Cuentos Cortos: La Infiel Javier Mendez

LA INFIEL

Cantaba tangos en un cabaret de cuarta, de esos que abundan en calle Junín.

Su fuerte era “La Infiel”, de Ternengo y Baldassini. Los que frecuentaban el lugar comentaban que le ponía tanto

 sentimiento a esa canción por un asunto de polleras que en sus años de juventud lo había marcado a fuego.

Cuando alguien se le acercaba a preguntarle por la verdad de ese costado autobiográfico de la interpretación, el tipo los miraba con aire enigmático y balbuceaba cualquier respuesta incoherente, capaz de dejar desorientado hasta al más curioso. El whisky berreta y el afán del resto de pasar por “entendidos” de los códigos de la noche, hacían lo demás.

Con lo que sacaba de los dos shows, a las dos y a las cuatro de la mañana, le alcanzaba para pagar mal y tarde el alquiler de la pocilga. Tenía cuenta en el cabaret. Le hubiera alcanzado, pero lo jodían, o sospechaba, porque se perdía en el séptimo fernet y a partir de ahí no llevaba la cuenta de los tragos como parta discutir.

Todas las madrugadas, cuando llegaba a la pensión, cumplía con el mismo rito. Abría la puerta desvencijada ayudándose con un empujón del pie (había una baldosa levantada que la trababa de abajo), colgaba la llave de la trompa erguida de un elefante de yeso pintado de marrón y cubierto de polvo gris que había ganado en una noche triunfal, tumbando tarros con pelotas de media y trapo en la kermesse del barrio,  le daba un beso a ella y se tiraba en el colchón del suelo a fumar el último cigarrillo.

Después de todo, se decía, él no era más infeliz que los tipos que tiraban la guita en el cabaret donde cantaba. Seguro que flor de despelote tenían con sus mujeres como para caer ahí, o que eran almas solitarias que no habían encontrado su par. “En una de esas la regla no es que tiene que haber almas gemelas sino, como ocurre casi siempre, nacemos únicos, incompletos e infelices”, pensaba. Pero ese no era su caso. Ella estaba allí, con su mirada fría, y él estaba seguro de que no lo abandonaría nunca. De eso estaba completamente seguro y le bastaba. En esas divagaciones solía dormirse.

   Una noche faltó al cabaret. Al día siguiente, a la tardecita, cuando el dueño lo mandó a buscar, vieron por la ventana su cabeza en el colchón, ya con un tono amarillento. Parece que se murió tranquilo, durmiendo.

Lo curioso no fue encontrarlo así, final previsible si se quiere, sino el hallazgo del otro cadáver, según los informes de la policía, de una mujer joven muerta  aproximadamente veinte años atrás, que descansaba en el roperito casi vacío de la habitación.

Entre la poca ropa del tipo encontraron la libreta de enrolamiento para hacer los trámites de rigor. Se llamaba Evaristo Ternengo Baldassini.


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