Esta novela está basada en el libro del mismo autor, titulado “LA
COLINA DE LA MUERTE”, en el cual se narran las memorias y vivencias de unos
exiliados españoles durante el período de 1937 a 1945. El lector podrá apreciar
cómo las circunstancias de la época que les tocó vivir a los exiliados entre
los que se encontraban FERMÍN ARCE y su familia, les obligaron a sufrir un penoso e inolvidable calvario, y este
relato tiene por principal finalidad divulgar su conocimiento para que
situaciones similares no se repitan jamás. Sin pretender que por sí solo esa
ambición se logre, al menos en la esperanza del autor queda la satisfacción de contribuir a ello. Está basada en hechos
reales.
La historia comienza ya iniciada la Guerra Civil española, cuando
eran reclutados voluntarios, jóvenes que no habían hecho el servicio militar y
otros de la reserva. Entre estos últimos se encontraba Fermín Arce, de 36 años,
residente en el País Vasco. Era una persona de una cultura superior a la media
de aquella época y de un sentido ético muy profundo; sin creencias religiosas,
pero con un amor al prójimo excepcional, que era apreciado inmediatamente por
quienes le conocían.
( Reservados todos
los derechos)
CAPITULO
1º
Nos encontramos en un barrio de Las Arenas
(Romo), en el ático de una casita de la calle Caja de Ahorros, donde viven
Fermín Arce con su esposa Teresa Fernández y sus hijos José, Edmundo y Armando.
Fermín tiene treinta y seis años, Teresa treinta y cuatro y los hijos catorce,
doce y diez respectivamente.
Están todos en la cocina y Fermín y Teresa
ocupados en recoger algunos enseres colocándolos en una bolsa de viaje.
-Bueno, Tere, -le dice Fermín con aire
decidido- ya ha llegado el momento. Como hemos dicho tantas veces, yo no
puedo quedarme aquí, con los brazos cruzados esperando que acabe esta guerra.
Siempre he defendido la República y es hora de hacerlo más activamente.
-Fermín: -le responde su esposa, con aire
de no estar convencida de la conveniencia de tal decisión –entonces...
¿estás decidido? ¿ya te vas? ¿no cambias de opinión?
-¡No! No cambio de opinión. Voy a presentarme
voluntario hoy mismo. Si se perdiera la guerra, a mí me perseguirían
igualmente. Ten en cuenta que yo voy por convicción. Los jóvenes soldados que
la están defendiendo, lo hacen en su mayoría, sólo por obligación.
-Bueno. Aquí te he preparado lo que creo más
necesario –le contesta al mismo tiempo que va colocando algunas ropas en el
equipaje.
Sus hijos, José, Edmundo y Armando les
observan inquietos, sin entender lo que está ocurriendo.
José, el mayor de los tres, se dirige a su
padre y le pregunta:
-Papá ¿tardarás en volver?
El segundo, Edmundo, le dice:
-¿Irás lejos?
Y el pequeño, para no ser menos, tirándole de
la chaqueta le pregunta:
-¿Por qué te vas?
Así, acosado por estas y otras preguntas,
mientras siguen ordenando ropas en la maleta, les contesta:
-Mirad, hijos, no tengo respuestas para
vuestras preguntas. Pero tenéis que saber que papá debe ir a una guerra que no
debía haberse producido. Vosotros quedaos tranquilos, que pronto se acabará y
volveré a casa. Sed buenos y no hagáis enfadar a vuestra madre.
A lo que José comenta:
-Eso sí que es difícil, porque no se enfada
nunca...
Fermín y Teresa sonríen porque reconocen
que así es, ya que Teresa posee un carácter muy tranquilo y afable, y que sólo
en casos extremos es capaz de demostrar estar malhumorada. Se abrazan mientras
Fermín le dice en voz baja:
-¡Bueno! Ahora no llores, que no me va a pasar nada.
Pronto volveré.
Al despedirse ya en el descansillo de la
escalera, Teresa hace una pregunta que encierra una duda interna:
-¿Nos volveremos a ver?
Su marido se apresura a contestarle:
-¡Pues claro! Tú cuídate y cuida de los
peques.... ¡Adiós!
Abajo, en la calle, un grupo de milicianos le
esperan para montar en una camioneta que les conducirá hacia el frente.
Durante el viaje se paran varias veces para
recoger a otros voluntarios. Media hora más tarde ya han llegado a su destino,
un improvisado campamento del País Vasco, en el que están reclutando
milicianos voluntarios.
Al corresponderle
su turno, Fermín se acerca al oficial
que está sentado junto a un ayudante y rodeados
de unos soldados, cuyos uniformes eran todo menos “uniformes”.
Dirigiéndose a Fermín le dice
el oficial:
-O sea, que te llamas Fermín Arce Rioja, tienes 36 años
y estás casado.
-Sí, bueno... tengo mujer y tres hijos. El mayor de quince
años.
-¿Y qué sabes hacer... además?
-Soy ebanista
-Aquí eso no es muy
útil, ¿sabes leer y escribir?
-¡Ah! Eso sí. Yo suelo escribir panfletos de la CNT
-¡Hombre! Por fin alguien con cultura. Anarquista ¿no?.
Pues bien, desde ahora quedas nombrado reportero. Tú no
necesitas fusil. Ten este vale para que te entreguen una pistola.
Utilizarás sobre todo lápiz y papel.¡Ten!. La
Historia se hace con las armas pero se escribe con ellápiz.
Ahora dirígete a aquel almacén.
-¡Gracias, señor! Además a mí eso de matar no me agrada
en absoluto
-Ni a mí. Pero si hay que hacerlo, se hace.
-Yo haré siempre todo lo posible por España y nuestra
República.
-¡Vale! Yo no te voy a dictar todo
lo que deberás hacer
de
ahora
en adelante. Sólo te diré que nos acompañarás y
tomarás notas de lo que observes. Aquí tienes un carnet de
periodista, te será
de utilidad; guárdalo bien.
No dejes de auxiliar a tus camaradas si lo necesitan.
Cada semana más o menos entregarás tus
folios al Comisario
Político o al oficial donde te encuentres.
También
escribirás y transmitirás sus mensajes.
Si caes prisionero,
destruye antes lo que poseas.
-Pero ¿cómo?, ¿quemándolo?
-¡O comiéndotelo!. Esas preguntas ni se hacen. ¡Puede
retirarse!
-¡A la orden, señor! –respondió
Fermín con un saludo, dirigiéndose a continuación hacia el barracón que servía
de almacén, para recoger lo indicado en el vale.
El oficial seguía llamando
.... ¡A ver!.... el siguiente......
Mientras
Fermín se dirige hacia el almacén, otro de los que estaban en el grupo que le
acompañó se acercó al oficial, y entre tanto el grupo de compañeros de Fermín
se van reuniendo a la espera de ser conducidos a su destino.
Comienza un crudo invierno del año 1937.
Entre columnas de soldados milicianos, de
aspecto cansado, va Fermín, en dirección hacia Santander y Asturias, asediados
por las bombas, los obuses y disparos del ejército nacional. En uno de los
vehículos van escuchando un aparato de radio de campaña. Tienen sintonizada la
emisión en la que, desde Radio Sevilla, el General Queipo de Llano se dirige al
ejército republicano. Entre otras cosas, con el fin de desmoralizar a los
soldados republicanos, decía en su discurso:
-“Rojillos”, y ¿ahora, qué? ¿Por dónde
pensáis salvaros? ¿por la mar? ¡Cuidado, que está el agua muy fría y podríais
resfriaros, sobre todo en la época otoñal en la que estamos! ¿Y cuántos os
arrojaréis a ella? Seguramente que muy pocos por no decir ninguno. Y los que os
atreváis a hacerlo no olvidéis que fuera del puerto del Musel hay embarcaciones
que os harán el honor de recogeros para saldar las cuentas pendientes que
tenéis con nosotros. Bien sabéis que cuando todavía os quedaba terreno para
correr os avisaba con tiempo suficiente, diciéndoos que os atarais bien las
alpargatas para que pudierais correr más a gusto. Pero ahora ni eso puedo hacer
por vosotros. Estáis metidos en una ratonera de la que será muy difícil que
podáis salir. Y lo peor es que al perder vuestra Asturias (La Roja) perdéis
vuestra ridícula leyenda de “luchadores indomables”.
Al terminar, emitían interpretada por un coro
de soldados, la canción del Cara al Sol.
Después de permanecer varios días en la
provincia de Asturias, el batallón recibe la orden de dirigirse hacia
Madrid.
Estando en El Jarama en unas trincheras junto
con una compañía de transmisiones, tratando de protegerse del tiroteo enemigo,
Fermín y otros soldados más jóvenes, algunos de unos diecisiete años, se
agazapan como pueden para evitar la lluvia de piedras y metralla que se les
viene encima. Cerca de ellos, entre una nube de polvo, destaca la figura de un
Comisario Político, alto, enfundado en un largo abrigo, moviéndose con
ligereza. Se trata de Mauro Bajatierra, que presencia cómo un joven soldado cae
herido por un disparo. Se acerca a socorrerle.
-Señor, por favor, ayúdeme a rezar mi última
oración para morir, que solo no lo sé –balbucea el soldado.
El Comisario se quedó confuso y enternecido
ante aquella súplica.
-¿Qué oración quieres que te ayude a rezar,
hijo mío? –le preguntó Mauro.
-El Padrenuestro, señor. Pero hágalo en
seguida que me siento morir.
A pesar de sus ideas opuestas a las creencias
católicas, acercándose aún más al pobre soldado comienza a recitar:
-Padre nuestro, que estás en los cielos,
santificado sea tu nombre.........
El joven había seguido y pronunciado las
primeras palabras. Luego, y como si aquellas solas le bastaban para estar
satisfecho con su conciencia, expira en silencio. El Comisario que le había
acogido entre su brazo y su pecho para que la sangre no le ahogara, dándose cuenta
del fin de aquella vida, le deposita con todo miramiento en el suelo al tiempo
que se desliza una lágrima por sus mejillas.
Un
capitán se acerca a ellos, y le dice:
-¿Qué es eso, Bajatierra, lloras?
A lo que Mauro, con toda sencillez le
contesta:
-Eso me pregunto yo, ¡No se puede ser
sensible en una guerra donde mueren tantos hombres cada día!
Fermín y sus compañeros han sido testigos de
la escena, y éste comenta:
-¿Hasta qué punto estaría convencido ese
chaval que su sacrificio merecería la pena? A sus años ¿qué sabría de política?
A lo que uno de los soldados de más edad le
responde:
-¡Qué razón tienes! Es para ponerlo en duda,
porque al menos nosotros luchamos con un convencimiento fruto de nuestra
experiencia... pero estos chavales.... ¿qué saben de la vida?
La mañana de este 5 de Mayo de 1937 ha
amanecido espléndida y apacible. Fermín y Carlos, un joven miliciano de unos
veinte años, van caminando presurosos por el borde de una carretera del País
Vasco, en las proximidades de un pueblo. Más lejos, a su izquierda, se ven los
muros de un cementerio.
Carlos le pregunta:
-Así que tienes que tomar notas de lo que ves
aunque parezca no tener importancia ¡Qué raro! ¿no?
-Pues sí, Carlos, pero eso no es todo.
También tengo que ayudar a los oficiales redactando y escribiendo sus mensajes
y partes. Y a menudo, hacer de mensajero. Es mejor que estar en el frente,
¿sabes?. Te aseguro, Carlos, que en primera línea y en las trincheras se pasa
muy mal. Piensas que en cualquier momento se van a acabar tus días. Aunque de todos modos nunca se sabe dónde estás
más seguro.
-Oye, Fermín ¿y tú crees que será posible que
esos militares insurrectos lleguen a ganar la guerra?
-Yo no lo veo nada fácil. Pero pienso que hay
regiones que no presentarán resistencia. Aquí, en el País Vasco no nos
derrotarán.. Nuestro Cinturón de Hierro parece que será una protección
inexpugnable.
-No ¡claro! Somos muchos a hacerles frente y
además el territorio tan montañoso es una de nuestras mejores protecciones.
Además Asturias, Cataluña, Valencia, Aragón y Madrid son regiones que también
sabrán defenderse.
-¡Hombre! Si los árabes no lograron
conquistarnos, no lo van a hacer ahora unos militares fanáticos.
-Y ¿qué me dices de esos comentarios que se oyen
sobre el apoyo que reciben de los alemanes e italianos? Y dicen además que
tienen aviación y barcos de guerra....
-Pues que son ciertos; pero ni aun así, ya
verás. Como dicen algunos, nosotros los republicanos somos tantos que hasta
sólo con piedras les venceríamos.
Su conversación se ve interrumpida
inesperadamente. Se oyen repicar las campanas del pueblo. Dirigen su mirada
hacia éste, fijando su vista en la torre de la iglesia con sus campanas
volteando.
Carlos exclama:
-¿Oyes, Fermín? están repicando las campanas
¿Qué pasará?
Fermín, nervioso, le responde:
-Que anuncian peligro de bombardeo.
Pongámonos a cubierto por si acaso, ahí, en esa acequia.
En su misma dirección y más adelante, una
mujer y un niño van recogiendo hierbas y plantas para alimentarse de las que
encuentran en el lindero de la carretera.
Cuando más interesados y atentos se
encuentran en la busca de esas hierbas, oyen las campanas de la torre de la
Iglesia del pueblo que comenzaron a voltear, anunciando la aproximación de los
aviones. Dirigen también sus miradas inquietas hacia la iglesia y a
continuación hacia el horizonte.
Mientras tanto Carlos y Fermín se han
protegido en la acequia ocultándose en
ella, pero asomando las cabezas para ver qué pasa.
Carlos observa el cielo y exclama:
-Tienes razón. Eran aviones. Mira, allí
vienen. Son cuatro.
-Voy a tomar notas. ¡Fíjate, Carlos! son
Junkers.
-¿Los conoces?
-Sí, no es la primera vez que los veo. Son
alemanes. Pero normalmente los utilizan para bombardeo, y aquí no hay nada que
les pueda interesar como objetivo militar. Irán de paso hacia las fábricas.
-¡Que no, dices! Pues mira lo que están
haciendo. ¡Vaya humaredas que se levantan!
Fermín saca un cuadernillo y un lápiz y
empieza a hacer anotaciones al tiempo que le dice:
-¿Te das cuenta por qué es importante que
tome notas de esto? Bombardean un pueblo. ¡Qué vil absurdo! ¡Si en él no quedan
más que ancianos, mujeres y niños!. Esto no lo había visto yo antes.
Se oye un enorme estruendo que hace temblar
la tierra, apareciendo una humareda negra en forma de espiral que se eleva
hasta el cielo. A esa explosión le siguen otras muchas, creando un ambiente
aterrador. Unas casas próximas aparecen envueltas en llamas. La madre y su hijo
quedan mudos de estupefacción.
-Oye Fermín, -le dice Carlos señalando
hacia el cielo- fíjate en ese avión que viene hacia aquí...
Se esconden más aún agachándose en la zanja, y continúa,
-¿Viste
aquella mujer y a un niño que nos precedían? Por Dios que salgamos todos
bien de esto.
Más adelante la madre y el niño, asustados,
se mueven nerviosos buscando dónde protegerse.
Aterrorizada, aquella madre grita a su hijo:
-¡Corre, hijo mío, corre a esconderte donde puedas, que ese avión
viene con intención de matarnos!
A lo
que su hijo le respondió, sin dejar de correr:
-Ya
corro, madre, pero ven tú también, aunque no veo otro lugar más que el
Camposanto para escondernos.
-Pues corre
hacia él y escóndete, que ya llegaré yo también.
De la escuadrilla de aviones uno se separa
del grupo dirigiéndose hacia ellos.
Apenas había pronunciado estas palabras cuando una ráfaga de
ametralladora disparada desde el avión la hace caer a tierra, no sin antes
abrir la boca como para decir algo. Pero lo único que sale de ella es una bocanada
de sangre.
Su
hijo, al oír el tableteo de la ametralladora, instintivamente vuelve la cabeza
al mismo tiempo que su madre cae muerta
a tierra, y se para de correr en dirección al Camposanto; rápidamente se vuelve
para socorrer a la que le dio el ser.
Cuando llega a ella ve que está envuelta en
su propia sangre y sin vida. Las facciones de su rostro se contraen
terriblemente, pero de su boca no sale un solo lamento ni un quejido de dolor.
Se yergue al oír que aquel maldito avión
viene en dirección de donde él está. Levanta su brazo con el puño de su mano
cerrado, amenazador, mientras que con el índice de la otra mano señala el
cuerpo inerte de su madre.
