA, China se está convirtiendo a pasos acelerados en una potencia mundial, y será el principal rival económico, político y militar de los Estados Unidos en el año 2020.

Al igual que ocurrió con Alemania a principios del siglo XIX y con los Estados Unidos a principios del siglo XX, China e India “transformarán el panorama geopolítico mundial, con un impacto potencialmente tan dramático como el que se dio en los dos siglos anteriores”, dice el estudio.

“Así como los analistas se han referido al Siglo XX como ‘al siglo americano’, el siglo XXI puede ser visto como el de China e India... La mayoría de los pronósticos indican que, para el año 2020, el producto bruto de China será superior al de todas las potencias económicas occidentales, con la sola excepción de los Estados Unidos.”

Desde que China inició su giro hacia el capitalismo en 1978, el país ha venido creciendo a un promedio del 9 por ciento anual, y nada hace prever que su ritmo de crecimiento baje significativamente en los próximos años. Según las proyecciones del gobierno chino, en el año 2020 el producto bruto nacional será de 4 trillones de dólares, cuatro veces más que el actual, y el ingreso per cápita será tres veces superior al actual.

Y eso se traducirá en el nacimiento de una enorme clase media china, que numéricamente será mayor que toda la población de los Estados Unidos o de Europa, y que transformará la economía mundial tal como la conocemos hoy.

Según la Academia de Ciencias Sociales de China, uno de los centros de estudios más importante del país, la clase media china—definida como el número de gente que gana entre 18 mil y 36 mil dólares por año— crecerá del 20 por ciento de la población actual al 40 por ciento en el año 2020.

Eso significará que para ese año habrá 520 millones de chinos de clase media. Y las empresas globales, que hoy producen ropa, automóviles y noticias para el gusto de los consumidores norteamericanos, modificarán sus productos para conquistar a los consumidores chinos. Las compañías multinacionales “tendrán una orientación más asiática y menos occidental”, dice el informe del CNI.

El centro de gravedad del mundo se moverá unos cuantos grados hacia el Lejano Oriente. “Aunque América del Norte, Japón y Europa en su conjunto continuarán dominando las instituciones políticas y financieras internacionales, la globalización tendrá características cada vez menos occidentales y cada vez más orientales.

Para el año 2020, es probable que la opinión pública mundial asocie el fenómeno de la globalización con el ascenso de Asia, en lugar de con la ‘americanización”’, pronostica el centro de estudios a largo plazo de la CIA. Cuando uno llega a China, no tarda mucho en concluir que estos pronósticos no pecan de exagerados.

La fiebre capitalista que se está viviendo en ese país me deparó sorpresas en cada esquina. Hay que venir a esta nación gobernada por el Partido Comunista, por ejemplo, para encontrar el centro comercial más grande del mundo, donde se pueden ver las últimas colecciones de Hugo Boss, Pierre Cardin, Fendi, Guy Laroche o cualquiera de las grandes casas de alta costura, antes de que sus modelos se estrenen en Milán, París o Nueva York.

El Golden Resources Shopping Mali —así se llama, en inglés, como lo indica su inmenso letrero en letras luminosas amarillas— abrió sus puertas a fines de 2004 en Zhongguancun, en el lado oeste de Beijing, una zona a la que llegan pocos turistas.

El complejo, perteneciente a una empresa privada presidida por Huang Rulun, un empresario que hizo una fortuna en el negocio inmobiliario en la provincia costeña de Fujian, tiene un área total de 56 hectáreas en cinco pisos que albergan mil tiendas, con 100 restaurantes, 230 escaleras mecánicas y una playa de estacionamiento para 10 mil autos. En total, el centro comercial emplea a unas 20 mil personas. Dentro de poco, se construirán a su alrededor 110 edificios de departamentos, oficinas y escuelas.

Golden Resources Shopping Mali

Cuando lo visité, un sábado por la tarde varios meses después de su inauguración, se estaba terminando de construir una pista artificial de esquí, un acuario con seis cocodrilos tailandeses, un complejo de cines y un gigantesco gimnasio. Según los dueños del centro comercial, lo visitan unas 80 mil personas por día durante el fin de semana. En total, hacen falta unos cuatro días para recorrer todo el lugar.

Yo lo hice durante cuatro horas, lo suficiente como para convencerme de que China está en medio de un proceso de expansión capitalista con pocos parangones en la historia del mundo. Y, como para que mi asombro no disminuyera, después me enteré de que, lejos de ser una isla de consumo capitalista en un país comunista, el Golden Resources Shopping Mali es apenas uno de los cuatrocientos centros comerciales de grandes dimensiones que se han construido en China en los últimos seis años. Y eso no es todo.

Dentro de poco, ni siquiera podrá seguir ostentando el título del más grande del mundo. Ya está en construcción el South China Mali, que tendrá una réplica del Arco de Triunfo de París, y calles que imitarán el centro de Hollywood y Amsterdam, que será el más grande del mundo, de lejos. Para el año 2010, por lo menos 7 de los 10 centros comerciales más grandes del mundo estarán en China. 

El pàjaro nacional: la grúa de construcción

Beijing hoy es como Nueva York a comienzos del siglo XX: una ciudad que crece por minuto y que se está convirtiendo en el centro del mundo, o por lo menos en una de las dos o tres principales capitales del mundo, a un paso febril. Por donde uno mira, se levanta un nuevo rascacielos ultramoderno.

