Todo el mundo conoció
a principios de este siglo a la señora presidente de C..., una de las
mujeres más agradables y bonitas de Dijon, y todos la han visto acariciar
y acoger públicamente en su lecho a la serpiente blanca que va a ser
la protagonista de esta anécdota.
- Este animal es el mejor
amigo que tengo en el mundo - le comentaba un día a una dama extranjera
que había ido a verla y que mostraba curiosidad por conocer la razón
de las atenciones que la bella presidente prodigaba a su serpiente -. En otro
tiempo amé apasionadamente - prosiguió ésta -, señora,
a un joven encantador que se vio obligado a alejarse de mí para ir a
cosechar laureles; al margen de nuestros encuentros convenidos, él me
había pedido que, siguiendo su ejemplo, a unas horas determinadas nos
retiráramos cada uno por nuestro lado a algún paraje solitario
para no ocuparnos de nada en absoluto más que de nuestra ternura. Un
día, a las cinco de la tarde, cuando iba a recogerme en un pequeño
pabellón al extremo de mi jardín, para serle fiel en mi promesa,
convencida de que ningún animal de esta clase hubiera nunca podido penetrar
en el jardín, de pronto descubrí a mis pies a este encantador
animalillo, al que, como bien podéis ver, idolatro. Quise huir; la serpiente
se tendió delante de mí, parecía pedirme perdón,
parecía asegurarme que bien lejos estaba de querer hacerme ningún
daño; me paro, la observo; al verme tranquila se acerca, hace cien cabriolas
a mis pies, unas más de prisa que las otras; no puedo contenerme y le
paso mi mano por encima, con su cabeza la acaricia delicadamente, la cojo y
la pongo sobre mis rodillas, se arrebuja en ellas y parece que duerme. Una sensación
de inquietud se apodera de mi... De mis ojos se escapan, a pesar mío,
unas lágrimas que bañan a este animalillo encantador... Despertada
por mi dolor, me mira..., gime..., alza su cabeza hasta mi seno..., lo acaricia
y de nuevo se desploma anonadado... ¡Oh, cielos - grité -, todo
se ha acabado; mi amante ha muerto! Abandoné aquel funesto lugar llevando
conmigo a esta serpiente, a la que un misterioso sentimiento parece ligarme
a pesar mío... Advertencias fatales de una voz desconocida cuyos ecos,
señora, podéis interpretar como os guste, pero ocho días
más tarde recibo la noticia de que mi amante había sido muerto
en el preciso instante en que apareció la serpiente; nunca he querido
separarme de este animal; sólo a mi muerte me abandonará; después
de aquello me casé, pero con la explícita condición de
que no la apartaría de mi lado.
Y tras estas palabras la
gentil presidente cogió la serpiente, la recostó contra su seno
y le hizo dar, como si fuera un podenco, cien vueltas delante de la dama que
la interrogaba.
¡Oh, Providencia!,
si esta aventura es tan cierta como lo asegura toda la provincia de Borgoña,
¡qué inexcrutables son tus designios!