Los filósofos dan
menos crédito a los aparecidos que a ninguna otra cosa; si, no obstante
el extraordinario hecho que voy a relatar, suceso respaldado por la firma de
varios testigos y registrado en archivos respetables, este suceso, repito, gracias
a todos estos títulos y a los visos de autenticidad que tuvo en su momento,
puede resultar digno de crédito, será preciso, a pesar del escepticismo
de nuestros estoicos, convenir en que si bien no todos los cuentos de resucitados
son ciertos si que contienen, al menos, elementos realmente extraordinarios.
La corpulenta señora
Dallemand, a la que todo París conocía en aquel tiempo como mujer
alegre, cordial, ingenua y de agradable trato, vivía desde que se había
quedado viuda, hacía más de veinte años, con un tal Menou,
hombre de negocios que habitaba cerca de Saint-Jean-en-Greve. La señora
Dallernand se hallaba cenando un día en casa de una tal señora
Duplatz, mujer de carácter y medio social muy parecidos al suyo, cuando
a la mitad de una partida que habían iniciado después de levantarse
de la mesa un criado rogó a la señora Dallemand que pasara a una
habitación contigua, pues una persona amiga suya deseaba hablarle enseguida
de un asunto tan urgente como esencial; la señora Dallemand le contesta
que espere, que no quiere echar a perder su partida; el criado vuelve de nuevo
a insistir de tal manera que la dueña de la casa es la primera en obligar
a la señora Dallemand a ir a ver lo que quieren de ella. Sale y se encuentra
con Ménou.
- ¿Qué asunto
tan urgente - le pregunta - puede obligaros a molestarme de esta forma viniendo
a una casa en la que ni siquera saben quien sois?
- Un asunto de vida o muerte,
señora - contesta el agente de cambio -, y podéis estar segura
de que había de ser como os digo para poder obtener el permiso de Dios
y venir a hablar con vos por última vez en mi vida...
Ante estas palabras, que
no correspondían a un hombre muy en sus cabales, la señora Dallemand
se sobresalta, y al observar con detenimiento a su amigo, al que no veía
desde hacía varios días, viéndole pálido y desfigurado,
se asusta más aún.
- ¿Qué os
pasa, señor? - le pregunta -. ¿Cuál es la razón
del estado en que os veo y de los siniestros hechos que me anunciais... explicadme
al instante qué os ha ocurrido.
- Nada que no sea normal,
señora - responde Menou -. Tras sesenta años de vida no quedaba
ya más que llegar a puerto; gracias al cielo ya he llegado. He pagado
a la naturaleza el tributo que todo hombre le debe, únicamente siento
haberme olvidado de vos en mis últimos momentos y por esa falta, señora,
es por lo que vengo a pediros perdón.
- Pero, señor, ¿estáis
desvariando? Ese desatino no tiene ni pies ni cabeza. O vos recobráis
la razón o yo me veré obligada a pedir auxilio.
- No lo hagáis,
señora. Esta inoportuna visita no será larga, estoy agotando el
plazo que me concedió el Eterno; escuchad, pues, mis últimas palabras
y luego nos despediremos para siempre... Yo he muerto, señora, os lo
repito, pronto podréis comprobar la veracidad de lo que os digo. Me había
olvidado de vos en mi testamento y vengo a reparar mi falta; tomar esta llave,
id enseguida a mi casa; detrás de la cabecera de mi cama hallaréis
una puerta de hierro, abridla con la llave que os doy y coged el dinero que
hay en el armario que cierra esa puerta; mis herederos ignoran la existencia
de esa suma. Vuestra es, nadie os la disputará... Adios, señora,
y no me sigais...
Y Ménou desapareció.
Es fácil imaginar
en qué estado de excitación volvió la señora Dallemand
al salón de su amiga; le resultó imposible ocultar el motivo...
- Toda esta historia bien
merece una comprobación - le dijo la señora Duplatz -, No perdamos
un instante,
Piden los caballos, suben
al coche y marchan a casa de Ménou. El estaba en la entrada, tendido
en su ataúd; las dos mujeres suben a las habitaciones, la amiga del dueño
de la casa, a la que conocen demasiado bien para impedirselo, recorre todos
los dormitorios que desea, da con la puerta de hierro, la abre con la llave
que le habían dado, encuentra el tesoro y se lo lleva consigo.
Vemos aquí pruebas
de una amistad y de un agradecimiento que no se prodigan muy a menudo y que,
por más que los aparecidos nos espanten, estaremos al menos de acuerdo
en que deben hacer que les perdonemos el terror que nos causan a cambio de los
motivos que les traen ante nosotros.