En 2005, cuando visité Beijing, había 5 mil grúas de construcción trabajando día y noche en la ciudad, más que en ningún otro lado del mundo, según me aseguraron funcionarios y empresarios chinos. Y lo más probable es que no estuvieran mintiendo.

Mi colega Tim Johnson, corresponsal de la cadena de periódicos Knight Ridder en la capital china, me comentaba mientras tomábamos un trago frente a la ventana de su departamento que cuando él había llegado a China no existía ninguno de los cinco rascacielos que se alzaban frente a su edificio. Y Johnson había llegado hacía apenas trece meses.

Gruas en ChinaLos chinos están construyendo como si no hubiera un mañana. El ritmo de trabajo es tan frenético que los obreros de la construcción duermen en su lugar de trabajo, y los departamentos se ocupan antes de que los edificios estén totalmente terminados.

No es inusual ver, en las calles de Beijing, rascacielos en plena construcción con luces en algunas de sus ventanas. En toda China, el boom de la construcción está consumiendo el 40 por ciento del cemento mundial.

Por lo general, son gigantescas torres de vidrio parecidas a las más sofisticadas de Occidente, pero con techos orientales, en forma de pagodas estilizadas con diseños contemporáneos. El boom de la construcción está atrayendo a los arquitectos más famosos del mundo, como  M. Pei, Rem Koolhaas y Norman Foster.

¿Qué los atrae? Principalmente, la posibilidad de hacer lo que no pueden realizar en los Estados Unidos y Europa, por lo caro de la mano de obra en sus países de origen. Al igual que ocurría a principios del siglo pasado en Nueva York o París, cuando la mano de obra era más barata en esas ciudades, en la China de hoy se pueden construir edificios con frentes de mármoles trabajados e interiores exquisitamente ornamentados.

Mientras que los edificios en los Estados Unidos y Europa se construyen cada vez con mayor simplicidad por el encarecimiento de la mano de obra, en China los arquitectos pueden dar rienda suelta a su imaginación y a sus antojos.

Hay construcciones ovaladas, redondas, piramidales, y para todos los gustos, que sólo tienen una cosa en común: un toque oriental moderno y, sobre todo, el gigantismo. Durante mi visita, fueron pocos los chinos con los que me encontré que no tuvieran un comentario jocoso sobre la transformación vertiginosa de sus ciudades.

En Beijing, un alto funcionario del Partido Comunista me preguntó, en broma, si yo sabía cuál era el pájaro nacional de China. Cuando le respondí que no tenía la más remota idea, me respondió con una sonrisa llena de orgullo: la grúa de construcción.

En Shanghai, cuando le comenté a otro funcionario sobre mi asombro por el diseño futurista de la ciudad, me sugirió que no parpadeara durante mi visita: podía perderme la inauguración de un nuevo rascacielos. Todo es inmenso, ultramoderno, muy limpio, y —se apresuran a comentar los chinos— lo más grande de Asia, o del mundo.

Al pie de los rascacielos de la avenida central de Beijing, el Changan Boulevard, hay una flamante tienda de Rolls Royce. Cuando pasé por allí, pensé que era una oficina de representación para vender motores de aviones, o maquinaria para la agricultura.

Pero me equivocaba: al acercarme, comprobé que lo que estaba en venta eran automóviles Rolls Royce último modelo. Y no muy lejos hay tiendas de Mercedes Benz, Alfa Romeo, Lamborghini, BMW y Audi. En las grandes ciudades de China se respira la abundancia, por lo menos para una minoría que se ha enriquecido vertiginosamente en los últimos años.

El crecimiento chino no sólo creó una nueva clase media, sino una nueva clase de superricos, que logró su legitimación definitiva en 2004 cuando el Parlamento chino enmendó la Constitución para establecer que “la propiedad privada y legítima de los ciudadanos es inviolable”, y que “el Estado, de conformidad con las leyes vigentes, debe proteger los derechos de la propiedad privada de los ciudadanos, como también los de su herencia”. 

Los nuevos ricos chinos

Según la Academia China de Ciencias Sociales, ya existen unos 10 mil empresarios chinos que han superado la barrera de lO millones de dólares cada uno. Si uno toma en consideración la corrupción y la economía informal, probablemente la cifra sea varias veces mayor.

Y los nuevos ricos chinos, como sus antecesores en los Estados Unidos y Gran Bretaña a finales del siglo XIX, presumen de su fabulosa riqueza a los cuatro vientos. Uno de los nuevos millonarios, Zhang Yuchen, no sólo construyó una réplica del Cháteau Maisons-Lafitte de París, erigido en 1650 por el arquitecto francés François Mansart sobre el río Sena, sino que lo “mejoró” —según dijo— agregándole un jardín de esculturas copiado del palacio de Pontainebleau.

“Me costó 50 millones de dólares, porque quisimos hacerlo mejor que el original”, se ufanó Zhang. Otro supermilionario pagó 12 mil dólares por una mesa para la cena de fin de año en el restaurante South Sea Fishing Village, de la provincia sureña de Guangdong. El resto de las mesas de año nuevo del restaurante valían 6 mil dólares.