Y
cuando llega de nuevo el avión a situarse casi a su nivel, vuelve a oírse el
tableteo de sus ametralladoras sembradoras de la muerte. Sus balas penetran en
aquel frágil cuerpo y le hacen tambalearse primero y caer sin vida después,
cercano al cuerpo de su madre, asesinada como lo ha sido él.
En la
cuneta, Carlos se dirige a Fermín y comentan:
-¿Oyes? Nos está ametrallando
-Yo creo que no es a nosotros, además no nos
han podido ver. Llevamos un rato en este escondite y al no habernos movido es
muy difícil que nos hayan visto.
-A nosotros no, pero a ¿la mujer y al
niño?...
Absorto por la situación, con el gesto
claramente irritado y nervioso le contesta:
-¡Y siguen disparando!...¡no lo entiendo!
Momentos después, aun con el susto en el
cuerpo y echando una ojeada hacia los alrededores, se deciden a salir.
Fermín, más tranquilo exclama:
-¡Uff! Ya se ha ido. Pero ¿Por qué disparaba
si estábamos solos y ocultos?
-¡Que no, que no estábamos solos!.... piensa
en la señora y el niño... y no los veo... se habrán escondido... quizás en el
cementerio ese. ¡Vamos, corre... ojalá estén bien!.
Entre tanto y dentro de aquel avión en el que
van un piloto alemán y un copiloto franquista, se desarrolla una discusión a
veces agria y a veces violenta entre los dos a causa de aquellas dos muertes.
El copiloto español le pregunta:
-Pero ¿por qué?, ¿por qué has hecho eso? ¿Qué
mal te hacían esa mujer y ese mozalbete que iba con ella, si no iban armados ni
nos hacían ningún mal?
A lo que el piloto alemán le responde en un
castellano bastante perfecto, aunque con un acento muy marcado y en términos
tajantes, demostrando un convencimiento evidente de su correcto cumplimiento de
las órdenes militares a las que obedecía.
-¿Por qué? Porque estos y otros actos
corresponden a una razón táctica bien determinada por nuestro Führer en caso de
guerra. Pero ya que la suerte o la desgracia nos ha hecho compañeros de esta
campaña de guerra quiero hacerte una pregunta antes de contestar a las tuyas.
-¡Dime, dime!.
-¿Por
qué tu conducta de hoy, lamentándote de la muerte de esa mujer y de aquel
mozuelo que supongo sería su hijo, no es igual a la que observabas el 26 de
Abril cuando bombardeamos Guernica, destruyendo más de la mitad de esa ciudad y
matando muchas personas que gozosamente tú me ibas comentando, ensañándote con
las que intentaban salvarse, hasta terminar con sus vidas?
-Porque Guernica simboliza a un pueblo, una
idea y una raza que hace muchos siglos vivía libre con sus costumbres
colectivas y modalidades de solidaridad entre ellos, en las montañas de los
Bajos Pirineos, de las que más tarde descendieron distribuyéndose entre
Guipúzcoa, Vizcaya, Alava y Navarra, creando así las provincias llamadas
Vascongadas, con su idioma y libertades.
-¿Y qué?
-Te explico: Que en 1876 y por haberse
solidarizado con los Carlistas, el gobierno del rey Don Alfonso XII, como
castigo, les suprimió casi todos los fueros e independencia administrativa que
hasta entonces gozaron los Vascos.
-¿Entonces?
-Nuestro odio contra ellos es porque piden la
separación de Euzkadi del conjunto español, y es precisamente en La Sala de
Juntas, establecida en Guernica, junto al Arbol que simboliza sus creencias,
donde se toman todos los acuerdos de la táctica a emplear por el Partido
Nacionalista Vasco, creado en el siglo XIX por Sabino de Arana y Goiri, y que durante
el comienzo de esta guerra, el Gobierno les concedió la Autonomía del Estatuto
para el País Vasco, que solamente Navarra no quiso aceptarlo.
-Me parece que empiezo a entenderlo
-Nosotros como españoles no podemos aceptar
nunca ese peligro de desmembramiento Nacional, que sería el principio del fin
de nuestra España. Por eso demostraba yo mi alegría de poder destruir Guernica
y sus habitantes. ¿Está claro? ¿Lo comprendes ahora?
-Francamente no: Es decir, comprendo que queráis destruir Guernica
y apoderaros del poder político y ejecutivo de toda España, pero lo que no
comprendo es que demuestres una gran alegría viendo morir a cientos de personas
y te entristezcas, hasta el grado de insultarme, por haber matado a una mujer y
un mozalbete....
¡Y aunque no me lo has dicho claramente, para
tus adentros me consideras un asesino por haber matado madre e hijo, cuando
olvidas intencionadamente que tú y yo, y muchos cientos de seres más, somos
todos unos asesinos!
-Tómalo como quieras porque el hecho ya no
tiene remedio. Pero si alguna vez comentas lo sucedido, quiero que tengas
presente que enemigos o no de los que has matado, yo también tengo una esposa y
un hijo de más o menos la edad que ellos tenían. Si un día llegara a sucederles
la misma desgracia, creo que me volvería loco de dolor, porque los dos forman
parte de mi propia vida.
-Y
los de Guernica, ¿no tenían padres, madres, hijos o hermanos? ¡Oh!, ¡los
españoles; siempre románticos como el Quijote! Sin embargo y como al principio
te lo prometí, quiero decirte algo fundamental que nos distingue en una guerra
de vosotros los españoles. Vosotros matáis por odio o rencor, en tanto que
nosotros lo hacemos a causa de una técnica bien concebida y determinada por
nuestro Führer: la de ganar la guerra a base de puntualidad y disciplina.
-¿Qué tratas de decirme?
-Que
es necesario cambiar las tácticas empleadas en las guerras hasta ahora
-¿De qué manera?
-Que
para ello debemos herir al enemigo en aquello que más estima tenga,
destruyéndole sus Museos, sus pueblos, sus centros de producción industrial,
sus depósitos de cereales, sus familias; no dejando un momento de reposo a los
soldados atrincherados, bombardeándoles o cañoneándoles día y noche sin
interrupción alguna, impidiendo que el suministro de comida caliente pueda
llegar hasta ellos, para que sus estómagos se vean afectados por malestares o
diarreas. Esto es la táctica totalitaria de nuestro Führer, o si lo prefieres,
una guerra total, porque todo cuanto te he enumerado merma la moral del enemigo
y nos permite acometerle cuando y como nos lo ordene el Estado Mayor. ¡Ya; ya
tendrás ocasión de apreciarlo por ti mismo muy pronto, si no nos mata algún
obús antiaéreo y si terminamos esta guerra entre españoles antes del verano de
1939!.
-Y dime, todo eso que acabas de explicarme,
¿está dispuesto.....?
-¡Por
nuestro Führer!, (contesta enorgullecido).
Mientras tanto en tierra, Fermín y Carlos llegan jadeantes donde
yacen inmóviles los cuerpos de la madre y el niño.
Carlos, palideciendo súbitamente, exclama:
-¡Oh, Dios mío, los han herido!....¡Qué
horror! Están muertos. Los han asesinado.
Gritando hacia el cielo, Fermín exclama:
-¡Cobardes!
¡Criminales....., asesinos!
Y
dirigiéndose a Carlos le dice:
-Venga, ven, vamos al pueblo a buscar ayuda,
seguramente serán conocidos o encontraremos familiares o amigos que se
encarguen de su entierro.
Carlos se arrodilla junto a ellos y acaricia
a ambos como para que se sientan acompañados. Las lágrimas corren por sus
mejillas y se encuentra incapaz de incorporarse. Fermín le toma del brazo y le
anima a seguirle.
-¡No Fermín!, déjame que les haga compañía.
Ve tú solo.
Fermín se queda un momento pensativo y por
fin le dice:
-Tienes razón. Quédate; enseguida vuelvo. No
tardaré.
Y se dirige presuroso hacia el pueblo,
volviendo la vista dos veces hacia ellos, como inseguro.
CAPITULO 5º
En su largo peregrinar por la geografía
española, vivió unos largos días en
Aragón, y tras la derrota de la batalla del Ebro, salió con su compañía hacia
Barcelona.
Por el camino, un día Fermín estaba
comentando las noticias con otros soldados, leyendo en voz alta:
-.... al parecer nuestro Jefe de Estado dirigiéndose
a otros gobiernos extranjeros les ha dicho entre otras cosas, y quejándose de
su postura de “no intervención” en nuestra guerra, que......“si sacrificando a
España a las exigencias del fascismo internacional, único país hasta ahora que
ha servido de muro de contención a su avance en Europa creéis que vais a evitar
que él se lance al asalto y conquista de ella, os equivocáis de medio a medio”.
-Y continúa diciendo:
“El fascismo para que sea admitido con
entusiasmo por las masas, necesita de conquistas y éxitos territoriales. Sin
ellos, no tiene razón de ser, ni vida. Porque, ¿qué queda detrás de España para
oponerse a ese avance? ¡Nada, o casi nada como fuerza verdadera! Y por vuestra
ceguera para haberlo evitado, sufrirán muchos pueblos la destrucción y
persecuciones a las que el fascismo está acostumbrado a aplicar cuando entra en
ellos de triunfador”.
Estas palabras venían a confirmar un
reconocimiento de la situación general de retirada y derrota del ejército
republicano. Algunos albergaban aún la esperanza de que Barcelona y la región
valenciana se hicieran fuertes, pero en general la moral decaía a la vista del
desgaste sufrido en las últimas batallas.
Ya por el camino, antes de llegar a
Barcelona, ven que los soldados que se encuentran están en franca retirada.
Cada cual piensa sobre todo en salvar su vida, y la mayor parte van decidiendo
unirse a los grupos que se desplazan con sus familias y los enseres que pueden
acarrear, camino de la frontera francesa. Un grupo entona con cierta rabia una
canción:
Si tus armas son mejores
Son el precio de tu venta,
Para matar a españoles
Que a tus amos les
molestan.....
CAPITULO 6º
Es una interminable caravana de familias
enteras. Van desaliñados y cargados con ropas, bolsas, enseres diversos...
Entre un grupo va Fermín con su esposa y dos de sus hijos. Se les ve entre preocupados,
cansados, contentos.
Teresa le comenta a Fermín:
-¡Qué
bien que al fin hemos podido reunirnos y que estés sano y salvo después de todo
lo que has recorrido, de batalla en batalla... No sabes lo preocupada que
estaba. ¡Cuánto nos acordábamos de ti!... Y ¿tú? ¿ya te acordabas de nosotros?
-¡Cómo no iba a acordarme, Tere! Sabiendo
además que os encontrabais en una de las provincias más castigada por la
aviación y por el continuo cañoneo de los barcos de guerra que os asediaban
desde las proximidades. Y dime, es cierto que nuestro hijo Edmundo está bien.
¿Por qué no ha venido con vosotros? ¡No me ocultarás algo!
-¿Cómo voy a engañarte? ¡No podría!. Ya te he
dicho que ha quedado con mi hermana Eulogia y con Luis en su casa de
Portugalete. ¿Te crees que iba a estar yo aquí contigo tan feliz si le hubiera
ocurrido algo? Así que ya sabes que está en buenas manos y que será atendido
como un hijo. Además cuentan con el apoyo del resto de la familia. Y Luis, ya
sabes, sigue trabajando en la botica y es una persona muy conocida y
considerada en el pueblo. Como estuvo de enfermero en el frente, no ha sido
perseguido.. Además mantiene buenas relaciones con toda la gente y aunque sea
ateo y de izquierdas, todos le respetan. Hasta el Párroco gusta de discutir con
él de religión.
-Y de mis hermanos y hermanas de Sestao
¿tienes noticias?
-No; de ellos no supe nada, -le contesta
Teresa, y a continuación, cambiando de tema le dice:
-¿Sabes? Mi hermana Eulogia ha tenido otro
niño. Nació el cinco de enero pasado. Intentaron ir en barco hacia Francia pero
un barco de guerra, el Cervera, les obligó a desembarcar.
-¿No le habrán puesto Juan Carlos, como al
nieto de Alfonso XIII, que también nació ese día?.
-¡Claro que no!. Se llama Oscar. ¿Es que no
conoces bien a mi cuñado?
-Tere, lo decía de broma. A ver si nosotros
llegamos bien a la frontera, porque ya ves que la cosa se pone fea.
-Lo que no entiendo es que siendo ateos como
son se casaran por la iglesia y que piensen que nosotros debíamos haber hecho
lo mismo. Como es obligatorio....
-Pues yo en eso no pienso cambiar. Si no creo
¡no creo! Entonces ¿por qué me tengo que ver obligado a participar en esas
pantomimas? Fíjate, los curas se sienten aún más orgullosos cuando ven que un
comunista se arrodilla en la iglesia o al paso de sus procesiones y no digamos
cuando además las esposas van a confesarse regularmente. Es un triunfo: les
humillan y además se enteran de todo. Mira, quienes realmente han ganado la
guerra, pues ya creo que la hemos perdido, han sido los curas y no Franco y sus
militares.
-Es cierto. Esos sí que tienen controlado al
pueblo. Su falsa humildad y todos sus preceptos y normas se cumplen mejor y
pesan más que los impuestos por las leyes civiles.
Mientras tanto siguen la comitiva con sus
hijos José y Armando, que algunas veces se distancian jugando o buscando frutos
secos de los árboles de los linderos. Hace frío y a veces la lluvia les obliga
a cobijarse como pueden.
Los lamentos se oyen más que las conversaciones. De tiempo en tiempo aparece
algún avión ametrallando a la multitud y a veces hasta lanzándoles a mano,
como proyectiles, objetos diversos.
Fermín comenta con desilusión: -¡Y nosotros que creíamos que Barcelona
resistiría y no la podrían vencer!
A lo que Teresa, queriendo ver la parte
positiva, le dice:
-Por otra parte hay que reconocer que al
declararla ciudad abierta se han evitado muchas muertes.
-De acuerdo, pero también esto quiere decir
que la guerra está definitivamente perdida.
-Mira, lo que ahora tenemos que pensar es en
pasar la frontera, y ya en Francia estaremos a salvo. ¿Tú crees que llegaremos?
-¡Pues claro! Y ya sabes que los franceses
son muy hospitalarios. Dentro de unos días nuestros sufrimientos pertenecerán
al pasado: ya verás.
-¡Vaya tres años que llevamos! A ver si en
este que estrenamos se acaban las calamidades.
De
vez en cuando se paran para atarse los zapatos, sentarse e intercambiarse los
equipajes, beber agua, comer algo, etc. En uno de esos momentos, la
conversación vuelve a ser orientada hacia el recuerdo de la familia de Vizcaya.
Fermín pregunta: -Y ¿qué me dices de Pío y de tu hermana
Damiana?
-Pues sobre todo que cada año aumenta la
familia. Y fíjate cómo son, a su última hija le han puesto por nombre Libertad.
No sé cómo Pío se atreve a mostrar tanto sus ideas nacionalistas, pues yo creo
que ahora son más perseguidos que los rojos, que ya es decir. ¡Ah! Han
conseguido que tres de sus hijos sean acogidos por unas familias en Bélgica. A
menudo reciben noticias de los “señores” como dicen ellos, y al parecer están
muy bien.
-Bueno, ya verás. Nosotros también lograremos
establecernos en Francia. Se dice que son muy hospitalarios. Yo podré trabajar
de ebanista o carpintero. Ya sabes, con un buen oficio se va a cualquier
parte.. Por el idioma no debes preocuparte. Ves, los catalanes también hablan
otro y les entendemos casi todo. En cambio el Vascuence nunca lograré
aprenderlo
-Pues yo prefiero el Vascuence al Francés.
Claro que en mi casa era lo que más se hablaba.
Durante su penoso peregrinaje siguen en
silencio atentos a la posibilidad de más amenazas de aviones. Teresa, tratando
de distraer los pensamientos, le dice:
-¿Sabes? A Carlos Luengo, primo de Luis, que es un joven de unos 18 años, le
nombraron Comisario Político
-En fin, ¡qué cosas!. No le conozco, pero por
muy listo que sea no es posible que tenga experiencia ni conocimientos
suficientes.
-Sí, ya ves. Muchos de estos soldados que
huyen también son unos críos, no tienen ni dieciocho años.
-¿Dices que se llama Carlos?
-Sí. ¿Por qué?
-No, por nada... es que me hace recordar....
-¿Qué?
-¡Bah! Nada. No tiene importancia; ya te
contaré otro día.. Ahora estate atenta a los niños y a ver si vemos algún
manantial cerca del camino, porque sin algo que beber esta caminata se está
haciendo insoportable para todos.
Teresa continúa, con aire preocupado y como
pensando en voz alta dice: -No
sé si me da más pena ahora el dejar España que hace unos días cuando salí del
País Vasco. Será porque entonces venía con la ilusión de encontrarte y que al
fin íbamos a estar juntos.
