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En 1989 Francia celebró con bombos y
platillos el segundo aniversario de la Toma de la Bastilla, que se ha
constituido en el símbolo convencional que marca el inicio de la
Revolución Francesa. Ya había empezado en realidad desde el 5 de Mayo de
1789 cuando estaban reunidos en Versalles los Estados Generales , que el
día de la inauguración se separaron al giro de Viva el Rey!. Los distintos
Estados se mandaron embajadores: el Estado Llano invitó a los dos
restantes (el Clero y la Nobleza) a unirse con él.
Algunos diputados
sueltos de los Estados privilegiados respondieron; con ellos, el 17 de
junio, el Estado Llano se proclamó Asamblea Nacional, y decidió que el día
en que se disolviera cesaría en toda Francia la percepción de impuestos
que no hubieran sido votados por ella. Los diputados retomaban el viejo
principio: “No hay impuesto sin representación”. Era una medida audaz, que
marcaba el ritmo de los tiempos en curso.
El 23 de junio Luis XV1 quiso
cerrar la Asamblea: el Estado Llano resistió, el rey terminó por ceder y
dispuso la reunión de los tres órdenes. Pero el 11 de julio, un nuevo tour
deforce en la Corte impuso al partido de la Reina y destituyó al ministro
de Hacienda, Necker. Un día más tarde la noticia llegó a París. El pueblo
temía un golpe de Estado y la ciudad se llenó de rumores.
El pan
escaseaba. En los jardines del Palais Royal. Camille Desmoulins se trepó a
una silla y anticipándose a La Marsellesa, gritó: ¡a las armas! El 13 de
julio el pueblo saqueó las armerías, trató de forzar los arsenales, sacó
del Palacio de los Inválidos veintiocho mil fusiles y cinco cañones y,
habiéndose enterado de que los depósitos de pólvora habían sido
trasladados a la Bastilla, empezó a concentrarse a su alrededor. El 14 de
julio comenzaba.
Mientras la Revolución empezaba a desplegar
su violenta y temible dinámica, se retomaba un viejo sueño de la Academia
Francesa de Ciencias: basar los sistemas de medida en un standard
permanente. En 1790, la Asamblea Constituyente aprobó la propuesta de
Talleyrand de que se estudiara un sistema de nuevas unidades de pesas y
medidas que sirviera para todas las naciones. Muy francesamente, se
decidió adoptar como unidad de longitud una diez millonésima de la
distancia entre el Polo Norte y el Ecuador, calculada sobre el meridiano
que cruza París: el metro. Dos ingenieros, Jean Delambre y Pierre Méchain,
se esforzaron por medir rigurosamente la distancia entre Dunkerque y
Barcelona, a partir de la cual la Academia podría calcular lo demás. Los
avatares de la Revolución destruían el antiguo orden: la Asamblea
Constituyente dio paso a la Legislativa, y ésta a la Convención; Francia
se transformaba en República. Luis XVI y María Antonieta subieron al
cadalso.
La tarea de Delambre y Méchain fue larga y
penosa: llevó seis años. Cayó Danton; luego Robespierre (27 de julio de
1794). El nuevo orden necesitaba una nueva manera de medir el mundo. Por
ley del 7 de abril de 1795 (18 Germinal del año III), la República adoptó
el sistema métrico decimal; el metro sería la nueva vara de medir:
libertad, igualdad, fraternidad. El Directorio, y más tarde el Consulado,
prepararon el camino del Imperio. Se fabricó una barra de platino e
iridio, que fue depositada en la Oficina Internacional de Pesas y Medidas
de Sévres, cerca de París. Sobre la barra, se grabaron dos finísimas
marcas: la distancia entre esas dos marcas definía el metro. Este metro
patrón sobrevivió a la República, al Imperio y a la Restauración. En
verdad, reinó indiscutido durante casi doscientos años.
En 1983, en la Conferencia Internacional de
Pesas y Medidas, en París, el metro patrón fue derrocado y redefinido como
!‘la distancia recorrida por la luz en el vacío durante 1/299.792.458 de
segundo”. Así, la unidad de longitud queda subordinada a la unidad de
tiempo, bajo la férrea vigilancia de una de las constantes universales: la
velocidad de la luz en el vacío, que según la teoría de la relatividad de
Einstein es la misma, medida desde donde se mida, desde cualquier sistema
de referencia posible en el universo.
Dista de ser una curiosidad. El deseo de
universalidad de quienes quisieron basar el sistema de medidas en las
dimensiones de la Tierra, el metro de la República Francesa —Una e
Indivisible— calculado en función del meridiano de París, cedió al anhelo
cósmico de una época que considera haber descifrado una de las claves
maestras de la naturaleza, y a la que el standard del siglo XVIII le
parece poco: el metro debe ser definido en función de algo verdaderamente
universal como la velocidad de la luz en el vacío. El propio Napoleón
había dicho: “Las conquistas serán olvidadas, pero el sistema métrico
pasará a los siglos venideros.”
El 14 de julio de 1789, el rey de Francia se
dedicó a la caza durante todo el día; luego, fatigado, se fue a acostar.
El 15 por la mañana el duque de Liancourt lo despertó y le relató los
acontecimientos de París. Es una revuelta?”, preguntó Luis XVI. “No,
Majestad”, contestó el duque, “es una revolución”. |