Cuando la noticia salió en la prensa, durante mi estadía en China, otro restaurante quiso sumar-se a la ola publicitaria y anunció que ofrecía su mesa principal para la noche de año nuevo por 37 mil dólares. Entre otros manjares, el restaurante de Chongking, en el sudoeste del país, ofrecía una sopa de gallina cocinada con un ginseng de cien años de antigüedad. Tan sólo la sopa costaba 30 mil dólares, se ufanó el restaurante.

Volkswagen Passat y HondaEn el Changan Boulevard, el tráfico es tan denso como en las otras ciudades más pobladas del mundo, si no peor. De los 13 millones  de habitantes de la capital china, unos 1,3 millones ya tienen automóviles. Y muchos de los coches que circulan por la Changan son Audi. —el favorito de los empresarios y altos funcionarios, que cuesta unos 60 mil dólares—, Volkswagen Passat y Honda.

Según el China Daily, el periódico destinado a la comunidad de extranjeros en China, las ven-tas de automóviles de lujo se han disparado en los últimos cinco años: Mercedes Benz ya vende unos 12 mil por año, BMW alrededor de 16 mil, y Audi unos 70 mil.

La demanda interna por autos de lujo ha crecido tanto que Mercedes Benz se ha asociado con un grupo chino para montar una planta que a partir de 2006 tendrá capacidad para fabricar unos 25 mil Mercedes por año en China.

Y la gente por las calles parece mejor vestida que en Nueva York o Londres. Gracias a la gigantesca industria de la piratería, por la cual los chinos producen un porcentaje de sus bienes por encima de los pedidos de sus clientes, y luego los venden en China y en el mercado negro internacional por una fracción de su precio, la gente en las calles de Beijing y las otras grandes ciudades parece estar estrenando ropa constantemente, como si el país entero estuviera saliendo de las navidades todas las semanas. Los chinos han cambiado el traje Mao por el Armani pirateado, o alguna de sus versiones locales.

 Xu Yiiin, BeijingHasta en los barrios de clase media baja y pobres de Beijing, uno ve gente en ropa barata, pero casi siempre nueva. La primera impresión de cualquier visitante en Beijing, sin dudas, es de perplejidad total por la rapidez y el entusiasmo con que un país que hace tan sólo veinte años era conocido por sus hambrunas y su cerrazón al resto del mundo se ha convertido del comunismo al consumismo.

Y, como me lo señaló Xu Yiiin, un veterano traductor que había pasado los mejores años de su vida en Cuba traduciendo a Mao al español, la segunda impresión de Beijing a menudo es de aun mayor asombro que la primera: “La gente que vuelve después de cuatro o cinco años no puede creer todos los nuevos edificios y avenidas que se han construido. Aquí, las autoridades municipales deben rehacer los mapas cada seis meses”. 

El monumento al consumidor

En mi primer domingo en Beijing, antes de iniciar mi semana de entrevistas en la capital china, hice la visita obligada al Palacio Imperial en la Ciudad Prohibida, el majestuoso complejo de ocho kilómetros de largo desde donde habían gobernado veinticuatro emperadores de las dinastías Ming y Qing durante varios siglos, hasta el año 1911.

El Palacio Imperial había sido construido en 1406, frente a lo que es hoy la Plaza Tienanmen, y había sido preservado por la revolución comunista de 1949 como un testimonio del pasado Imperial chino. Ahora, es visitado por millones de turistas por año.

Los catorce majestuosos palacios de la Ciudad Prohibida —casi todos con nombres como “Sala de la Suprema Armonía”, “Sala de la Pureza Celestial” o alguna variante del mismo tema— estaban maravillosamente preservados, a pesar de haber sido construidos en madera y haber sobrevivido a varios incendios.

Hubo dos cosas que me sorprendieron, además de lo inmenso de los palacios en que vivían los emperadores chinos y sus concubinas, que en el caso de uno de ellos llegaban a tres mil.

Como latinoamericano, al contemplar la sofisticación arquitectónica de la ciudad imperial, con sus edificios de paredes rojas con ornamentos azules y verdes, y sus techos arqueados adornados con esculturas en cada uno de sus vértices, no pude dejar de pensar que cuando Colón descubrió América, los emperadores chinos ya vivían desde hacía casi un siglo en una ciudad tan avanzada como ésta.

Beijing

La segunda cosa que me sorprendió, como recién llegado a Beijing, tenía más que ver con la peculiar naturaleza del comunismo chino, o lo que quedaba de él. En cada palacio había un gran cartel de madera explicando, en inglés, el año de la construcción y una breve historia del edificio.

Y abajo de todo, chiquitito, con fondo azul y letras blancas, había un rectángulo con la inscripción: “Made possible by the American Express Company”. En la China de hoy, el Partido Comunista conserva los palacios de la dinastía Ming, y deja las explicaciones a los turistas en manos de American Express.

En la ciudad de Shanghai, una metrópoli comercial de unos 16 millones de habitantes en la desembocadura de la cuenca del Yangtzé, sobre el océano Pacífico, todavía queda un gigantesco monumento a Mao, con la mirada en el horizonte, sobre el río Hangpu.