Los hijos, José y Armando, van andando junto
a ellos unas veces y otras, junto con otros niños y niñas de su edad, jugando y
hablando de sus cosas. A veces se acercan para preguntar cuándo van a comer, si
aun falta mucho, cuándo van a pararse a descansar, etc.
Así prosiguen su larga caminata rodeados de
muchos emigrantes.
Después de muchas calamidades consiguen
llegar a Francia. Los comentarios entre personas de los grupos de exiliados,
que están descansando sentados sobre unas piedras, comiendo algún bocadillo y
algunos tiritando de frío y curándose sus heridas de los pies, dan una idea de
su situación. Uno comenta:
-¡Uf! Por fin estamos en Francia. Aquí ya estamos a salvo de los ataques de los
aviones.
Fermín, que
está leyendo un periódico les dice:
-Mirad lo que todavía dicen nuestros gobernantes y concretamente el Jefe del
Gobierno Republicano: “Hasta mí han llegado rumores que hay quienes están
preparando la maleta para abandonar su puesto y marcharse al extranjero. Yo
tengo la obligación de decir a los que
de esa manera proceden, que ir al extranjero supone aceptar la pérdida de su
personalidad que no será respetada”
Otro del grupo interviene diciendo: -Pues también se comenta que somos más del
medio millón.
Las inquietudes que les asaltan son también
muy variadas.
Otro español pregunta: -¿Cómo creéis que el gobierno francés va a
resolver los problemas que les vamos a crear?
Fermín, compartiendo la opinión de la
mayoría, les dice:
-Yo pienso que habrá trabajo para todos, y
todos estamos dispuestos a hacer lo que
sea...
Interviene otro emigrante diciendo: -¡No!, los problemas los vamos a sufrir
nosotros. Para empezar ya nos han confiscado las armas y muchas de nuestras
pertenencias. Y el dinero que tenemos aquí no nos sirve: pocos lo aceptan.
-Parece ser que los gendarmes tienen órdenes
muy estrictas, pero ya veis, en general hacen la vista gorda –responde el
primero.
Fermín interviene nuevamente: -Lo que pasa es que les damos pena. Fijaros
cuántos heridos y enfermos nos acompañan. Y hambre y miseria tenemos todos. La
disentería es habitual y nuestros vestidos son verdaderos harapos. Las
medicinas escasean y a lo sumo nos dan aspirinas...
A lo que añade un señor de muy buena
presencia: -¡Quién me iba a
decir a mí que llegaría a esta situación con la buena posición que gozaba en
España!
Mientras mantenían esa conversación, se
acercó otro compañero al grupo, diciendo: -Se comenta que nos van a llevar
a unas playas.
Inmediatamente respondió uno: -Al menos tendremos agua.
A
lo que el recién llegado le contestó:
-Sí, pero salada. Ya veremos para qué nos va a servir.
Fermín tratando de tranquilizarles: -¡Hombre!, ya acondicionarán lo necesario.
Además en estas playas en verano pasan sus vacaciones los más pudientes.
El recién llegado no compartiendo ese
optimismo, repuso: -Mirad, en verano se está bien en cualquier
sitio, pero ahora estamos en invierno y a ver cómo nos protegemos.
Así continuó la enorme comitiva de personas
andando por carreteras costeras francesas, con el mar a su derecha,
aproximándose a unas playas, donde iban a ser concentrados. No se puede decir
que se tratara de campamentos habilitados para ellos, pues carecían de las
instalaciones mínimas necesarias para albergar a tanta gente. Tenían que dormir
sobre la arena y cubrirse con las escasas ropas y mantas que llevaban. Todos
estaban hambrientos y la mayor parte de ellos enfermos y heridos.
Ya en las playas las imágenes de la
muchedumbre de refugiados es deprimente. Van disponiendo mantas y ropas sobre
la arena para sentarse o acostarse y les llega la noche obligándoles a apiñarse
en grupos para resguardarse en lo posible del frío.
Al amanecer todos dirigen sus tristes miradas
hacia pequeñas comitivas que envueltas en lamentos forman los entierros de
aquellos familiares o amigos que no lograron sobrevivir. En los límites de la
playa unos soldados senegaleses custodian la muchedumbre de refugiados, para
impedir que salgan de ella. A veces se anuncia el reparto de algo de comida y medicinas, a las claras insuficiente para
satisfacer todas las necesidades.
Estas situaciones se convierten en rutinarias
durante semanas.
Todos se van desprendiendo paulatinamente de
sus objetos más valiosos y del dinero que todavía aceptan los franceses (sólo
determinados billetes) para procurarse a cambio lo indispensable.
Formando un pequeño grupo se encuentran
varias familias entre las que están nuestros protagonistas. Uno de ellos se
dirige a Fermín y le dice:
-¡Oye! Fermín: ¿has visto semejante
desfachatez? Andan por ahí unas fulanas y unos carteristas refugiados haciendo
el agosto.
-¡Qué vergüenza! ¡Lo que nos faltaba!.
¡Menuda imagen se van a hacer los franceses de los españoles.
A lo que otro responde irritado: -De momento la imagen que nos estamos
haciendo de ellos tampoco se corresponde con sus cacareados principios de
libertad, igualdad y fraternidad.
-No me lo repitas. Estoy oyendo eso mismo a
mi esposa a todas horas. Y lo malo es que tenéis razón.¡Qué equivocados
estábamos!
-Ya me dirás. Fíjate cómo nos vigilan esos
soldados senegaleses que han puesto para que nos custodien. Ni que fuéramos
malhechores encarcelados.
Otro de los del grupo, de origen andaluz, concluye
con su natural gracia y acento:
-O sea que salimos de Málaga y entramos en Malagón.
-¡Bueno,
bueno! En peores circunstancias nos hemos visto y aquí estamos –añadió
Fermín con aire optimista.
-¿Sí? Pues no tienes más
que mirar a nuestro alrededor. ¿Cuántos van muriendo? Si aquí los únicos que no
mueren son las pulgas y los piojos.
En esas discusiones estaban cuando se acerca
Teresa al grupo cortándoles la conversación: -¡Venga, venga!, venid a comer la sopa que he preparado y
dejaros de arreglar el mundo. Lo primero y principal ya sabéis que es oír misa
y almorzar, y si la misa tiene prisa se almuerza y se deja la misa.
-¡Sí sí, para misas estamos!. –Respondieron
a coro, entre risas.
El señor andaluz asiente, levantándose: -¡Ale, vamos! Bueno, esta Tere llama sopa a
un caldo de agua y no sé qué más....
pero hay que reconocer que si no fuera por ella ni eso tendríamos,
porque hay que ver lo que es capaz de preparar aunque sólo sea con nabos y
abadejo. Cuando pasan por sus manos los convierte en exquisitos platos...
Fermín, le responde al tiempo que también se
levanta, yendo hacia la mesa:
-Sí eso. Ahora arregla lo que has empezado a decir, ponderando su “cocina”.
-¡Vamos! ¡vamos!, -insistió Teresa,
haciendo un ademán para invitarles a seguirla hacia la mesa.
Así fueron pasando los días y las semanas, y los comentarios entre los refugiados reflejaban siempre la incertidumbre de lo que les pudiera sobrevenir en la idea de que fuera aun peor de lo que estaban padeciendo. La disentería, el hambre y los piojos eran los temas fundamentales, añorando de vez en cuando tiempos pasados en su tierra de antes de la guerra y rogando porque llegaran los “tiempos normales”.
De vez en cuando se producía algún comentario
anecdótico, así como espontáneas celebraciones en las que no faltaban los
cánticos y bailes. Un día, estando Fermín y su familia reunidos con un grupo de
compañeros charlando, fueron interrumpidos por otro compatriota que se acercó
sonriente:
-¿Sabéis? Esto os va a gustar: El nuevo
gobierno franquista ha anulado el valor del dinero republicano y han hecho
otros billetes.
-¡Qué vergüenza! Eso sí que es robar –afirmó
Fermín -¿Por qué supones que nos vamos a alegrar?
-Porque hace tiempo que no nos servía
aquí más que entre nosotros. Pero esto
ha hecho que las putas y los
rateros se hayan tenido que volver a
España después de haber “trabajado” gratis durante esta temporada. Lo que
habían conseguido no les servirá para nada.
-¡Ah, claro! ¡Qué bien les está!
Todos rieron haciendo gestos parodiando las
actividades de ellas y guardando el dinero de su “trabajo”
Uno de ellos comentó: -Eso sí que es volverse con el bolsillo
vacío y el rabo entre las piernas...
-Bien merecido lo tienen. Que vuelvan con los
franquistas. –Respondió uno de los andaluces del grupo.
Fermín, pensando en las consecuencias que
tales medidas podrían afectarles, les dijo: -Sí, pero ¿os dais
cuenta de las consecuencias económicas que esa medida producirá en Francia a
los empresarios que tenían relaciones con empresas españolas?.
-¿Y a nosotros qué nos importa? Seguro que
están mejor que nosotros –respondió otro del grupo
-Sí pero de rebote se reflejará en el trato
que el gobierno francés adopte para con los casi seiscientos mil españoles que
les hemos invadido –añadió Fermín.
Estos
comentarios fueron interrumpidos por la llegada de Teresa haciendo girar la
conversación: -¡Ale, Ale!
dejar ese tema que no llegaréis a resolver nada y no hacéis más que añadir
preocupaciones.
Con aire resuelto Teresa cogió a Fermín del
brazo y se despidieron del grupo.
Al cabo de un corto paseo se acercaron a
unos andaluces conocidos que estaban en plena conversación. En ese grupo están
Juan y Casimiro con otros jóvenes. Al acercarse a ellos oyeron lo que comentaban,
cuando Juan le decía a Casimiro: -¡Oye! Casimiro: ¿pero por qué nos han
traído a estas playas donde no encontramos más que humedad, frío, piojos y
hambre? ¿Es justo esto?
-¡Qué ha de ser, hombre, qué ha de ser! Mira,
Juan: Esto se explica porque los políticos desean que conozcamos cómo es el
invierno en este país y que gocemos del viento, la lluvia y de esos animalitos
a los que hacías mención, que van absorbiendo poco a poco nuestra sangre. Así,
para que cuando llegue el verano, si es que antes no nos hemos muerto de alguna
pulmonía, sepamos apreciar toda la belleza y bienestar que él nos reserva. ¿No
te gusta el programa?
-Hombre...... que me guste o no ya no tenemos
más remedio que pasar aquí la vida matando estos endiablados animalitos, como tú
les llamas, que no nos dejan de picar a cada instante. ¡Y si tan siquiera
tuviéramos algún recipiente en el que meter nuestras ropas para cocerlas, a ver
si de esa forma, al cocerlas, morían definitivamente y nos dejaban tranquilos!
-Pero...Juan, ¿tú crees sinceramente que morirían si se les cuece?
-Naturalmente que sí. ¿No dicen que el fuego todo lo quema y
purifica?
-Sí, eso
dicen. ¡Pero míralos la fuerza y vida que tienen para hacer mover la camisa que
has dejado al sol para ver si se marchan de ella instigados por el calor! A lo
mejor quieren llevársela a la sombra para esconderse mejor entre sus costuras y
seguir mordiendo como ellos solos saben hacerlo!....
-¡Ahora
comprendo por qué decía aquel andaluz facha que los “rojos” teníamos más vida
que los piojos!
-Hombre, eso nunca me lo habías contado,
Juan. ¿Por qué fue y cómo pasó?
-Tú sabes tan bien como yo, que los fachas
antes de lanzarse al asalto de nuestras posiciones las bombardeaban durante una
hora o más, por medio de la aviación o de la artillería, y cuando creían
habernos exterminado, lanzaban su infantería al asalto. Pues bien, en una de
estas operaciones en la que nuestras trincheras habían sido bombardeadas de
esta manera, pero en la que por estar bien pertrechados nos habían ocasionado
muy pocas bajas, al lanzarse al asalto y encontrarse conque les estábamos
aguardando vivitos y dispuestos a darles una dura corrección, un sargento
andaluz que iba en cabeza de su pelotón al darse cuenta de ello, les gritó con
un notable acento andaluz: “¡Cuidiau, muchachoz, que eztoz tioz tien maz vida
que loz piojoz!.
-¡Es que el andaluz ése era un buen conocedor
de esos animalitos; menudos picotazos le habrían dado para decir eso!
-Pues amigo, como sigan picándonos como hasta
ahora y no nos den un avituallamiento mejor organizado y regular que hasta hoy,
no nos quedará otra solución que o intentar escapar de esta maldita playa
desafiando los fusiles de esos soldados senegaleses, o morir de hambre, frío y
mordeduras de los piojos.
-Pues con el sistema de control alimenticio
que intentan imponernos para normalizar nuestro avituallamiento, puedo afirmar
de antemano que el que no tenga vergüenza –y de estos hay muchos- comerá hasta
hartarse, mientras que los pobres de espíritu y decisión se irán muriendo de
hambre poco a poco.
-¿Es que lo dices por mí?
-No, amigo. Porque mientras estemos juntos no
permitiré que mueras de esta manera impropia de un hombre que se precie de tal,
aunque reconozco que te sobra honradez y te falta decisión para hacerte
respetar.
-Pues, ¿por qué decías eso?
-¿Lo ves? Ni siquiera te has enterado de que
intentan que entre nosotros formemos un grupo de cien personas y entre ellas el
Delegado que ha de representar al grupo se hará cargo diariamente del
avituallamiento para repartirlo después equitativamente.
-¿Y cómo vamos a encontrar esas cien
personas, es decir, noventa y ocho que nos faltan, si no conocemos más allá de
veinte, incluyendo a estos vascos y sus amigos e hijos? –al tiempo que señalaba
a Teresa y Fermín que llegaban seguidos de los peques
-¿Y eso te asusta a ti, hombre de pluma y
cuentas?
-Claro que sí, porque ¿De dónde las vamos a
sacar o cómo las vamos a encontrar para formar un grupo tan numeroso?
-Por eso no te preocupes, hombre. Dame papel y
lápiz y verás qué pronto lo resuelvo.
El amigo se fue donde tenía la mochila
militar y sacó de ella un bloc, arrancó de él tres hojas, juntó a ellas un
lápiz y, volviendo donde le esperaba su amigo, le dijo: -Toma, zaragatero. Aquí tienes las hojas y el lápiz que me has
pedido, pero lo que no quiero es que me mezcles en tus trapisonderías.
-Descuida, amigo. Y para demostrártelo voy a
alejarme unos metros de ti.
Al cabo de media hora volvió donde estaban
Juan y la familia Arce.
-Toma, aquí tienes ya las cien personas del
grupo.
Todos quedaron sorprendidos a la vista de
aquellas páginas llenas de nombres. El amigo Juan echa una ojeada a las hojas
que le ha entregado y le falta poco para desmayarse.
-Pero, oye, cara dura; lo que nos piden son
cien personas y no esta mezcolanza de toreros, artistas de teatro, cantantes y
hombres políticos que has puesto en esta lista. ¿Y encima pretendes que vaya a
presentarla?
-¡Qué has de ir, hombre; qué has de ir! Si
nada más verte la cara de palomino atontado que tienes van a conocer que todo
es falso!. No, quien irá será “El Peleles”. En cuanto a los nombres de toreros,
artistas, cantantes y políticos que he puesto en esa lista, no te preocupes,
que si los españoles les conocemos los franceses no. Y en su nombre tendremos
sobradamente que comer. Iré a encontrar a “El Peleles” y en cuanto le explique
de lo que se trata, con lo decidido que él es, mañana a primera hora ya estará
en Intendencia a buscar el suministro.
Fermín se dirigió a Teresa en voz baja para decirle: -Lo que yo no me explico es
por qué le pusieron de nombre “Casimiro” con la vista especial que tiene él
para salir airoso de todas las trapisonderías y engaños en que se mete para
comer bien y no dar ni golpe.
Mientras tanto Juan, que no veía nada claro el asunto, le
preguntaba a Casimiro: -¿Y vas a confiar en el “Peleles”?.
-Y ¿en quién mejor que en otro tan
trapisondista como yo?
CAPITULO 10º
Han pasado ya muchas semanas sin que la
situación de los exiliados mejore: más bien al contrario, pues la mayor parte
sufre de disentería y rara es la familia que no tiene entre los suyos algún
enfermo grave o que ha visto morir alguno de los suyos. Por fin, un amanecer
los altavoces situados en postes por diversos sitios de la playa interrumpen la
música y noticias que regularmente emitían, para anunciarles que iban a ser
trasladados a diferentes pueblos y ciudades donde se les dará alojamiento
adecuado y se les buscará un trabajo remunerado.
