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Olimpíadas
A
los griegos les encantaba matarse entre sí, pero además de la guerra
practicaban otros deportes. Competían en la ciudad de Olimpia, y mientras
las olimpíadas ocurrían, los griegos olvidaban sus guerras por un rato.
Todos desnudos: los corredores, los atletas que arrojaban la jabalina y el
disco, los que saltaban, boxeaban, luchaban, galopaban o competían cantando.
Ninguno llevaba zapatillas de marca, ni camisetas de moda, ni nada que no
fuera la propia piel brillosa de ungüentos.
Los campeones no recibían medallas. Ganaban una corona de laurel, unas
cuantas tinajas de aceite de oliva, el derecho a comer gratis durante toda
la vida y el respeto y la admiración de sus vecinos.
El primer campeón, un tal Korebus, se ganaba la vida trabajando de cocinero,
y a eso siguió dedicándose. En la olimpíada inaugural, él corrió más que
todos sus rivales y más que los temibles vientos del norte.
Las olimpíadas eran ceremonias de identidad compartida. Haciendo deporte,
esos cuerpos decían, sin palabras: Nos odiamos, nos peleamos, pero todos
somos griegos. Y así fue durante mil años, hasta que el cristianismo
triunfante prohibió estas paganas desnudeces que ofendían al Señor.
En las olimpíadas griegas nunca participaron las mujeres, los esclavos ni
los extranjeros.
En la democracia griega, tampoco.
Fuente Consultada: Espejos de Eduardo
Galeano
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