Shanghai

 Pero la escultura más visitada en estos días es el nuevo monumento al consumidor que acaba de construir la ciudad a pocas cuadras de allí. En la entrada a la Nanjing Road, la calle peatonal donde se encuentran las principales tiendas comerciales de la ciudad, y por donde caminan a diario cientos de miles de personas, hay dos esculturas de bronce de tamaño natural, que le dan a uno la bienvenida al corazón comercial de la ciudad.

Ninguna de ellas es el clásico Mao, con la frente en alto, enarbolando la bandera roja al viento, con sus discípulos cargando fusiles al hombro detrás de él. En su lugar está la figura de una mujer caminando con similar orgullo, pero con dos bolsas de compras en una mano. De la otra mano, la mujer lleva a su hijo, un adolescente sonriente con una mochila en la espalda, que en vez de un fusil tiene una raqueta de tenis sobre el hombro.

El gobierno de Shanghai no llama oficialmente a la escultura un monumento al consumidor, pero los habitantes de la ciudad así la conocen. La placa conmemorativa, en una piedra rectangular de dos metros de ancho, sólo dice que la calle peatonal fue diseñada por el arquitecto francés Jean-Marie Charpentier en 1999, e inaugurada por el gobierno popular de Shanghai.

Pero por si a alguien le cabe alguna duda sobre el simbolismo de la escultura, al final de la avenida peatonal, diez cuadras más adelante, hay otro monumento similar del mismo artista, con el mismo tema. Muestra a una pareja con bolsas de compras en la mano, el padre con una cámara fotográfica colgada del pecho, mientras la hija —feliz— lleva media docena de globos.

Mientras miles de turistas chinos llegados de todas partes del país se toman fotos al lado del monumento al consumidor con sus nuevas cámaras digitales, Mao permanece solitario, mirando al río, con un aire que uno no puede evitar interpretar como melancólico.

China crece más de lo que dice...

Como muchos de los funcionarios que entrevisté en China, Kang Xuetong, subdirector general para América latina del Departamento de Relaciones Internacionales del Comité Central del Partido Comunista, me preguntó qué impresión me había causado el país hasta el momento.

Estábamos hablando en un salón de protocolo del Comité Central, un moderno edificio de cuatro pisos con un lobby de paredes de vidrio que le daba un aspecto de banco más que de cuartel general del Partido Comunista. Era una de mis entrevistas más importantes en China, y una que me interesaba mucho: como en todos los países comunistas, el Comité Central del Partido Comunista es el poder detrás del trono, y sus funcionarios a menudo tienen mucho mayor influencia que sus pares en el gobierno.

Y Kang, un hombre de aspecto atlético que hablaba perfecto español, era un elemento clave en las relaciones de China con América latina. “Estoy impresionado!”, le contesté, con la mayor sinceridad. “Un crecimiento anual de más del 9 por ciento en varias décadas, 60 mil millones de dólares en inversiones anuales, 250 millones de personas rescatadas de la pobreza. Como para no impresionar a cualquiera!”, agregué.

Lejos de festejar con orgullo lo que estaba diciendo, Kang levantó una mano en señal de advertencia y señaló: “Sí. Pero no pierda de vista que todavía somos un país en vías de desarrollo. Hay que poner las cosas en contexto. La inversión en China, calculada per cápita, es menor que en América latina.

No hay que mirar las cifras globales. Todavía tenemos una enorme cantidad de pobres. Todavía tenernos muchos problemas. Y hay que tener siempre presente que cualquier logro que tenemos hay que multiplicarlo por 1.300 millones de personas. Y cuando multiplicamos un logro por 1.300 millones de personas, muchas veces se vuelve insignificante”.

En entrevistas posteriores con otros funcionarios oficiales, me llamó la atención encontrarme con el mismo fenómeno: los funcionarios chinos parecen programados para minimizar los logros macroeconómicos del país, en lugar de explotarlos como herramientas propagandísticas.

Al revés de lo que ocurre en otros países, en los que los funcionarios se agarran de cualquier cifra económica favorable para presentar a su nación como destinada a un futuro de grandeza, los chinos hacen lo contrario. Cuando comenté este fenómeno con algunos diplomáticos latinoamericanos con los que me vi en Beijing, varios de ellos me señalaron que, efectivamente, los funcionarios chinos nunca magnificaban sus logros.

Por el contrario, exageraban las cosas hacia abajo. Lo más probable es que lo hicieran para evitar que el resto del mundo viera a China como una amenaza que podía poner en peligro el bienestar económico o la paz mundial. El gobierno chino es sumamente consciente de la opinión pública mundial, y enfatiza constantemente el rol de China como un país pacífico, con una filosofía supuestamente pacifista, me dijeron.

En el año 2004, por ejemplo, el gobierno había adoptado el término “ascensión pacífica” para describir el boom económico chino en el contexto mundial. Pero poco después, pues advirtiendo que la palabra “ascensión” estaba acrecentando los temores en el resto del mundo, el gobierno había reemplazado el tér­mino por el de “desarrollo pacífico”.Sin embargo, muchos economistas occidentales sospechan que la costumbre del gobierno chino de minimizar sus logros va mucho más allá de las palabras.

“La credibilidad de las estadísticas chinas es dudosa”, dice Ted C. Fishrnan, el autor de China Inc., un libro sobre el boom económico chino de gran difusión en los Estados Unidos. “En el pasado, había muchas quejas de que los funcionarios chinos exageraban sus cifras para arriba, cosa de mostrar que estaban haciendo un buen trabajo. Ahora, un coro de escépticos argumenta que las cifras son demasiado bajas”, explica.