“...¡Atención! En primer lugar serán
trasladadas las personas que estén enfermas acompañadas de sus familiares.
Después irán los demás”.
Cumpliendo las instrucciones que les van
anunciando, todos se disponen a recoger sus escasos enseres y durante el día
van saliendo por grupos en camiones y autobuses diversos. La esperanza de su
inminente traslado a pueblos donde poder ser alojados adecuadamente se aprecia
en los semblantes de todos.
Dirigiéndose a Teresa, le dice Fermín: -¡Vaya! Por fin han pensado
en nosotros. Esto de tener inactiva a tanta gente era absurdo.
-Sí, pero la mayor parte lo que necesitan son
atenciones médicas.
-Afortunadamente nosotros estamos resistiendo
bien
Tanto ellos como todos los demás van
recogiendo lo que les quedaba de sus cosas y montan en el autocar que les
habían designado. Así comienzan un largo viaje hasta su destino, que en su caso
era la ciudad de Anguleme.
Cuando llegan a esa ciudad, ya al anochecer,
son recibidos por personal del ayuntamiento que les acompañan a las viviendas
donde temporalmente iban a ser acogidos. A Fermín, Teresa y sus hijos los
alojan en una vieja casita al parecer abandonada, donde se acomodan para pasar
la noche. También les facilitan comida y algunas ropas. En los días siguientes
todos los españoles refugiados allí se han ido acomodando en los locales de
acogida.
CAPITULO 11º
Así comienzan una nueva etapa de su vida.
Todas las tardes se reúnen en los cafés de los alrededores y comentan sus
necesidades.
Los franceses contratan españoles para formar
grupos de trabajadores, unos destinados a trabajar en los campos, otros en
minas y canteras, otros para construir fortificaciones, etc. etc.
Una tarde estaban en un bar Fermín y varios
españoles sentados alrededor de una mesa, y éste les iba traduciendo las
noticias del periódico.
-Escuchad, os voy a decir lo que entiendo que
leo aquí: Al parecer ayer, uno de septiembre de 1939, las tropas alemanas por
el oeste y los rusos por el este han entrado en territorio polaco, arrasándolo
todo a su paso.
-¡Ahí va! –exclamó uno -Pues si
Polonia ha sido atacada, Francia va a tener que participar en su apoyo. Los
tratados que tienen les obligan.
-¿Y cómo van a hacerlo? –exclamó otro
inmediatamente -¿invadiendo
Alemania? ¡Bah! No pueden hacer nada. Por tierra no podrían llegar y por mar
tampoco, y como apenas si tienen aviones...
-No sé por qué me parece que las cosas van a
evolucionar muy mal –advirtió otro -Franco por una parte, Hitler por
otra, Los italianos, o sea, Mussolini que también es como ellos... Y de los
rusos ya no se puede saber cuál va a ser su comportamiento. Como países capaces
de hacerles frente sólo quedan en
Europa Inglaterra y Francia.
-Pues yo pienso –observa Fermín -que a
Hitler no se le van a quitar sus ideas de conquista y además están muy bien
equipados de armamento. Poseen buena aviación y sus submarinos de “bolsillo”
están muy bien diseñados.
-Y sobre todo hay que tener en cuenta su alta
disciplina y fanatismo.
-Efectivamente, en eso son muy superiores a
los franceses. Y técnicamente, no digamos...
-¿A que nos toca seguir la guerra en este
país?.
-Yo no soy tan pesimista. Creo que nadie
quiere que la guerra se extienda, y menos aún que se convierta en otra Europea
o Mundial.
Estas y otras muchas reflexiones se producían
entre los reunidos aquel día, y sus rostros empezaban a reflejar la expresión
de un pesimismo, mezcla de los recuerdos de la guerra vivida en España y de una
duda cada vez más evidente de verse inmersos en otra guerra de mayores
dimensiones.
-¡Se sabe cómo se empieza, pero nunca cómo se
va a terminar! –continuó Fermín como hablando consigo mismo -Hay más
países en el mundo que no permitirán que el fascismo se extienda.
-O sea, que podría complicarse más.
-¡Quién sabe!
Ese día no hubo más temas de conversación y
los días siguientes todos los españoles acudían a su habitual tertulia tratando
de conseguir o aportar las últimas noticias y con una inquietud creciente ya
generalizada sobre sus consecuencias.
CAPITULO 12º
A pesar de todo, el grupo de refugiados
seguía con sus actividades tratando de acomodarse lo mejor posible, a pesar del
inconveniente añadido debido a que la mayor parte desconocían totalmente el
idioma francés, lo que motivaba un mayor acercamiento entre ellos, llegando a
constituir una verdadera colonia española. No existía por parte de la población
francesa un marcado rechazo, sino más bien una
curiosidad mezclada con cierta compasión.
Fermín se destacaba por mantener buenas
relaciones con los organismos oficiales y ponía todo su empeño para que el
grupo de compatriotas conservara la armonía.
Un buen día llegó a casa con la alegría
marcada en su rostro:
-¡Tere!
¡Tere! ¡Mira qué noticia te traigo!
-¡Uyuyuy...! ¿Buena o mala?
-¡Buena, mujer, buena! ¿No ves que llego contento?
-¿Sí?, bueno, venga, di, que me tienes preocupada.
-¿Sabes? En la oficina del ayuntamiento en la que colaboro
para regularizar papeles y situaciones de nuestros
compatriotas
tenían una máquina de escribir retirada.
Es vieja pero aun puede
funcionar. Me la regalan.
-Bueno ¿y qué? Para qué queremos nosotros una máquina
de
escribir ¿Es que ahora vas a poner la oficina en casa?.Anda
que
no tienes más cosas que hacer. ¡Si casi no te queda
un minuto libre! Aunque por otra
parte sería la forma de
que estuvieras a mi lado más tiempo.
-¡Que no, Tere! No son esas mis ideas.
-¡Ah,! ¿no? Entonces.....
-Pues ya verás. Siéntate y escucha, después ya me dirás
lo que te parece.
Después de tomar asiento empieza a explicarle
cogiéndole
las manos
-He estado pensando mucho en el grupo de españoles tan
numeroso
que
estamos en este barrio y que podemos hacer
algo
más que
reunirnos algunas tardes en el bar para jugar
a las
cartas y contarnos nuestras lamentaciones, Tenemos
que
hacer algo más. Y pienso crear un
verdadero club de
españoles con
actividades diversas, donde estemos obligados
en
cierta
medida a aportar nuevas ideas y a desarrollarlas,
para nuestro propio entretenimiento.
Para eso es necesario que exista verdadera comunicación y
que no
nos limitemos a las reuniones en pequeños grupitos.
O sea, que hay que empezar por editar unos panfletos a modo
de “periódico de los
refugiados españoles” o algo así.
-No veo donde quieres ir a parar
-Espera que aun no he terminado. Mira, esa hoja en
principio la haré yo. Tengo ya ideas para los contenidos
de las primeras, con las que animaré a la participación de otros.
Estoy convencido que entre los que conocemos, varios de
ellos colaborarán de buen grado. Después su desarrollo será
más fácil. Tendrá hasta su
sección de anuncios y sugerencias.
-¡Ya, claro! Pero eso requerirá que se hagan muchas copias
y se necesitará papel ¿pero quién lo va a comprar? Nosotros
no
podemos hacer gastos superfluos. No me llega ni para que
podamos
comer todos los días, ya lo sabes.
-Lo del papel ya lo tengo resuelto. Utilizaré las hojas que
normalmente se tiran en la oficina, ya usadas por una cara o de impresos inútiles. Pero escucha y verás cuál es mi
proyecto inicial.
Sin duda alguna más adelante surgirán más
ideas y ahora no puedo decirte hasta dónde podremos llegar.
-Ya estás echando las campanas al vuelo. ¡Cuidado que eres
soñador! Pero reconozco que imaginación y ganas de trabajar
no te faltan. Y eso me gusta de ti.
Venga, sigue sorprendiéndome, que me
tienes con la boca
abierta escuchándote como una pava.
Todavía más animado, prosiguió:-Pues después esos temas
los comentaríamos en las
reuniones y yo iré recopilando
notas de los puntos de vista
y de las cosas que digan.
Me serán de utilidad para otras cosas que
escriba.
También para empezar lo que voy a proponer es
crear una
pequeña compañía de espectáculos y de teatro.
-¡Hala.....! ¿y las obras de teatro de dónde las sacamos?
-¡No, no! Las escribiré yo mismo. Tengo suficientes ideas
en
la cabeza y he conocido muchas historias que bien
ordenadas
serían suficientes para entretener a la gente
durante media
hora o más.
-Eso sí que creo, porque cuando te pones a hablar te
quedas
solo. No quiero decir que sea porque se marchen
los oyentes
¡no! Muy al contrario.
¡Hay que ver cómo te escuchan! Creo
que se lo pasan muy
bien oyéndote.
Incluso pienso que es
una pena que lo que les
dices no quede escrito y se pierda
en la memoria.
-¿Ves? Pero también son importantes las reflexiones y los
comentarios de los demás. Por eso, si las mismas historias o
historietas las conocen muchos, el número de comentarios
será mayor y por lo menos nos servirán para distraer
nuestras preocupaciones, aunque no nos quiten el hambre.
Algunos de esos
comentarios se pondrán en esas “hojas”.
Espero conseguir
colaboradores para repartir el trabajo.
Y hay más....
En el ayuntamiento
están dispuestos a cedernos unos
locales, bueno un pabellón
abandonado ahora, que habilitado
con unos bancos corridos y lo que podamos ir añadiendo, nos
servirá como club de los españoles.
Podremos hasta organizar fiestas, etc.
-¡Anda que tú!... Si te dejan eres capaz de cualquier cosa
Pero por ahora esto se parece más al cuento de la lechera..
-Por favor, no me hagas esa comparación que me enfado.
Espera a ver los resultados y después ya me dirás
-De momento ya sé lo que voy a ver. A un marido que lo
poco que esté en casa no tendrá ojos ni manos mas que para el lápiz y la máquina de escribir.....
-¡Ya estamos!; pero además seguro que te gustará escuchar
antes que nadie todas mis historias y hasta estoy seguro
que me ayudarás a completarlas ¿A que sí? ¡Si ya sé que a
ti también te
gusta la idea. ¿O no?
-A decir verdad sí que me gusta
-Pues vamos a comer que a continuación me pondré manos
a la obra, que estas cosas no deben dejarse para más tarde
Días más tarde Fermín se decide a presentar
sus ideas a los compañeros asistentes a sus reuniones en el bar. Cuando
consideró que el ambiente y el número de los presentes era suficiente para
iniciar la exposición de su propuesta, se dispuso a llamar la atención de todos
haciendo sonar repetidamente su vaso golpeándolo con una cucharilla. Acto
seguido se puso en pie para dirigirse a toda la concurrencia:
-¡A ver, amigos! Os repartiré luego unas
hojas, las primeras de una especie de gacetilla que estoy empeñado en editar,
de una forma periódica, donde se irán recogiendo y exponiendo diversos temas
que merezcan el interés de todos. Quiero que iniciemos un cambio importante de
nuestra forma de entretenernos o de aburrirnos, o sea, de pasar el rato, que
hasta ahora tenemos. Deseo que seamos un grupo ejemplar de orden y diversión,
unidos en nuestra desgracia pero con espíritu de superación. Y para eso es
necesario levantar el ánimo de todos.
Uno de los asistentes le interrumpió,
levantando la mano, para preguntar:
-¿Y los que no sabemos leer, qué?
-Seguro que algún compañero os lo leerá.
Además tal vez os anime también a aprender a leer, y si lo lográis veréis lo
beneficioso que es... Pero eso no es todo. Voy a seguir: Estoy terminando de
escribir una pequeña obrita de teatro que quiero tener ultimada para antes de
un mes. Los que quieran trabajar en ella como actores que me den luego sus
nombres. No se necesitan más que unos pocos, porque aquí mi esposa y mis hijos ya
quieren encabezar la lista de voluntarios. Los textos habrá que aprenderlos,
pero serán muy cortos y además como en todas las obras de teatro habrá un
apuntador que irá leyendo los textos a los actores. Tranquilos, el apuntador ya
está elegido: seré yo mismo. Ya veréis cómo nos divertimos todos.
Se pudo oír el comentario que una señora le
hacía a su marido: -Este
Fermín es terrible. ¿Qué nos tendrá preparado?
Mientras tanto Fermín proseguía: -También yo mismo indicaré a los actores lo
que conviene que hagan en escena. Como la primera parte ya la tengo escrita,
pronto podremos empezar los ensayos. Bueno, todavía no porque aun me faltan
actores y local acondicionado, pero seguro que algunos sí estaréis dispuestos a
apuntaros.
Algunos levantaron la mano pidiendo que les
tomara en cuenta. A continuación surgieron numerosos y animados comentarios y
sugerencias como las de:
-¿Y habrá cante? ¿y música, y baile? Porque a
nosotros los andaluces organizar veladas de esas se nos da muy bien.
-Claro que sí; porque no os lo he dicho
todavía, quería daros también esta sorpresa: he conseguido en el ayuntamiento
que nos den permiso para que podamos utilizar un garaje que está abandonado.
Allí organizaremos todo esto. Será nuestro refugio, nuestro club.
Sin haberse terminado la reunión ya hubo
numerosos aplausos, y quienes gritaban:
-¡Viva! ¡viva!...¡Viva San Fermín!.
Acompañados de risas y de gestos y
comentarios de asentimiento.
Durante unos cuantos días en aquella parte de
comunidad de españoles se apreció una agitación especial. Había muy diversos
comentarios, y la colaboración en el proyecto de Fermín empezaba a notarse.
Muchos habían aportado maderas y utensilios al local y participaban en su
acondicionamiento. Las reuniones se empezaban a realizar en el mismo y el
entusiasmo que ponían en sus tareas hacía prever el éxito de su empresa.
Así, un día recibió otra propuesta más para
darle otras utilidades al local. Una maestra española de unos treinta años
llamada Julia, le dijo:
-Oiga, Fermín: entre el grupo de españoles que estamos en este barrio se ha
comentado la necesidad de ayudar a los niños en sus estudios. Como yo soy
maestra me han pedido si yo pudiera controlarles y orientarles al hacer sus
ejercicios. ¡Claro! Necesitamos un local y hemos pensado que podría servirnos
el mismo que nos han cedido para el club. Los niños lo ocuparían por las tardes
al salir de sus clases y yo estaría con ellos más o menos desde las cinco y
media hasta las siete. Teniendo en cuenta que ustedes lo van a utilizar a
partir de esa hora y los fines de semana y festivos, pensamos que no tendrán
inconveniente.
-¡No, claro! Me parece muy buena idea, la
única pega que veo es que no disponemos todavía de muebles y mesas suficientes.
Creo que pronto conseguiremos algunos. También que disponemos de poca luz y no
hay servicios; sólo hay un grifo.
-Por eso no se preocupe, que entre todas las
madres lo iremos acondicionando poco a poco.
-Pues adelante. Estoy seguro que todos
apoyarán la idea y tratarán de colaborar.
Así, constantemente, diversos grupos
heterogéneos de españoles estaban ocupados haciendo arreglos en el local y
aportando tablas, bancos, etc. Ya empezaba a cobrar otro aspecto cuando se
iniciaron las clases con la presencia de diversos niños y niñas acudiendo para
hacer sus deberes. La señorita Julia les atendía y de vez en cuando les daba
sus explicaciones. Uno de esos días, al dirigirse al improvisado encerado, les
decía: -O sea que os han
enseñado el teorema de Pitágoras. Mirad, yo os lo voy a poner aquí,
gráficamente.
Dibujó en el encerado un triángulo rectángulo
y dirigiéndose a un alumno, le dijo:
-Esto es un triángulo rectángulo. A ver, tú, Felipe, ¿por qué se llama así?
-Porque tiene tres lados y uno de los ángulos
es recto.
-Muy bien. Pues fijaros: si sobre cada lado
dibujo sendos cuadrados así (lo hizo en la pizarra al mismo tiempo que
continuaba explicando)....la suma de las áreas de los dos cuadrados más
pequeños es exactamente igual al área del más grande, o sea, del que tiene por
lado la hipotenusa. Entonces si ésta es de seis metros y el de este otro lado
es de cinco metros, ¿qué me-di-rá el o-tro ca-te-to?
Preguntó
marcando las sílabas para lograr una mayor atención de los alumnos. Un alumno
se animó y levantó la mano.
-A ver, sí Julito... ¿tú sabes qué-me-di-rá?
-¡Nada! -le contestó aquél muy resuelto.
-¿Cómo que nada? –volvió a preguntarle la
maestra un tanto sorprendida
-Pues eso..., ¡nada!. No le dirá nada, porque
ese “cateto” no habla; los que sí hablan son los del pueblo de éste donde todos
son unos “catetos” (respondió señalando a su compañero)
Los demás alumnos soltaron una carcajada y
Julia, paciente y sonriendo les pidió silencio.
-¡Cuidado que eres bruto, Julito! ¿No sabes
que a los lados del triángulo que forman el ángulo recto se les llama catetos?
¡Si ya lo he dicho antes! Es que no prestas atención. Y además llamárselo a una
persona puede interpretarse como un insulto, así que no lo hagáis.
En ese momento entraron al local Fermín y
otro compatriota
-¡Buenas tardes a todos!... Señorita Julia,
no queremos interrumpir, solamente venimos para decirles que mañana tendremos
que disponer del local a partir de las seis de la tarde, para el ensayo
general.
-Bien, éstos seguro que se alegrarán.
-Y ¿Qué tal las clases?
-Bien, bien. Creo que ha sido un acierto,
porque todos necesitan que se les ayude. El idioma ya es un gran inconveniente
para ellos, aparte de los temas que estudian. Pero van avanzando.
-¡Bueno! Pues nada más, ya nos vamos. Y
vosotros, peques a estudiar mucho para que lleguéis a ser hombres y mujeres de
provecho. ¡Adiós a todos!
-¡Adiós!
¡adiós!...-les contestaron a coro.
Fermín
y su compañero salieron y se alejaron hablando entre ellos de los preparativos
de los ensayos.
Al día siguiente iban llegando poco a poco
los componentes del grupo de “artistas”. Todavía el interior del local estaba
pobremente habilitado, equipado con bancos corridos y algunos taburetes
diversos, su iluminación era escasa y una especie de plataforma en el extremo
del local hacía las veces de escenario. Estaba situada a un nivel como de metro
y medio sobre el suelo, sobre caballetes, en el que a modo de concha se había
dispuesto una banqueta rodeada en parte por cartones. Debajo de ésta había una
silla destinada al apuntador. Los espectadores podían ver esos bajos del
escenario; habían dejado para más adelante cubrir esa parte. Como telón
dispusieron una sencilla cortina hecha de sábanas que tampoco llegaba a ocultar
el escenario completamente. La puerta de acceso al local estaba al fondo, en un
costado del escenario, donde la plataforma no llegaba hasta la pared lateral.
Fermín se encontraba arriba y le acompañan dos chicos y dos chicas. En los
bancos estaban sentados, como espectadores, sus hijos. Fermín les estaba
orientando sobre lo que les corresponderá hacer.
-Vamos a ver, en esta parte de la obra tú
Sofía y tú Begoña estaréis ahí sentadas de cara al público. Estáis esperando la
llegada de los obreros que van a colocar una lámpara muy delicada en el techo.
Ellos serán un tanto torpes, porque se trata de crear una escena un tanto
cómica.. Como quieren destacar sus habilidades de trabajadores y dejar a las
mujeres como inútiles, el saludo que le harás tú Alberto a Sofía, que permanecerá
sentada, será una o dos extravagantes reverencias. Queremos que el público se
ría. Después entrará José arrastrando una lámpara de techo que ya sabéis, la
alzaréis con cuidado sujetándola entre ambos con la varilla que le hemos
puesto. Tú Alberto eres el encargado de entrar con la escalera y Sofía te
abrirá la puerta cuando llames. El diálogo ya lo sabéis. No os alejéis nunca
demasiado de la concha para que me oigáis. Si lo veis conveniente os acercáis
con disimulo, y hablad despacio, sin
nervios. Ya me habéis entendido, queremos entretener y no tiene demasiada
importancia si sale bien o mal: nuestro esfuerzo será sin duda reconocido...
Aquel día, después de haber repetido las
situaciones varias veces, salieron satisfechos del ensayo, con la promesa de no
comentar a nadie los detalles de la obra, para que no perdiera interés.
Llegó el día de la representación y todo
transcurría más o menos como era de esperar. La gente se divertía, y sus risas
muchas veces eran motivadas más por la torpeza de los actores que por el
contenido de la obra. Pero todos lo estaban pasando bien, reconociendo sobre
todo la buena voluntad de aquellos jóvenes improvisados actores.
Incluso desde fuera se oían las carcajadas y
algunos lugareños que pasaban por allí hicieron comentarios como molestos al
escuchar esa algarabía
En el escenario estaban, en el momento en que
llaman a la puerta los obreros, Sofía y Begoña. Son las únicas en escena y
están sentadas en un sofá.
-Ve a abrir Begoña que serán los obreros que
esperamos.
Begoña
se levantó, fue hacia la puerta para abrirla, entrando Alberto con una pequeña
escalera de mano.
-¡Buenos días!, veníamos a colocar la
lámpara...
-Buenos días. Pasen, pasen.
Alberto,
interpretando su papel se dirigió con sorna a Sofía que seguía sentada:
-Señora Marquesa... somos los técnicos que
vamos a instalar esta lámpara maravillosa....
Le hizo entonces la reverencia, de espaldas
al público, con la mala fortuna que el pantalón se le descosió por detrás
dejando sus nalgas a la vista. La carcajada del público fue general, y él, que
no entendía bien por qué, repitió la reverencia, por lo que las risas ya eran
histéricas. Nadie más se dio cuenta de lo que pasaba, cuando entró José en la
escena arrastrando la delicada lámpara. Las risas eran cada vez más fuertes y
ambos parecía que pensaban que era porque lo estaban haciendo muy bien.
Mientras tanto, en el exterior del local, se
habían juntado algunas señoras y un matrimonio, acompañados de un gendarme al
que le señalaban la barraca, con ademanes que denotaban sus quejas por las
molestias que les producían aquellos extranjeros.
-¿Lo oye Sr. Agente? –le decía la señora
al policía- ¿ve cómo es cierto que ahí dentro pasa algo que seguramente no
es nada decente? Estos españoles nos han invadido y no respetan nuestras
costumbres. No tienen educación y siempre hablan a gritos. ¡Ni que fueran
sordos! Ustedes deben prohibir que semejantes reuniones tengan lugar en estas
barracas. No se puede hacer ni idea del jaleo que arman constantemente con sus
cánticos y gritos.
-¡Bien,
bien! ¡Calma! Entremos a ver qué pasa - le contestaba el agente dirigiéndose
a la puerta de entrada, abriéndola y pasando en primer lugar. Les recibió un
joven indicándoles por gestos que hablaran bajito y que pasaran a tomar
asiento, pensando que venían como espectadores. Pero el gendarme, con aire
autoritario y en un español bastante claro le increpó: -A ver, ¿Quién es el
responsable aquí?.
-El Sr. Fermín, que es ése que está ahí –contestó
el joven al tiempo que señalaba hacia la parte del cuerpo de Fermín que era
visible por debajo del entarimado.
Fermín
entonces, para que deje de molestarle el que le tira del pantalón, dice enérgico y en voz alta:
-¡Estate quieto!
Y
José, en escena, al oírle, creyendo que se lo está “apuntando” repite:
-¡Estate quieto!.
Los espectadores empiezan a darse cuenta de
lo que pasa debajo del entarimado del escenario y algunos señalan hacia allí,
aumentando las risas.
Alberto, al
oír esa expresión a su compañero, extrañado, se para casi arriba de la escalera
y volviéndose a José, recordando que en el guión no era así la frase, le dice:
-Pero ¿qué dices?... ¿Por qué?
Mientras tanto los tirones a Fermín se
repiten y éste mueve sus pies
molesto y exclama:
-¡Que te estés quieto! ¡Suelta!
Por lo que José en el escenario repite en voz
muy alta:
-¡Que te estés quieto!... ¡Suelta!
Alberto echa una mirada al público, pero
aunque está sorprendido por la orden recibida, suelta la barra, con lo que cae
ésta y la lámpara, haciéndose añicos. El público, que ha comprendido en parte
lo que está pasando estalla en unas carcajadas que hasta se contagian a los
demás actores. Pero mientras tanto, los esfuerzos de Fermín por zafarse y los
tirones que le da el gendarme le hacen caer de la silla. Entonces, arriba,
Alberto y José, no sabiendo que hacer, se dirigen hacia la improvisada concha en busca de ayuda
diciendo a un tiempo:
-¿Y ahora qué hacemos, Fermín?
Se miran entre sí y se asoman a la concha.
-¡Ahí va! Si no está. ¡Se ha ido! –exclamó
Alberto con aire contrariado
Entonces José, al mirar hacia Alberto, que se
ha agachado de espaldas a él para recoger la lámpara, se da cuenta de que éste
está enseñando a todos su trasero y se troncha de la risa.
Debajo, Fermín incorporándose como puede se
dirige al Gendarme:
-Pero ¿qué hace? ¿No ve que estamos
interpretando una obra de teatro?
-Disculpe señor ¿se ha hecho usted daño?
La señora siguió insistiendo en sus quejas,
dirigiéndose al gendarme: -Lo
ve usted, ¿se da cuenta del alboroto que arman?
Y el gendarme, un tanto confuso, trataba de
pedir disculpas: -Mire señor
Fermín, estos señores se han quejado del ruido que se oye desde el exterior y
tenía que comprobar a qué se debían.
-Pues ustedes pueden verlo, ¡no hacemos nada
malo!; simplemente tratamos de divertirnos lo mejor que podemos, y si ustedes
lo desean también están invitados a participar cuando gusten.
El público no cesaba de reír; los actores no
sabían qué hacer, y Fermín y los otros se dirigieron hacia la sala para
encontrarse más cómodos hablando ya en buena armonía.
Así
terminó la anécdota del primer día de representación y que dio motivos para que
hubiera más comentarios durante bastante tiempo.
Lo que había comenzado como un grato
entretenimiento se transformó, como no podía ser de otro modo, en una
dedicación constante para Fermín y el grupo de colaboradores. Fermín siguió
preparando piezas de teatro de su inventiva, en las que se plasmaban recuerdos
de su tierra. Así escribió una que tituló “LA LECHUZA” (entre otras) y la que
copio a continuación, titulada “BRILLO QUE CIEGA”
Drama social en tres Actos y dos Cuadros; en prosa, de Fermín Arce.
PERSONAJES:
Dn. Ernesto 48 años. Sr. Francisco 50 años
Dña. Lucía 44 “ Sra. Luisa 47 “
Antonio 24 “ Jesús 27 “
Mercedes 21 “ Hermenegilda 22 “
Luis 23 “ Justina 40 “
Pepita 20 “ Manuela 24 “
Anselmo 50 “ Notario 45 “
La
acción en nuestro tiempo, en una salita de costura compuesta de una mesa,
cuatro sillas y tres cuadros representando distintos paisajes pero en pequeño.
Puertas a ambos laterales. La del derecho comunica con la calle y la de la izquierda con las habitaciones interiores.
En
escena, la Sra. Luisa, Mercedes y Antonio. La Sra. Luisa está en plan de salir.
Mercedes borda mientras Antonio habla con ella.
LUISA.- Bueno, voy en un momento a casa de la
Justina a darle el encargo de tu padre. No tardaré mucho. Hasta enseguida.
.
MERCEDES.- No te entretengas mucho. Ya sabes que si viene el padre no le gusta que estés fuera.
LUISA.- Descuida.
(Vase)
ANTONIO Y MERCEDES.
ANTONIO.- ¿Por qué no me
contestas a lo que te preguntaba? ¿Es que te han ofendido mis palabras (intenta
levantarla la cabeza) A ver, déjame que te mire esos ojos tan bonitos para que
ellos me digan tu sentir.
MERCEDES.- (Con brusquedad) Déjame en paz. No me obligues a que me enfade de verdad.
ANTONIO.-
(Dulcemente) No podrías, Mercedes. Yo hablo por mí. Muchas veces he
sentido el motivo del enfado y el amor pudo siempre más que el resentimiento.
MERCEDES.- Pues como insistas
en hacer o decir hoy tantas tonterías yo te aseguro que terminaremos peor de lo
que hemos empezado.
ANTONIO.- (Apasionado) Dime,
Mercedes, ¿es que serás lo mismo de brusca y huraña cuando unamos nuestras
vidas por siempre, y vivamos en nuestra casita del producto de nuestro trabajo
y desvelo?.
MERCEDES.- (Disgustada) ¡Jesús que hombre, no sabes hablar una
conversación sin mezclar el dichoso trabajo de la tierra! No parece sino que
todos estamos obligados a compartir tus mismos gustos y aficiones.
ANTONIO.- ¡No!, ¡eso no!,
Mercedes. Yo no quiero ni trato de imponer a nadie aquellas inclinaciones que
yo sienta. Si al hablarte de mi querer mezclo mis ilusiones de tener una casita
y unas tierras propias para vivir de ellas sin ser explotado por ningún amo, es
porque, si el amor ennoblece a los que lo sienten y los hace ser sinceros
cuando de él hablan, la tierra nos proporciona todo aquello que necesitamos
para ser felices.
Son
las dos únicas verdades que hay en la vida y por eso las uno, porque a ellas
van unidas todas nuestras esperanzas. Sin estas dos cosas, nuestra existencia
no tendría razón de ser.
MERCEDES.- (Siempre irritada) Eso será para ti, que yo no pienso así. Es demasiado triste y monótona la vida del campesino para que me sugestione ningún atractivo que distraiga el espíritu o la vista; siempre con el pensamiento en las cosechas o el ganado. Jamás se tiene tiempo para otra cosa más que para trabajar mucho y dormir poco.
¡No, hijo, no!. No quiero morir
de insipidez como mueren los álamos del paseo.
Siquiera en la ciudad se vive la verdadera vida y se disfruta de ella. Se puede ir al cine, al teatro, a los conciertos de música, a muchas reuniones y diversiones que aquí no las hay.
ANTONIO.- (Persuasivo) ¡No siempre, Mercedes, no siempre!. Que en todo lo que has dicho hay más espejismo que realidad. Cierto es que el obrero de la ciudad dispone de más tiempo y libertad que el obrero del campo. Pero por eso no creas que todos los días puede ir a dispendiar la mitad de su jornal entre cines, teatros y otras diversiones. Ten en cuenta que la vida económica de las ciudades es más cara y que es necesario comprar hasta lo más nimio con aquello que se gane, mientras aquí...
MERCEDES.- Aquí sucede igual y además, no nos divertimos. ¿Es que se puede llamar diversión a aguardar que llegue el domingo, y a la salida de misa de diez podamos reunirnos amigas y amigos y cambiar entre sí algunas palabras discretas sin que lleguen a oídos de nuestros padres que vigilan todos nuestros movimientos?. ¿Llamas tú divertirse una muchacha a que por las tardes domingueras vaya a pasear con el novio y la familia por la Alameda o por el camino de la Estación sin poder hablar libremente lo que se quiera decir; o a que por las noches, como hoy nosotros, les permitan una hora de charla con testigos presenciales? ¡Pues si que es todo un poema!.
ANTONIO.- Tampoco diré yo lo contrario. Pero todo eso que te parece incoloro y aburrido, tiene, sin embargo, sus encantos. El recato que los habitantes de los pueblos pequeños se ven obligados a observar para no dar lugar a habladurías de los demás, hace que todas las cosas se amen con más porcentaje de espiritualidad que en las capitales. Naturalmente que siempre se da algún caso fuera de lo que es corriente; pero en términos generales, es aquí en donde las personas viven y sienten las cosas más sinceramente que en las grandes urbes.
MERCEDES.- Pues para ti, que yo ya estoy harta de esta
clase de vida monasteril.
ANTONIO.- (Estupefacto)
Mujer, nunca me habías dicho cosa igual, ni jamás te he oído expresar con ese
acento tan categórico. ¿Qué te ha sucedido para que tan repentinamente hayas
cambiado de pensamiento?.
MERCEDES.- Absolutamente nada.
ANTONIO.- Algo ha tenido que sucederte, o yo no me lo explico...
MERCEDES.- (Provocadora) ¿Y si hubiera sucedido, qué?.
ANTONIO.- Que lo menos que podías hacer es hablarme con claridad.
MERCEDES.- ¿Y si no quisiera?.
ANTONIO.- También lo sabría. A la corta o a la larga sabría sus motivos.
MERCEDES.- En fin, tú lo buscas y casi es mejor que te lo diga de una vez.
ANTONIO.- Eso espero.
MERCEDES.- (Desafiadora) Ayer hemos tenido una visita. ¿Sabes de quién?.
ANTONIO.- ¡Cómo no sea de algún familiar semi-olvidado!.
MERCEDES.- No, del hijo de los propietarios de esta casa y sus fincas. ¿Lo conoces?.
ANTONIO.- Hoy no lo sé. Hace muchos años que no le he visto.
MERCEDES.- Pues es un señorito bien plantado.