Efectivamente, hay un incentivo para minimizar las cifras: el gobierno chino está ejerciendo cada vez más presión sobre los bancos de inversión para que dirijan sus proyectos a las zonas más pobres del país. Por ese motivo, las ciudades de la costa, que son las más ricas y principales beneficiarias de la avalancha de inversiones extranjeras, reducen sus cifras de crecimiento económico para que el gobierno central no les quite recursos y los envíe a otras zonas del país. Y muchas zonas pobres que están empezando a desarrollarse también disimulan su crecimiento para no perder su estatus de “zonas de pobreza”, con lo que dejarían de recibir varios apoyos económicos del gobierno.

Quizá por eso las cifras económicas que el gobierno central recoge de las provincias chinas no coincide con las cifras económicas que los municipios, ciudades y regiones dan a conocer en sus propias publicaciones. A juzgar por la suma de las cifras económicas de los gobiernos locales, la economía China es un 15 por ciento mayor que lo que reporta el gobierno central a las instituciones financieras internacionales, dice Fishman.

Esta disparidad en las esta­dísticas ha causado tantas críticas que el gobierno central ha presentado cargos contra unos 20 mil funcionarios locales en los últimos años, acusándolos de haber hecho fraude al enviar sus cifras a las autorida­des en Beijing.

Asimismo, las cifras del gobierno central sólo repre­sentan la economía formal. Si se le agregara la enorme economía informal, las cifras serían mucho mayores aún. La CIA, en su “World Factbook”, un almanaque mundial de acceso al público en Internet, señala que si la economía china se calcula en términos de paridad de poder adquisitivo —una de las dos medidas utilizadas internacionalmente para medir la actividad económica—, su monto total anual no sería de 1,4 trillones de dólares anuales, como lo indica el gobierno chino, sino de 7,2 trillones.

“Si se mide en base a la paridad del poder dquisitivo (PPP), en 2004 China fue la segunda economía más grande del mundo, después de la de los Estados Unidos”, estimó la agencia de inteligencia norteamericana. O sea que mientras las estadísticas oficiales chinas señalan que la economía actual del país apenas equivale al 10 por ciento de la de Estados Unidos, otras ya señalan que equivale a más del 60 por ciento de ésta, y podría alcanzarla antes de lo que muchos suponen.

La nueva consigna comunista: privatizar
¿Qué porcentaje de la economía china está en manos privadas?, le pregunté a Zhou Xian, un alto funcionario del Ministerio Nacional de Desarrollo y Reforma, en mi primera entrevista oficial en Beijing. Pocos minutos antes, había llegado al salón de ceremonias del Ministerio acompañado por el señor Hu, mi escolta gubernamental.

En China, los periodistas extranjeros deben tramitar todas las entrevistas a través del Ministerio de Relaciones Exteriores, que les da las visas de entrada al país, les tramita las entrevistas y los acompaña en las mismas. El salón donde nos esperaba Zhou era una sala elegante, de color durazno, con las sillas colocadas en forma de “U”, como un rectángulo con uno de sus extremos abiertos. En la cabecera había dos sillones alineados, orientados hacia el mismo lado y separados por una mesita. Zhou me invitó a tomar asiento en el sillón a su derecha.

Detrás nuestro, había dos enormes floreros con orquídeas, tras los cuales se escondían un hombre y una mujer que, según logré establecer poco después, harían de traductores. Era una escenografía como la que usan los jefes de Estado para sacarse una foto con un visitante extranjero, salvo que la ubicación alineada de las sillas con la misma orientación lo obligaba a uno a tener el cuello girado hacia la izquierda todo el tiempo.

No sé si era una tortura china, pero hacia la mitad de la entrevista, después de una hora con el cuello girado 90 grados a la izquierda para mirar a Zhou, y 180 grados para escuchar la traducción que venía de atrás del florero, estaba más preocupado en evitar quedarme con el cuello duro o la espalda petrificada que en lo que me estaba diciendo el funcionario con gran dedicación. Pero entre lo poco que saqué en claro de la entrevista, estaba el hecho de que el capitalismo en China está mucho más avanzado de lo que yo creía.

El Estado chino actualmente controla menos del 30 por ciento del producto bruto nacional, mientras que un 60 por ciento está en manos del sector “no gubernamental”, y un 10 por ciento en manos colectivas. China ya tiene 3,8 millones de empresas privadas, que constituyen “el principal motor del desarrollo económico, y la fuente de empleos que está creciendo más rápidamente”, me dijo el florero angloparlante ubicado detrás de Zhou.

—Uau!!! —exclamé—. Jamás pensé que un 60 por ciento de la economía china ya estuviera en manos del sector privado.

—No está en manos del sector privado —se apresuró Zhou—. Está en manos del sector no gubernamental.

—Y cuál es la diferencia entre el sector no gubernamental y el sector privado? —pregunté buscando entre los pétalos de orquídeas algún fragmento del rostro de la traductora.

—Bueno, hay diferentes formas de convertir a las empresas públicas en empresas no gubernamentales, según cómo se reparten las acciones —replicó la voz detrás del florero.

—Y cuál es la diferencia entre eso y privatizar? —insistí.