ANTONIO.- (Serio) Me alegro.
MERCEDES.- Pues sí. Nos visitó
y nos habló de todo con una naturalidad y gracejo, sobre todo lo que se refería
a la vida de la capital, que su relato me entusiasmó y he pensado vivirla de
cerca ahora que soy joven.
ANTONIO.- (Entre contrariado e irónico) ¿Con él?.
MERCEDES.- Con él o con otro, ¿qué más da?.
ANTONIO.- ¿Le has hablado de ello a tu padre?.
MERCEDES.- ¿Y qué necesidad tengo de hacerlo?. Haré aquello que me
plazca sin necesidad de dar explicaciones a nadie. ¿Estás satisfecho con lo que
te digo?.
ANTONIO.- (Amargamente) Sí, Mercedes. Pero más que satisfecho, estoy pesaroso de saberlo. Hasta ahora vivía feliz queriéndote e ignorando que yo no era correspondido por ti. Incluso, creí en un principio que cuanto decías era por llevarme la contra, tal y como siempre lo has hecho. De ahora en adelante todo cambiará en mi vida. No te lo reprocho. Sólo mía es la culpa por no ser lo suficiente inteligente para comprenderte y deducir que estaba perdiendo un tiempo precioso con ilusiones que jamás se realizarían.
(Levantándose) Tampoco puedo odiarte, aunque bien pudieras merecerlo.
(Iniciando el mutis) Adiós.
ESCENA SEGUNDA.
Entra el
Sr. Francisco. Viste en chaleco y pantalón oscuro.
FRANCISCO.- A la paz de Dios, Antonio.
ANTONIO.- Buenas tardes, Sr. Francisco. Tarde viene usted hoy. ¿Ha ido al Rociado?.
FRANCISCO.- Del Rociado y de ver los majuelos vengo. Hacía tan buena
tarde que me dije: Vamos a dar un vistazo a aquellas tierras a ver si ha
cuajado bien la simiente, y, a ojo de buen cubero, puedes calcular lo que será
la cosecha este año.
ANTONIO. - Pues por su risueño carácter no parece que será muy mala.
FRANCISCO.- Tú lo has dicho, Antonio. Da bendición ver aquellas
tierras. Digo que tú lo has dicho, siempre y cuando que el tiempo quiera
acompañarnos. ¡La vida más azarosa y más desgraciada es la del pobre
campesino!. Cuando como el año pasado, cree que la cosecha será abundante y
buena, vienen las heladas, luego las sequías y finalmente el pedrisco y nuestro
gozo en un pozo. Miseria y más miseria. (A Mercedes) ¿Y tu madre?.
MERCEDES.- A casa de la Sra. Justina ha ido hace un cuarto de hora y creo que no tardará ya en llegar.
FRANCISCO.- (A Antonio) Esto no me negarás que es una prueba más de considerarte como de casa al dejaros solitos aquí a los dos.
Y no
puedes imaginarte las ganas que tengo de veros casados para poder llevar a cabo
mis bien calculados proyectos de agrandar un poco más la casa y vivir como lo
que seremos, y ya de antemano os considero como si fuéramos padres e hijos.
Además, seremos dos para atender un poco mejor de lo que están las tierras, y malo ha de ser para todos que no mejore algo nuestra perra suerte. Por cierto que ayer llegó el hijo del amo para dar un vistazo a lo suyo, y quedó muy satisfecho de cómo se lo cuidamos.
ANTONIO. - Sí, ya me lo ha dicho Mercedes.
FRANCISCO.- Y qué guapetón está. Hacía más de doce años que no le veía,
y cuando se presentó ayer, hasta mentira me parecía que fuera aquel niño
siempre enfermizo que conocí.
ANTONIO.- ¿Y ha venido para estar muchos días?.
FRANCISCO.- Según él mismo me dijo, su primera idea fue pasar ocho días aquí y luego volverse a Madrid. Después, bien sea porque le haya gustado el clima, o porque aquí se encuentra más a sus anchas, el caso es que ha variado de pensamiento y se queda a pasar estos dos meses de invierno para dedicarse a la caza.
ANTONIO.- (Irónicamente y
mirando a Mercedes) Si es buen cazador quizá no pierda el tiempo. Bueno, Sr.
Francisco, voy porque tengo que arreglar los animales, que me olvidé de ellos
cuando salí de casa.
FRANCISCO.- Pero oye, Antonio, ¿es que van a morirse si vas una hora
más tarde?. ¿Por qué no te quedas a cenar con nosotros?.
ANTONIO.- (Sonriendo) Bien
sabe usted que le agradezco con toda el alma esta atención de invitarme a
cenar; pero como dice el refrán, antes es la obligación que la devoción y ella
me impide que la acepte. Otro día será, Sr. Francisco.
FRANCISCO.-(Mirando a Mercedes) Créeme que siento de verdad que no te
quedes a cenar. Habríamos hablado largo y tendido de lo que haríamos en el
futuro.
ANTONIO.- Ya hablaremos de todo eso, Sr. Francisco. ¡Hasta la vista!
FRANCISCO.- Vete con Dios, Antonio.
FRANCISCO Y MERCEDES.
FRANCISCO.- Oye, ¿quiero esto decir que habéis regañado?.
MERCEDES.- Regañado precisamente, no; pero como el niño se ha dado por ofendido...
FRANCISCO.- ¡Ah!, las mujeres; siempre estáis buscando gresca a los hombres aun en entresueños.
ESCENA TERCERA.
Entra Luis. Viste irreprochablemente.
LUIS.- (Desde la puerta) ¿Se puede entrar, Sr. Francisco y compañía?
FRANCISCO.- Pase, pase usted, señorito Luis, que está en su casa.
LUIS.- (Entrando) Buenas noches.
MERCEDES.- (Levantándose) Buenas noches, señorito Luis.
FRANCISCO.- (Ofreciéndole una silla) Siéntese, señorito. (Se sienta) ¿Y cómo así por esta casa?.
LUIS.- Ha sido una
cosa espontánea. Pasaba por ella camino de la fonda y pensé que sería una descortesía
de mi parte no subir a desearles las buenas noches.
FRANCISCO.- ¡Siempre tan caballeroso!. Agradecido, señorito Luis. ¿Se
habrá aburrido hoy por aquí, acostumbrado a los domingos madrileños, no es
así?.
LUIS.- No lo crea usted. Este ambiente casi familiar del pueblo me distrae y me agrada mucho.
FRANCISCO.-Claro, que hoy como domingo todos han salido un poco para espantar la polilla de sus trajes domingueros, y lo habrá encontrado todo muy concurrido. Pero, mañana lunes, mañana le dará la sensación de encontrarse en un desierto porque todo el mundo, salvo los cuatro viejos que por su edad ya no lo pueden hacer, se van al campo.
LUIS.- ¿También su esposa y Mercedes
van a hacer esas duras faenas?.
FRANCISCO.- Mi vieja sí. Ella prepara la comida, y a eso de las once coge el montante con su borriquillo y llega justo al rastrojo al mediodía. Pero ésta, ¡ah, ésta! Maldito lo que la gusta hacer ninguna faena del campo.
Prefiere mejor quedarse a hacer la costura en casa.
LUIS.-
De todas formas, aunque
le ayude algo su esposa, para usted tienen que resultarle muy pesadas esas labores.
FRANCISCO.- No lo sabe usted bien. Son muchos años los que tengo encima y mucho es lo que he trabajado ya. Aunque parezca que no tiene importancia, todo influye para que cada día me encuentre con menos fuerzas y más desanimado.
LUIS.- ¿Y por qué no toma un jornalero
que se lo haga?.
FRANCISCO.- ¡Si pudiera...!
LUIS.- ¿Cómo, si pudiera?.
FRANCISCO.- Mire usted, señorito Luis, para entre ambos las cosas claras.
La tierra es cierto que a todos nos da de comer. Pero nadie como el que la trabaja sabe lo que cuesta hacerla producir. El año pasado venía una cosecha inmejorable.
Todos bendecíamos al Señor porque nos iba a sacar de las estrecheces que, las deudas de otros años malos, nos creaban.
Si fue Dios o fue el diablo no lo sé; el caso es que a partir del mes de Mayo, la sequía fue tan grande que, unida a las heladas caídas con anterioridad y al pedrisco de Julio y Agosto, toda la cosecha se perdió.
Este año, si he querido sembrar, ha sido con el compromiso, de mi parte, de devolver al que me anticipaba el grano y las semillas dos por uno.
Es decir, que los labradores trabajamos para que los grandes propietarios y acaparadores se lo lleven todo. Y este año la pelota aun está en el tejado. ¿Cómo quiere usted que coja un jornalero?.
ESCENA CUARTA.
Entra Luisa.
LUISA.- ¡Oh, que sorpresa, el señorito Luis aquí!.
LUIS.- Sí, señora. Quise saludarles antes de retirarme a la fonda y a eso he venido.
LUISA.- Siempre tan
cumplido y tan bueno. Pues ya no se marcha usted de aquí sin cenar con
nosotros. No faltaría más. Y, además,
esto le hará que no eche de menos hoy a su familia.
LUIS.- Muchas gracias,
pero como comprenderán ustedes tengo la fonda pagada y no es cosa de gravarles
habiendo hecho ya el gasto.
LUISA.- Nada de fondas. Usted cena con nosotros porque nosotros queremos. Y ni media palabra más.
FRANCISCO.-Ya lo ha dicho mi mujer, señorito Luis. Usted se queda a
cenar o de lo contrario nos consideraremos agraviados por su negativa.
LUIS.- Si se empeñan, sea.
LUISA.- Así me gusta.
FRANCISCO.- Mientras tú pones la mesa y alguna cosilla más, yo voy a la
bodega a por dos botellas de aquel añejo que tenemos guardado para estas
ocasiones. Hasta enseguida. (vase)
LUISA.- Y yo voy a preparar lo necesario. Aquí queda usted con Mercedes. (vase)
LUIS Y MERCEDES.
LUIS.- Cuando me
faltaban unos metros para llegar a tu casa, vi salir de ella a un joven que no
parecía iba muy contento. ¿Era tu novio?
MERCEDES.- Sí, pero ya no lo es.
LUIS.- ¿Cómo es eso, habéis reñido?.
MERCEDES.- Sí. Le pasa lo que a mi padre; que no saben hablar si no están con la música del trabajo en los labios.
LUIS.- Es muy natural en ellos.
MERCEDES.- Lo que más ha motivado nuestra
separación es que le he dicho que la vida del pueblo no se ha hecho para mí, y
que lo que yo más amo es la vida de la ciudad de la que es mi propósito
disfrutar y conocer.
LUIS.- ¡Y la conocerás, yo te lo aseguro!. Pero menudo disgusto le has dado al pobre chico.
MERCEDES.- ¡Bah, él se lo ha buscado!.
LUIS.- Sin embargo,
seguro estoy que haréis las paces dentro de unos días y lo pasado irá a dormir
el sueño del olvido. ¿Por qué tú le querrás, no es eso?.
MERCEDES.- Ni lo quiero ni lo he querido nunca. Al principio me parecía que sí, que lo quería. Era el primer novio que tenía y, junto a esto, su bonachonería me atraía con esa simpatía que producen los hombres de buen corazón.
Después me convencí que era el mío un cariño parecido al que se suele
coger a una prenda de vestir que hace un buen servicio, pero nada más. Ni es mi
tipo ni a su lado podría ser nunca feliz.
LUIS.- Él sí que lo sería al tuyo. ¿Y quién no?.
MERCEDES.- Bah, que lo sería él es lo de menos para mí; el caso es conseguir que lo fuera yo, y eso es muy difícil. Además, los gustos se hicieron para elegir los colores, y así como él no me convence, tampoco yo puedo convencer ni gustar a todos.
LUIS.- No digas eso nunca en mi
presencia, Mercedes. Tú gustas a todo el mundo, porque eres bella y...
ESCENA QUINTA.
Entra el
señor Francisco con las dos botellas de vino.
FRANCISCO.- Es de lo mejorcito que hay por estos lugares. Tiene tantos años como yo.
LUIS.- Pues ya es
tener. Naturalmente que, en hoteles y fondas, también hay vinos añejos; pero
muchas veces nos dan gato por liebre.
FRANCISCO.- Lo creo, lo creo. De todas formas me parece que más puro
que éste que vamos a beber esta noche no será. Este vinillo es capaz de
resucitar a un muerto si con él le esperjean.
LUIS.- Puede que tenga usted razón, señor Francisco.
FRANCISCO.- Si lo sabré yo. (a Mercedes) ¿Y tu madre?.
¿No ha terminado todavía de arreglar la cena?. Vete a ver como marcha aquello y
dila que es para hoy. (vase Mercedes y Francisco mira su reloj)
¡Qué pronto se pasan las horas, las nueve!.
LUIS.- (mirando el suyo de muñequera)
Sí, esa hora es.
ESCENA SEXTA.
Entran
Luisa y Mercedes.
LUISA.- ¡Ea!, ya podéis pasar al comedor. Todo está a punto.
FRANCISCO.- Y que hoy tengo apetito de verdad. (a Luis) De ordinario,
los domingos suelen ser los días que menos como; pero hoy y no sé por qué,
tengo un apetito voraz. (se oye rasguear una guitarra y una voz canta la jota
siguiente)
Si prefieres escoger
entre el amor y el dinero/
No te dejes convencer
de un brillo sin sentimientos.
FRANCISCO.- (viendo la sorpresa de Luis) Eso lo cantan para las mozas. Naturalmente que, habiendo una en esta casa es para ella. Cada noche viene la rondalla compuesta por los amigos del novio, o del que quiere serlo, y la cantan dos o tres.
LUIS.- Pues esto es
maravilloso. ¿Así, que, a la moza que la cantan es que ya hay alguno que la
quiere?. Nunca me habían dicho nada de estas costumbres.
FRANCISCO.- (oyéndose de nuevo la guitarra) He ahí la segunda copla.
Veamos que es lo que la dicen, porque las
coplas todas son expresivas.
No te subas a la parra
porque te puedes caer
Y una vez de haber caído
daño te puedes hacer.
MERCEDES.- (indignada) ¡Grosero!.
LUISA. - ¡A cenar!.
TELON.
SEGUNDO ACTO.
Sala-fumador de una casa señorial, compuesta de cuatro butacas, un sofá, una mesa centro en la que hay varias revistas y dos mesas redondas.
Dos puertas a cada lateral... la del primer término del lateral derecho es la puerta principal de entrada, la otra es la de servicio.
Las puertas del lateral izquierdo comunican con las habitaciones interiores de la casa. Al fondo, una amplia ventana en forma de arco.
ESCENA PRIMERA.
En
escena Jesús, criado de la casa, que viste de camisa blanca, corbata de
pajarilla, chaleco negro, delantal blanco con peto, y limpia con un plumero
todos los muebles de la sala.
JESÚS.- (monologando consigo mismo) ¡Ajaja!, el último retoque y quedará tan limpio como un sol. Y luego serán capaces los señores de decir que nos hemos pasado el tiempo pelando la pava, cuando ni siquiera ha sido posible que nos dirijamos la palabra, Hermenegilda y yo, como no haya sido a las horas de la comida.
¡Y que está como para que la echen piropos, madre mía! Si no bajo a brincos la escalera antes de ayer, que se me ocurrió darla un pellizco en la nalga, hubiera habido necesidad de llamar al cirujano para curarme todos los agujeros que quería hacerme.
No dejó un objeto encontrado a mano que no probara de acariciarme con él la cabeza.
Y, sin embargo, cada día me trae más loco. En fin, qué le vamos a hacer si no me quiere. (se pone a cantar)
Para que mandas tocar
las campanas del olvido,
Si no has podido apagar...
Entra
Hermenegilda toda asustada. Viste de oscuro, con delantal blanco cuyas cintas
lleva cruzadas por la espalda. Sobre el mentón, encaje blanco distintivo de las
criadas.
HERMENEGILDA.-¿Qué gritos con esos, Jesús?.
JESÚS. -¿Cómo gritos, si cantaba por bajines?.
HERMENEGILDA.-Pues hijo, menudo susto me has dado creyendo que pedías auxilio por haberte lastimado con algún objeto.
JESÚS.- -¡Ay, Hermenegilda de mi vida, la única parte que tengo lastimada es la del regulador izquierdo que no funciona bien desde que te conozco!.
HERMENEGILDA.-¡Siempre tienes salida menos para decir la verdad!. ¿Está todo listo?.
JESÚS.- Todo, menos ese sí de tus labios que tanto tiempo estoy aguardando a que me digas, para terminar con mis penas.
HERMENEGILDA.-¿Querrás ya
callarte, so embustero?. ¡En menudo lío nos metías si te oyera alguien!.
JESÚS.- Nunca seria mayor del que tú me tienes metido y sin salida. Además, hasta creo que sería el mejor remedio de desenredarlo en mi provecho. ¡Ay, Hermenegilda, dos años de indirectas caídas en el vacío y de suspiros baldíos, me tienen sumergido en un mar de confusiones y amarguras.
¡Y si sólo fuera esto,...! Lo peor es que, después de que me traes de
coronilla, no sé si de este baile voy a salir cogido de tu brazo camino de la
Iglesia o del de los loqueros de algún manicomio.
HERMENEGILDA.-Bueno, bueno, déjame tranquila que no tengo tiempo para oír tus sermones fúnebres.
JESÚS.- -¡Ah!, ya;
sólo lo tienes para complacerte haciéndome sufrir el tormento de los celos, con
ese que quema velas de Sacristán de la parroquia de San Apapucio, al coquetear
con él cuando te ofrece el agua bendita los domingos y te mira con aquellos
ojos de conejo con pulmonía.
HERMENEGILDA.-Sólo te falta que ofendas a Dios diciendo estas barbaridades.
JESÚS. -No, si a quien se las voy a decir, como siga eso, es al Sacristán en persona.
HERMENEGILDA.-(riendo) ¡Pero si es un simple!.
JESÚS. -Peor: Esos son los más peligrosos. Los simples, cuando menos se piensa, suelen meterse en aquello que hacen ver que no les importa y les interesa demasiado. Para evitarlo es mejor atarlos en corto antes de que sea tarde. No, no; los curas a decir misa y los Sacristanes amén, si algo se les pregunta.
HERMENEGILDA.-(riendo) Vaya, me voy. Está visto que hoy te ha dado por meterte, en tu murrina, con los que ningún daño te hacen.
JESÚS- -(reteniéndola) No te
vayas todavía, Hermenegilda; escúchame hasta el final ya que he empezado.
HERMENEGILDA.-No, que hoy estás fuera de ti mismo.
JESÚS.- Tu tienes la culpa. (apasionado) Reconozco que todo me irrita cuando de interponerse alguien en mi camino se trata, o impide que tu me quieras. Sin embargo, en tus manos está el remedio para hacer que recupere mi aplomo y tranquilidad perdida.
Si tu fueras otra, en vez de guardar ese obstinado silencio que tanto me
perjudica, debías decirme con toda claridad sacándome de esta duda
atormentadora: “Jesús, no sufras más que yo te amo tanto como tú a mi “ O esta
otra: “Jesús, no sueñes con imposibles”.
HERMENEGILDA.-(que ha oído pasos dice muy quedo) ¡Jesús!.
JESÚS -(creyéndose que es por él, intenta abrazarla amorosamente). ¡Vida mía!.
HERMENEGILDA.-(asustada se desprende de él, cayendo Jesús sobre el sofá. ¡Los amos!. (sale corriendo)
JESÚS - (levantándose rápidamente y poniéndose a limpiar) ¡Llegó el naufragio!
Dichos y
Dña Lucía, don Ernesto, Pepita y Luis. Los tres primeros dan la sensación de
que vienen de viaje con su maleta y el abrigo debajo el brazo.
JESUS.- (haciéndose el sorprendido) ¡Los señores! Bienvenidos sean.
LUCIA.- (dirigiéndose agriamente a Jesús) ¿Es que no oís el timbre?. ¿Asís se recibe a los señores, como si fuéramos unos cualquiera sin dignarse bajar a abrir la puerta?.
JESÚS.- Perdonen los señores si no hemos salido a recibirlos, pero el timbre está averiado y por esta causa no hemos podido oír sus llamadas.
LUCIA.- Pues haberlo hecho arreglar a tiempo. Y
que no vuelva a suceder más lo de hoy. ¿Dónde está Hermenegilda?.
JESÚS.- En las habitaciones de arriba, terminando de ponerlas en orden.
LUCIA.- Bien, toma. ( le da el abrigo y la maleta) Súbelos y dila que baje a ayudarte a subir lo que falta.
JESÚS.- A sus órdenes, señora. (aparte) ¡Vaya ciclón!. Menos mal que nos hemos salvado del naufragio. (vase)
LUCIA.- (a Luis) Y, ahora, puedes empezar por explicarnos el alcance de tu enigmático telegrama haciéndonos poner en camino.
ERNESTO.-¡Pues sí que eres impaciente! No hacemos más que llegar y ya quieres que te den explicaciones de todo. Vamos primero a asearnos un poco y después de la comida hablaremos de todo ello.
PEPITA.- Eso es lo más razonable.
LUCIA.- Pues si es razonable o no, aquí se hace lo que yo he dicho.
ERNESTO.-Bueno, mujer; no vamos a disputar por tan poca cosa.
PEPITA.- En fin, aunque más falta me hace un baño, si ustedes disponen lo contrario tendré paciencia para aguardar.
LUCIA.- (a Luis) Ya puedes empezar.
LUIS.- Como usted quiera, mamá. (entran Hermenegilda y Jesús).
HERMENEGILDA.-¡Bienvenidos sean los señores!
LUCIA.- Bien, gracias. Subid todo eso y ya nos avisarás cuando esté lista la comida. ¡Ah! Y otra cosa. Hasta entonces, y salvo algún caso excepcional de alguna visita imprevista, no quiero veros rondar por aquí.
HERMENEGILDA.-Se hará lo que la señora ordena. (recogen los abrigos y maletas de don Ernesto y Pepita e inician el mutis).
JESÚS.- (aparte a Hermenegilda) ¿Lo ves? Hasta ellos mismos quieren que no me separe de ti. (Hermenegilda le da un codazo que le hace temblar).
LUCIA.- ¿Por qué te tambaleas? ¿Es que has bebido?.
JESÚS.- No, señora. Tropecé y perdí el equilibrio.
LUCIA.- Pues procura no caer, que las gafas del señor van dentro de la maleta.
JESÚS.- Bien, señora. (a Hermenegilda haciendo mutis) Por cada codazo te daré un abrazo. (vasen).
LUCIA.- Libres ya de estorbos puedes empezar.
LUIS.- Seré todo lo breve que requiere el caso. Ustedes me enviaron aquí para que inspeccionara cómo se hallaban nuestras propiedades. Yo esperaba terminar esta labor en ocho días y regresar a Madrid de nuevo. Sin embargo, me pareció después más conveniente quedarme a pasar los dos meses de invierno que faltaban y emplearlos en ejercicios de cultura física y estudio del país.
Creo que no será necesario decirles que, en un pueblo de estos un joven ha de buscar un pasatiempo con otra joven de su misma edad para matar el tedio que preside esta clase de vida.
LUCIA.- Bien, ¿pero para pedir un cheque que tape aquello que haya podido resultar de tus diversiones nos has hecho venir al mismo escenario de tus proezas donjuanescas?.
ERNESTO.-Pero mujer, déjale que hable y terminaremos por saber todo lo que puede interesarnos sin esas interrupciones tuyas que todo lo en reversan y hacen más difícil la comprensión de aquello que se pretende aclarar.
PEPITA.- Papa tiene razón. Dejémosle hablar y después juzgaremos.
LUCIA.- Está visto que aquí todos disponéis más que yo.
ERNESTO.-Que lo dijera yo estaría en lo cierto. ¿Pero tú, que desde que nos casamos no me has dado lugar sino para convencerme que la única que lleva los pantalones, manda y dispone eres tú...?
LUCIA.- Pues eso es lo que menos te importaba
saber. (a Luis) Hazme el favor de continuar tu historia.
LUIS.- Poco queda ya por decir, aunque esto sea lo más sustancioso. Lo que empezó por cosa sin importancia terminó por complicarse. Unos incidentes, en los que mi orgullo de hombre no puede dejarse en mal lugar, han determinado en mí el casarme con dicha joven, para lo cual les solicito el consentimiento oportuno.
LUCIA.- (iracunda) ¿Casarte tú con una zafia, con una frega platos?. No, niño mío. Ni lo sueñes siquiera. Ya puedes revestirte de paciencia para esperar ese consentimiento, que no creo te lo daremos antes del día del juicio final.
ERNESTO.-Pero bueno,
bueno...
LUCIA.- Ni bueno ni malo. He dicho que no y es que no.
ERNESTO.-Si yo no digo lo contrario hasta ahora. Lo que quería decir es que nos aclare en qué consiste eso que aludía de orgullo de hombre malparado, y así sabremos toda la clave del misterio.
LUCIA.- Eso es otra cosa.
LUIS.- Eso quiere decir, que Mercedes, que así se llama ella, y es hija del Sr. Francisco que tiene arrendadas buena parte de las tierras que constituyen nuestra hacienda, hablaba desde hace algunos años con el hijo de nuestro mayoral.
Parece ser que cuando yo llegué la gusté y riño con su novio para quedar más libre y conseguir atraerme para sí.
ERNESTO.-Eso es muy natural en vuestra edad y no veo la relación que puede tener con tu orgullo malparado.
LUISA.- Tu te callas. Es él y no tú el que ha de decírnoslo.
ERNESTO.-Bueno mujer, quedo más callado que un muerto.
LUIS.- No hace muchos días fuimos paseando hasta un bosque de las afueras del pueblo. Nos creímos tan solos que nos entregamos con toda la confianza al amor. De pronto se plantó ante nosotros un joven que, con frase dura e hiriente para mí, dijo algo que mi bruzo quiso castigar como se merecía.
Era Antonio, el hijo de nuestro mayoral, antiguo novio de Mercedes. Mi mano cayó sobre su rostro con tal violencia que se tambaleó. Pretendí darle una segunda puñada y entonces me sentí sujetado por una mano parecida a un garfio que inutilizó todo movimiento de mi parte.
Era el Sr. Anselmo, nuestro mayoral; que, con frase dura me dijo que no creyera que salía en defensa del joven abofeteado aunque éste resultara ser su hijo. En fin, me hizo jurar que repararía mi falta casándome lo antes posible con Mercedes, sino quería que un padre deshonrado vengara de otra forma más brutal, al conocer su desgracia, la burla que de él hacía.
LUCIA.- (riéndose) Ja, ja, ja, ja. ¿Y a eso llamas orgullo de hombre mal parado y por eso no has hecho venir de Madrid? No faltaría más sino que un viejo idiota que vive casi de nuestra misericordia y protección, se metiera a ordenar nuestras cosas, como si fueran las de él, obligándote a hacer lo que su voluntad quiera.
No, tú te irás lo antes posible de aquí y el resto corre de mi cuenta.
¡Como si la culpa fuera tuya de que haya mujeres que den lo que el hombre pide! ¡Que lo guarden, que el hombre está para pedir y la mujer para saberlo negar!.
ERNESTO.-Calma, calma, mujer; que las cosas no son tampoco como tú las quieras hacer ver.
LUCIA.- Si son o no, es mi hijo y tengo el deber de defenderlo contra esos asaltadores de fortunas.
ERNESTO.-No decías eso cuando me casé contigo y pertenecías a la misma condición social que ellos pertenecen. ¡Y fue el mismo caso!.
LUCIA.- Aquello ya pasó. Pero si te hubieras
negado a cumplir tu palabra te habría sacado los ojos.
ERNESTO.-La ley del embudo: lo ancho para mí y lo estrecho para todo el mundo. Eso sois vosotras que no tratáis de encontrar la solución de un conflicto sino buscando los extremos que pueden agravarlo. ¿Y si en vez de ser tu hijo fuera Pepita, qué harías (dirigiéndose a su hija) Perdón, hija mía, que en mi ánimo no está el ofenderte, sino sacar una conclusión.
PEPITA.- Bien lo comprendo, papá.
LUCIA.- Eso es una hipótesis que no quiero juzgar. Sólo me interesa el caso que nos ocupa y su conclusión es que se hará lo que he dicho.
LUIS.- Pero, mamá...
LUCIA.- Ni mamá ni papá. Tu misión es obedecer lo que yo disponga.
ERNESTO.-Y con eso cometerás una de las mayores monstruosidades que de antemano yo no apruebo. Lo primero que habrías de hacer es llamar a Francisco y su hija, y si ellos aceptan esa indemnización económica que al principio te referías, santo y bueno. Pero ¿y si no la aceptan?.
LUCIA.- Si no la aceptaran...
ERNESTO.-Pues si no la aceptaran, a nuestra conciencia, no nos quedaría otra solución que...
LUCIA.- Quizá tengas razón en ello... Pero en cuanto a Anselmo y su hijo no quiero que estén un día más a nuestro servicio. ¿Lo oyes?. (entra Jesús)
JESÚS.- Señor, el mayoral y su hijo dicen que
necesitan hablarle.
LUCIA.- Ni de ex profeso. Hazles entrar. (vase Jesús) Veremos qué comisión nos traen.
ESCENA CUARTA.
Dichos y
Anselmo y Antonio.
ANSELMO.- (desde la puerta) ¿Se puede, don Ernesto?.
ERNESTO.- Adelante, Anselmo, adelante.
ANSELMO.- Buenas tardes.
ERNESTO.- Qué, ¿cómo va eso, Anselmo?.
ANSELMO.- Vamos tirando, don Ernesto, vamos tirando.
ERNESTO.- Este debe ser tu hijo, ¿no?.
ANTONIO.- Sí, señor.
ERNESTO.- Parece mentira cómo han crecido estos jóvenes, Anselmo. Casi me parece que fue ayer que venía a jugar con mi Pepita y Luis y hoy lo encuentro ya hecho un hombre. (a Antonio) ¿Te acuerdas de todo esto?.
ANTONIO.- Ya lo creo que me acuerdo, don Ernesto.
ERNESTO.- En fin, creo que querías hablarme de algo que no se me ocurre que es lo que será.
ANSELMO.- Es muy breve lo que quiero decirle, don Ernesto. Usted sabe que en los treinta años que llevo trabajando a su servicio y los seis que lleva mi hijo, mi colaboración y lealtad para velar por sus intereses es notaria. Las cosechas se han hecho a su tiempo y en debida forma, y los envíos de la venta de las mismas fueron hechos con la máxima pulcritud y honradez.
ERNESTO.- ¡Oh!, de eso no es necesario que tu me lo
afirmes, bien lo sé yo.
ANSELMO.- Pues bien, por circunstancias que no es necesario que ahora las explique, tanto mi hijo como yo venimos a decirle que, a partir del próximo mes, dejaremos de pertenecer a la plantilla de obreros de su casa.
LUCIA.- Mejor que mejor. Acepta, aceptado.
ERNESTO.- (sin hacer caso a su mujer) ¿Pero por qué?. ¿No ganas lo suficiente?. ¿Se te trata mal? ¿Tienes alguna queja que formularme para que llegues a ese extremo?.
ANSELMO.- No, señor. El origen de mi decisión es de índole distinta. Discúlpeme, don Ernesto, si no entro en la explicación de ello hoy.
ERNESTO.- En fin, nadie mejor que tú para pesar el pro
y el contra de tu decisión que soy el primero en lamentar.
LUCIA.- Encuentro muy anormal que alegues motivos para terminar por no explicarlos. Lo mejor sería que dirías claramente por qué te marchas.
ANSELMO.- Señora, mi mayor falta o virtud es ser discreto. Siéndolo creo obrar como un hombre de responsabilidad obra.
LUCIA.- No lo estimo yo así.
ANSELMO.- De todas formas, señora, si a alguien tendría que explicar estas causas no sería a usted precisamente; sino a don Ernesto que es el jefe de familia.
LUCIA.- Eso sí que no. Tan jefe es él como yo.
ANSELMO.- Que absorba usted esa responsabilidad no lo discuto, pero que hay apreciaciones desgraciadamente equivocadas tendría mucho que discutirse. (a don Ernesto) Con su permiso me retiro, don Ernesto.
LUCIA.- (herida en su amor propio) ¿Y no será mejor que en vez de aguardar a que finalizara el mes, dejaras el cargo que tienes hoy mismo?.
ANSELMO.- Como ustedes quieran. Si yo les daba este pequeño plazo no era por el deseo de estar unos días más en el sino para dar lugar al que ha de reemplazarme a imponerse de algunos pequeños detalles que es necesario conocer para salir airoso de este cometido.
LUCIA.- No te preocupes de ello. Que con detalles o sin ellos lo hará también como tú lo has hecho, por no decir mejor.
ANSELMO.- Mucho lo celebraría. Adiós. (vasen Antonio y Anselmo)
ERNESTO.- (después de una penosa pausa) ¡Ya puedes vanagloriarte de tu desdichada obra!.
PEPITA.- Eso es injusto, mamá.
LUCIA.- Sea justo o injusto no pararé hasta conseguir que tenga que humillarse pidiéndome casi de rodillas lo que hoy desprecia.