—En realidad, no mucha —respondió el florero parlante, mientras Zhou sonreía con picardía.

Comunismo sin seguro médico

El Partido Comunista chino hace todo tipo de piruetas verbales y conceptuales para disfrazar su conversión al capitalismo, pero a pocos visitantes les quedan dudas de que las reformas económicas iniciadas en 1978 han desembocado en una carrera hacia la competitividad capitalista como pocas en la historia.

Como en la Revolución Industrial en Inglaterra, o las primeras décadas del siglo XX en los Estados Unidos, en la China de hoy la desigualdad está en aumento, el trabajo infantil es tan común que ni llama la atención, el horario de trabajo rara vez es de menos de 12 horas diarias, millones de trabajadores viven hacinados en dormitorios comunes, turnándose para dormir en las mismas camas que dejan libres sus compañeros, y no hay tal cosa como el derecho de asamblea o —mucho menos— de huelga. Desde 1978, el gobierno cerró casi 40 mil empresas ineficientes.

Y entre 1998 y 2002 las compañías estatales chinas despidieron a nada menos que 21 millones de trabajadores, más que toda la población de Chile, y casi dos veces la de Cuba.

Hasta la salud y la educación superior, que uno cree deberían ser gratuitas en un sistema comunista, han sido aranceladas en la China de hoy. Los estudiantes universitarios, excepto los pocos que reciben becas, deben pagar por cursar sus estudios, y cifras que no tienen nada de simbólico.

Un 45 por ciento de la población urbana del país y un 80 por ciento de la población rural no tienen ningún tipo de seguro médico, admitió recientemente el viceministro de Salud Gao Qiang. “La mayoría de ellos pagan sus cuentas médicas propias”, dijo el viceministro, según la agencia oficial de noticias Xinhua.

Como resultado de la falta de cobertura médica “un 48,9 por ciento de la población china no puede darse el lujo de ver a un médico cuando se enferma, y un 29,6 por ciento no es hospitalizada cuando debiera.”

La China comunista de hoy es un capitalismo de Estado, un régimen autoritario cuyo principal objetivo económico es mejorar la competitividad a cualquier costo, que no admite reclamos salariales y puede despedir sin problema a millones de personas de empresas estatales ineficientes.

Y, por ahora, el modelo parece darles resultado a los chinos. Las empresas internacionales están invirtiendo allí más que en ningún lado del mundo, y —aunque la brecha entre los chinos ricos y los pobres está creciendo a pasos gigantes— el progreso está llegando a todos los habitantes de las grandes ciudades de la costa este del país, aunque mucho menos a los 800 millones de campesinos que viven en el interior.

Así y todo, el ingreso per cápita está creciendo todos los años, el régimen ha logrado sacar de la pobreza a 250 millones de personas en los últimos veinte años, y todo parece indicar que rescatará de la pobreza a otros cientos de millones de personas en la próxima década.

En los restaurantes de Beijing, me fue difícil ver a una mesera o a un mesero de más de 21 años. Los mozos, casi siempre uniformados con algún traje escogido por su restaurante, son en su gran mayoría jovencitos de 18 a 271 años, muchas veces con ayudantes de quince años, si no menos.

Los jóvenes viven en dormitorios comunes, y en muchos casos están haciendo pasantías por menos del salario mínimo, que no llega a 1 dólar por hora. “EA qué hora empezás a trabajar?”, le pregunté a la joven sonriente que me atendía en el Four Seasons Restaurant de la Avenida Changan.

“A las 8 de la mañana”, contestó, feliz. “-Y hasta qué hora trabajás?” “Hasta las 11 de la noche, aunque tengo un rato para descansar por la tarde”, contestó, con la mayor naturalidad, sin dejar de sonreír en ningún momento. La joven estaba contentísima de haber tenido la oportunidad de trabajar en el restaurante, ya que había competido con decenas —quizá cientos— de otros aspirantes al puesto. Pensaba trabajar allí durante dos años más, y luego volver a su pueblo natal, bastante lejos de Beijing.

El modelo asiático de democracia

Sentado en el cuarto de mi hotel en Beijing navegando por Internet, no pude menos que pensar —con horror— que uno de los escenarios del informe del Consejo Nacional de Inteligencia de la CIA sobre el futuro de la democracia en China se extienda a América latina.

Según el informe, en los próximos años “Beijing podría seguir un ‘Modelo Asiático de Democracia’, que consistiría en elecciones a nivel local y un mecanismo de consulta electoral a nivel nacional, con el Partido Comunista reteniendo el control del gobierno central”)

El trabajo del centro de estudios de largo plazo de la CIA no auguraba específicamente la exportación del modelo político chino a otros países, pero en su sección sobre América latina alertaba sobre la creciente inconformidad en la región con los resultados de la democracia, y el incremento del descontento por el aumento de la delincuencia en las grandes ciudades.

“Expertos en la región (latinoamericana) auguran sobre el creciente riesgo de que surjan líderes carismáticos populistas.., que podrían tener tendencias autoritarias.”’ No hay que ser un genio para sospechar que, para los autoproclamados salvadores de la patria en América latina, el modelo de democracia asiático —un capitalismo de Estado con un discurso de izquierda y sin libertades políticas— resultará mucho más atractivo que el modelo democrático occidental.

En China, contrariamente a lo que dicen los funcionarios oficiales, no hay democracia ni libertad de prensa. El Partido Comunista es el órgano rector del gobierno. Todos los periódicos son oficiales y están manejados por el Departamento de Propaganda del Partido Comunista.

Y aunque son mucho más modernos y entretenidos de lo que eran los periódicos soviéticos, o de lo que son los cubanos, se dedican a resaltar los temas que le interesa difundir al gobierno, y a censurar los que no quiere que salgan a la luz.

El China Daily, que leí de cabo a rabo durante todos los días de mi estancia en China, contiene una enorme variedad de artículos bien documentados y escritos como el mejor periódico de los Estados Unidos o Gran Bretaña. Incluso no es inusual que incluya artículos que critiquen tal o cual política gubernamental, o columnas que llamen la atención del gobierno sobre problemas ambientales o de corrupción que todavía no han sido atendidos, o que traiga malas noticias económicas o políticas.

Pero el periódico dirigido a la comunidad extranjera en China está claramente destinado a dar una imagen de modernidad, apertura económica y capitalismo, para que los inversionistas actuales y potenciales se sientan cada vez más cómodos con el “milagro chino”. Las buenas noticias aparecen en primera plana. Las malas noticias, cuando salen, están en las páginas interiores, en breve. Sin embargo, brillan por su ausencia los temas que más preocupan a la dirigencia china: las críticas de los grupos internacionales de derechos humanos sobre los miles de fusilamientos anuales, el trabajo infantil, la secta religiosa Falun Gong y la ocupación del Tíbet.

Una noche, mientras navegaba en Internet en el cuarto del hotel Jianguo de Beijing antes de salir a cenar, decidí averiguar por mí mismo cuánta información del mundo exterior podían recibir los chinos. Traté de abrir la página de Amnesty International, para ver silos chinos con acceso a Internet —que ya suman 80 millones, según el propio gobierno— podían averiguar lo que decía la organización de derechos humanos sobre su país.

Sin embargo, no lo conseguí: en lugar de la página de Amnesty International salió una página diciendo que “This page cannot be displayed” (“Esta página no puede ser desplegada”), como suele ocurrir cuando uno no puede acceder a un sitio de Internet por motivos técnicos. Hice la prueba con otros grupos de derechos hu­manos, como Human Rights Watch, sin mejor suerte.

Lo mismo me ocurrió cuando traté de entrar en organizaciones ecologistas, como Greenpeace, o cuando intenté abrir www.state.gov, la página del Departamento de Estado de Estados Unidos que tiene información crítica sobre los abusos a los derechos humanos y las políticas ambientales de muchos países, incluyendo a China.

Acto seguido, hice el mismo ejercicio con medios de prensa occidentales. Traté de ingresar en el sitio de The Miami Herald, a ver si podía encontrar alguna de mis columnas. Imposible. La revista Time, lo mismo. La BBC, la misma cosa. Curiosamente, pude entrar en la pági­na de The New York Times.

Más tarde, cenando con un diplomático lati­noamericano, me enteré de cómo funciona el sistema de censura en China: hay sitios de Internet que están totalmente bloqueados, y otros que el gobierno permite —para que la gente no se desconecte del resto del mundo— pero bloqueando informaciones políticamente inconve­nientes para el régimen.

“Tú puedes leer todo lo que quieras en The New York Times, menos cuando sale algún artículo crítico de China”, me dijo el diplomáti­co. Cuando el periódico saca un artículo negativo sobre China, la página correspondiente desaparece como por arte de magia, aunque el resto del periódico puede ser leído sin problemas.

Y cuando algún internauta travieso crea una página sustituta para que la gente pueda leer una noticia censurada, y la dirección del nuevo sitio es transmitida por una cadena de e-mails, el gobierno no tarda más de cinco minu­tos en bloquearla.

Según la estimación generalizada en círculos diplomáticos occidentales en Beijing, China tiene más de 30 mii agentes dedicados exclusivamente al bloqueo de páginas de Internet. “No te olvides de que si algo sobra en este país, es la mano de obra”, me explicó el diplomático latinoamericano esa noche.
Probablemente no exageraba: un estudio del Centro Berkman de la Escuela de Leyes de la Universidad de Harvard buscó más de 204 mil sitios de Internet a través de los buscadores Google y yahooen China, y encontró que 19 mil de ellos estaban bloqueados.

Según el estudio, prácticamente todos los sitios que contienen las palabras “democracia”, “igualdad”, “Tíbet” o “Taiwan” asociados con China son inaccesibles en ese país._Y si se renuevan las páginas de Internet al día siguiente, con una nueva dirección, desaparecen a los pocos minutos.

Según Amnesty International, en 2004 había por lo menos 54 personas en China que habían sido detenidas o cumplían penas de prisión de entre 2 y 14 años “por diseminar sus creencias o información a través de Internet”)8 Como para que no me quedara ninguna duda sobre el sistema policiaco imperante en China, el diplomático latinoamericano agregó con naturalidad: “No te quepa la menor duda de que ya han entrado en tu cuarto de hotel, revisado todos tus papeles y hecho copias de todo lo que tienes en la computadora. En eso, el comunismo sigue vivo como nunca.

Seguridad sin derechos humanos

En las grandes ciudades chinas, a diferencia de las latinoamericanas, no hay grandes problemas de delincuencia. Aunque no logré aprender más que tres palabras básicas en chino —“por favor, “gracias” y “si —‘ tanto los funcionarios chinos como mis colegas occidentales que viven en China me dijeron que podía caminar por la calle o tomar un taxi sin problema a cualquier hora del día o de la noche.

Nadie sabe cuál es el secreto de la relativa seguridad personal que existe en las ciudades chinas, pero todo el mundo lo sospecha: las penas para la delincuencia son draconianas, o mejor dicho bárbaras. Aunque el gobierno chino hace lo imposible para que las informaciones sobre los fusilamientos no se filtren al exterior, las ejecuciones son utilizadas como medidas ejemplares, y por lo tanto son casi públicas en el interior del país.

Según me relató un diplomático occidental, en muchos casos las madres son invitadas al fusilamiento de su hijo, y se les permite escoger la bala con que será ejecutado, para que al regreso a su pueblo se enteren todos sus vecinos. Cuando les pregunté a otros diplomáticos y periodistas en Beijing si esta historia era cierta, casi todos me dijeron que era imposible saberlo, aunque muchos agregaron que era bastante probable.

Según Amnesty International, hay más fusilamientos por año en China que en todos los demás países del mundo juntos. “De acuerdo con un estimado basado en documentos internos del Partido Comunista Chino, hubo 60 mii ejecuciones en los cuatro años que van de 1997

Las promesas de inversión: ¿realidad o fantasía?

Desde fines de 2004, cuando el presidente chino Hu Jintao hizo una gira de casi dos semanas por la Argentina, Brasil, Chile y Cuba, camino a una cumbre de la Asociación de Cooperación Económica del Asia-Pacífico (APEC) en Santiago de Chile, se habían creado enormes expectativas de un auge en las relaciones económicas con China en todos los países por los que pasó. No era para menos.

El presidente chino pasó más tiempo en América latina ese año que el propio presidente Bush. Y a las pocas semanas, el vicepresidente chino Zeng Qinghong viajó a México, Venezuela y Perú, donde se quedó más tiempo de lo que el vicepresidente norteamericano Dick Cheney había estado en América latina en los últimos cuatro años.

El presidente Hu prometió el oro y el moro a sus anfitriones, y &u extensa visita sin duda demostraba un nuevo interés de China por la región. Sin embargo, algunos presidentes latinoamericanos, o sus ministros, se dejaron llevar por el entusiasmo y creyeron escuchar más de lo que el mandatario visitante estaba ofreciendo.

Quizá porque se expresó mal, o por un error de traducción, o por una interpretación demasiado optimista de sus anfitriones, el presidente Hu generó enormes titulares al decir —supuestamente— en un discurso ante el Parlamento brasileño el 12 de noviembre de 2004 que China invertiría 100 mil millones de dólares en América latina en los próximos diez años. “China quiere invertir 100 mil millones en América latina hasta el año 2014”, gritaba un titular eufórico de Folha de Silo Paulo.

En la Argentina, el periódico Clarín titulaba a toda página: “China promete invertir en América latina 100 mil millones de dólares”. El subtítulo afirmaba que el presidente chino había asegurado que “se llegará a esa cifra en los próximos diez años”. Era una cifra suficiente como para sacar del pozo a la Argentina y a varios de sus vecinos, decían con entusiasmo los periódicos. La fiebre por la potencial ola de inversiones chinas fue tal que los medios argentinos reportaron un crecimiento meteórico del estudio del idioma chino, que había subido de la noche a la mañana de un puñado de estudiantes a más de seiscientos.

en China, Kirchnner y el presidente de China

Pero lo cierto es que, según me aseguró el gobierno chino, la cifra real de posibles inversiones chinas en América latina en los próximos años será muchísimo menor: con suerte, llegará a 4 mil millones de dólares, o sea que será un 96 por ciento menos de lo que había augurado la prensa sudamericana.

Todos los funcionarios chinos, advertidos de antemano de que les haría esa pregunta —el Ministerio de Relaciones Exteriores me había pedido que entregara mis principales preguntas por escrito con anticipación, para que los funcionados pudieran prepararse mejor—, me respondieron con una sonrisa que las expectativas de inversiones chinas en América latina habían sido sobredimensionadas.

Cuando le pregunté al señor Zhou, del Ministerio Nacional de Desarrollo y Reforma, sobre los supuestos acuerdos de inversión por 100 mil millones de dólares, me respondió que esos informes eran “exageraciones” de la prensa. "Yo también leí esos artículos de prensa”, comentó con una sonrisa. “Por lo que sé, no hay nada de eso. No tengo idea cuál fue la fuente de esa noticia.”

Días más tarde el señor Hu, mi acompañante oficial, me entregó una respuesta por escrito del Ministerio de Relaciones Exteriores a mi pregunta sobre cuánto sería el monto probable de inversiones chinas en América latina hasta el año 2010.

“Haremos lo posible por aumentar las inversiones, que creemos alcanzarán el doble de las actuales a fines de la década”, decía el documento. Las inversiones directas actuales de China en la región, según el propio gobierno, eran de 1.600 millones de dólares.

Fuente Consultada: Cuentos Chinos de Andrés Oppenheimer Analista Político de la CNN

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