ERNESTO.- Hablas así porque no lo conoces como lo
conozco yo. Antes pasaría por la muerte. (entra Hermenegilda).
HERMENEGILDA.- El señor Francisco y su hija desean saludarles.
LUCIA.- Hazles entrar. (vase Hermenegilda) Al fin y al cabo es mejor que vengan ellos mismos que no que les habríamos hecho venir.
ERNESTO.- Por cuanto más quieras, Lucía, evita herir la sensibilidad de ese pobre viejo. Procura tener tacto y cordura al plantearle el caso.
LUCIA.- Eso corre de mi cuenta.
ESCENA QUINTA.
Dichos y
Francisco y Mercedes.
FRANCISCO.- (desde la puerta) ¿Se puede pasar?.
ERNESTO.- Adelante, Francisco, adelante.
FRANCISCO.- Buenas tardes a los Señores.
LUCIA.- Muy buenas.
PEPITA.- Buenas tardes.
LUIS.- Buenas tardes, Sr. Francisco. (se aproxima a Mercedes y aparte) Hoy se ventilará nuestro caso.
MERCEDES.- Tanto mejor.
ERNESTO.- Bien, Francisco, bien. ¿Y a qué se debe tu visita?.
FRANCISCO.- Al deseo de saludarles. Cuando me he enterado que habían llegado ustedes, me he dicho: “Tu deber es ir a casa de los Señores de Rodenas a darles la bienvenida”.
ERNESTO.- Muchas gracias por esta atención,
Francisco. ¿Y qué tal la familia?.
FRANCISCO.- Mi mujer bien. Cada día parece más remozada. Y mi hija, aquí presente, no hay más que mirarla para saber que, como todos los jóvenes, rebosa salud. Yo soy el que más siento los años.
Esta es una carga que nadie puede
quitársela de encima para dársela a otro y termina por hacer flaquear las
fuerzas, hasta dejarnos sin ninguna.
ERNESTO.- No obstante, te encuentro bien, si hemos de juzgar por las apariencias.
FRANCISCO.- Las apariencias, don Ernesto, son, desgraciadamente, engañosas. Son lo mismo, que las mujeres que se pintan, que para verlas tal cual son habría que sorprenderlas en el momento de levantarse de la cama. Esto mismo me ocurre a mí. Cuando me tiro del lecho para reanudar las cotidianas tareas del campo me encuentro más pesado, más inútil y descorazonado para iniciarlas.
LUCIA.- ¿sí, que, está joven es tu hija?.
MERCEDES.- Sí, señora.
LUCIA.- ¿Y cuántos años tienes?.
MERCEDES.- Veintiuno.
ERNESTO.- ¿Es que ya no te acuerdas que la Luisa dio pecho a nuestra Pepita cuando criaba a Mercedes?.
LUCIA.- No, no, ya no me acordaba de ello.
ERNESTO.- ¿Qué no te acordabas...?.
FRANCISCO.- (conciliador pero irónico) Bah, ese olvido no tiene importancia. Claro, que, entre los pobres, cuando hay alguien que amamanta a nuestros hijos, porque la madre propia no tiene pecho para criarlos, acostumbramos a decir que nuestros hijos y los de aquella mujer que les crió son hermanos de leche.
Y la verdad, sea dicha; no sé
si es producto de esta creencia nuestra o porque a Pepita la tuve en mis brazos
lo mismo que a mi propia hija, el caso es que siento por ella una terneza
especial.
PEPITA.- Y yo por ustedes también, señor Francisco.
FRANCISCO.- Gracias, Pepita. En fin. Esto no quiere decir que no le tenga en la estima que se merece el señorito Luis; pero siempre hay de por medio esa distinción.
LUCIA.- Y a propósito de Luis. ¿Qué tal se
porta por aquí?.
FRANCISCO.- Si he de serle franco, doña Lucía, soy el menos llamado a responder a esa pregunta porque he sido honrado por una asiduidad de visitas que, sinceramente, estoy agradecido de ellas. La inmensa mayoría de los días, el señorito Luis ha hecho su vida entre mi casa y la fonda. Es decir, que, en un joven de su edad es un verdadero ejemplo de vida seria.
Otras veces ha ido de caza, pero, en
general, gustaba más de visitarnos.
LUCIA.- (irónica) ¿Y ha cazado mucho?.
FRANCISCO.- (sin darse por enterado) ¡Oh!, en cuanto a eso, en esta región no abunda mucho la caza. ¡Alguna que otra pieza y no siempre!. En fin, él puede decírselo mejor que yo.
LUCIA.- ¿Y de amigos y amigas, - tú me entiendes ¡eh!, Francisco?.
FRANCISCO.- No sé qué quiere usted que la diga, doña Lucia. No creo yo que sea el más llamado a responderla, sino el señorito Luis. De todas formas, para que ustedes no interpreten las palabras dichas como un desaire, les diré que no sé que haya tenido otros amigos que nosotros y mi hija.
LUCIA.- ¿Pero no salían nunca juntos de
paseo?.
FRANCISCO.- Sí. Algunas veces le acompañaba Mercedes, cuando iba de inspección por la hacienda.
LUCIA.- (brutalmente) ¿Y ustedes les daban el consentimiento para ir solos?.
FRANCISCO.- (sorprendido y queriendo comprender) ¿Qué quiere usted decir?.
LUCIA.- Lo que tu aparentas ignorar. Que entre los dos hay algo más que esa simple amistad a que te referías.
FRANCISCO.- (tambaleándose como si estuviera ebrio y dirigiéndose a Mercedes) ¿Qué tú y...?.
MERCEDES.- (bajando la cabeza) Sí, padre.
FRANCISCO.- (amargamente) ¡Desventurada y desventurados de nosotros!. ¿Qué has hecho, hija mía?.
LUCIA -(después de una pausa) Bien, como comprenderás, no sólo por nuestro distinto rango social, sino por otras muchas razones, aunque lo deseáramos es imposible este matrimonio desigual.
En su
defecto, nosotros estamos dispuestos a indemnizar aquellos perjuicios que del
caso se deriven con la cantidad de dinero que tú mismo, o ella, pidáis.
FRANCISCO.- (indignado) ¿Dinero?. ¿Dinero a cambio de mi dignidad, de la compra de mi conciencia, de mi silencio, de mi sumisión al crimen que pretendéis cometer?. ¡No!, quedároslo. Quedároslo para cuando el señorito vuelva a encontrar otra Mercedes que le entregue su cuerpo y vosotros lo paguéis como si fuera mercancía cualquiera.
Para
mí, ese dinero que me ofrecéis lleva el brillo de todas vuestras villanías que
ciegan el sentir de vuestras fibras sensitivas.
MERCEDES.- (sollozando y abrazándose a él) ¡Padre!.
FRANCISCO.- (cogiéndola la cara entre sus manos dulcemente) Y tú, más
desgraciada que culpable, no tiembles, no temas.
Tu padre no es como ellos. Tu padre es un hombre, un ser humano que comprende el dolor y sabe disculpar las debilidades.
Dime que tú también rechazas indignada ese insulto que hacen a tus sentimientos; que detestas el proceder cínico de sus ofertas; que tu alma de mujer se rebela ante este crimen de esa humanidad que, los poderosos como ellos comenten con los parias sin posición social, pero con muchas riqueza de sentimientos.
MERCEDES.- (sollozando siempre) ¡Padre!.
FRANCISCO.- (enternecido y casi lloroso) Llora, llora hija mía. Llora tu desgracia y la nuestra, pero irgue el rostro, levanta esa frente y diles que desprecias ese dinero que te ofrecen por que no te ciega su brillo miserable.
LUCIA.- (levantándose) Esos insultos en mi
casa...
FRANCISCO.- Es verdad, señora (con amargura) Perdón, no me acordaba que mientras mi dignidad herida por todos los insultos y afrentas que usted se ha atrevido a inferirme, y debo callar, arrodillarme a sus pies, darla las gracias por haberse dignado en ofrecerme un dinero que no sólo envilece a quien lo toma, sino que dice muy a las claras el encanallamiento en que está sumido el que lo ofrece.
LUCIA.- (colérica) ¡Fuera, fuera de aquí!.
FRANCISCO.- (a Mercedes) Sí, es mejor. Vamos de esta casa donde su suelo quema nuestros pies y su ambiente egoísta nos asfixia.
Irgamos la cabeza ante él.
TELON
Fin del Segundo
Acto.
ACTO TERCERO.
Plaza del pueblo formada por dos ángulos de dos casas, una a cada lateral, y otra casa de humilde aspecto al fondo, que tiene la puerta de entrada por el escenario.
Segundos
después de levantarse el telón, entran en escena Mercedes, vestida de luto y
con mantilla negra a la cabeza; la señora Justina, de oscuro y con mantilla
negra; Manuela, con ropa corriente y mantilla negra y Antonio que las sigue a
prudencial distancia, vestido con traje dominguero y corbata negra.
La escena representa una despedida de duelo.
JUSTINA.- (llegando junto a la puerta y besando a Mercedes) Hay que tener paciencia y conformidad para la desgracia, hija mía.
MERCEDES.- (sollozando) ¡Demasiado la voy teniendo,
señora Justina!. En dos me ha quitado dios a los dos únicos seres que más
quería.
JUSTINA.-
Por eso, porque eran buenos se los ha llevado. A los malos, les deja
siempre que vivan muchos años para que sigan haciendo todo el mal que puedan a
los buenos.
En
fin, hija mía, que Dios les tenga en la gloria como creo que eran merecedores.
Si en algo puedo servirte y me necesitas ya sabes donde vivo.
MERCEDES.- Gracias, señora Justina, muchas gracias por todo cuanto ha hecho por nosotros.
JUSTINA.- Y más habría querido hacer, Adiós. (vase)
MANUELA.- (besando a Mercedes) ¡Valor, Mercedes!. Si en algo puedo ayudarte...!.
MERCEDES.- Mil gracias, Manuela. Agradecida de todo corazón.
MANUELA.- Que tengas conformidad para sobrellevar tu dolor.
MERCEDES.- Son golpes demasiado duros para que no se resienta mi vida. A pesar de todo haré cuanto de mi parte esté para afrontarlo.
MANUELA.- Adiós, Mercedes. No te olvides de mi ofrecimiento.
MERCEDES.- Lo tendré en cuenta, Manuela. (mutis de Manuela)
ANTONIO.- (acercándose a Mercedes) ¡Mercedes...!
MERCEDES.- ¡Antonio!.
ANTONIO.- (dándola la mano con timidez) Decirte que siento la perdida de tu padre con toda mi alma, es expresarte el estado de mis sentimientos. Además del respeto y cariño que en mí despertó siempre, fue, para aconsejarme, un segundo padre. Por ello quiero unir mi dolor al tuyo en estos momentos de inmensa amargura para ti.
MERCEDES.- Gracias, Antonio. No merezco ni que tú me mires a la cara. Sin embargo, bien lo sé que he sido ingrata para ti como también sé todo el daño que te he causado.
ANTONIO.- No hablemos más de eso, Mercedes. Aquello ya pasó. Yo no te digo que si necesitas algo ya sabes donde estoy, no. Todo cuanto tengo y poseo, que es muy poco, está a tu disposición desde este mismo momento. Cógelo con el mismo fervor que te lo ofrezco.
MERCEDES.- Agradecida de todo
corazón, Antonio, pero no necesito nada. No creas que te lo desprecio ni que
quiero ofenderte ese noble sentimiento solidario que ello encierra; pero he
decidido marcharme de este pueblo mañana mismo a olvidar un pasado demasiado
incongruente, del que solamente yo soy culpable, allí donde nadie me conozca.
ANTONIO.- No debes hacer eso, Mercedes. ¿Qué sería de ti sola y sin recursos? ¿No te dice nada la experiencia del pasado, y más, para quien se encuentra sin amparo de familia o amigos?. No, Mercedes. Tu necesitas olvido, pero al lado de aquellos que te estiman y aprecian. Ellos harán todo lo posible porque el bálsamo de su cariño desinteresado, cure todas tus heridas. ¡Quédate, Mercedes, no te vayas!.
MERCEDES.- Imposible, Antonio. Tu hablas revestido del sentimiento de piedad que te causo. Sin embargo, considérate como si fueras yo misma. Mira a todas partes y en todas encontrarás un algo que me hace repulsiva o culpable de todo cuanto me acontece.
En
parte tienen razón. Me querías con alma y hombría y te escarnecí por irme con
otro que valía, como hombre, mucho menos que tú... Tenía unos padres que se
desvivían por hacerme agradable la vida, y los maté al saber su deshonra. Sé
muy bien que las gentes serían incapaces de quitarme la reputación si yo
tendría el oro que les cerrara la boca.
Tanto tienes tanto vales. Pero también sé que esa ambición ése deseo de poseerlo, me perdió a mí, como a tantas otras las había perdido con anterioridad.
Perdóname, Antonio, y olvida a esta desgraciada que, la locura de una ilusión que anuló su inteligencia para escoger entre lo bueno o lo artificioso, ella misma buscó su perdición.
ANTONIO.- (viéndola desaparecer) ¡Pobre Mercedes! El destino ha querido castigar de tal manera sus delirios de grandezas, que, llegada a nada, sólo compasión merece.
ESCENA SEGUNDA.
Entra Anselmo
ANSELMO.- (poniéndole una mano sobre el hombro) Me desgarras el alma viendo como sufres en silencio la desilusión de un amor muerto en flor. Vamos de aquí. Este lugar te hace más daño que bien.
ANTONIO.- Te equivocas, padre mío. Hoy no sufro por un amor perdido; sufro porque soy impotente para evitar el dolor ajeno.
ANSELMO.- (sonriendo tristemente) Que es tanto como negar lo que has terminado de decir. Sólo sufre el que ama, hijo mío.
ANTONIO.- Quizá me haya explicado mal y por eso tú no
me has entendido.
ANSELMO.- ¡Ojala! ¿Qué más quisiera, sino que estaría equivocado, aunque no creas que soy un verdugo para querer ahogar tus sentimientos que respeto como los míos propios?. Antonio, hijo mío, lo que yo quisiera es que fueras feliz. Verte como antes, alegre y dichoso. No importa que para ello tenga que sacrificar mis propias inclinaciones; el caso es no verte sufrir como diariamente te veo, que no comes ni duermes con sosiego.
Lo que yo quiero, hijo mío, es que me abras tu pecho y me digas toda la verdad, y si hay que sufrir seremos dos a compartir este dolor.
ANTONIO.- No, padre mío, no la amo. Aquello murió para siempre. A aquel sentimiento que envolvió todas mis ilusiones juveniles, le ha reemplazado el de la compasión por ella, que es menos egoísta y más humano, dispuesto siempre a ayudar a sobrellevar las penas de sus propias culpas.
ANSELMO.- Quiero creerte, hijo mío. ¿Qué interés podrías tener en engañarte y engañarme?. Lo único que te aconsejo es que procures convencerte bien de cuanto has dicho y no te equivoques. Piensa siempre que de la compasión que puede producir una joven, al amor que ella puede despertar sin proponérselo, sólo hay un paso.
ANTONIO.- Descuide usted, padre, que cuanto he dejado
dicho es el actual estado de mis sentimientos.
ANSELMO.- En fin, más vale
así. ¿Vienes conmigo o tienes que hacer alguna visita a otros?.
ANTONIO.- Todavía tengo que ir a casa de Paco. Más tarde iré a cenar.
ANSELMO.- Pues hasta luego. (vase9
ANTONIO.- Hasta luego. (saca un pitillo, lo enciende, y cuando levanta la vista ve venir)
ESCENA TERCERA.
Dichos y Pepita.
PEPITA.- (cariñosamente) Ya es hora que pueda localizarte. ¿Qué es de tu vida, Antonio?.
ANTONIO.- Ya ve usted, señorita. De ordinario trabajando, a excepción de hoy que he venido al entierro del Sr. Francisco.
PEPITA.- Creo que ha ido mucha gente, ¿no es así?.
ANTONIO.- Sí, todo el pueblo.
PEPITA.- Si no hubiera sido por evitar riñas y disgustos en casa, particularmente con mi madre, también habría ido yo. ¡Pobre Sr. Francisco el disgusto tenido con mi madre lo mató!.
ANTONIO.- En realidad no fue su madre quien lo mató, sino el egoísmo que siente por su fortuna que creía que se la iban a quitar.
PEPITA.- En fin, el mal ya está hecho. Pero no creas que todos pensamos como mi madre. Mi padre, desde ese día, no tiene sosiego.
Hasta Luis se marchó de casa sin que sepamos de él.
ANTONIO.- Yo no trato de remover lo que está enterrado; pero Luis debió haber mostrado más entereza frente a su madre.
PEPITA.- No hubiera adelantado nada, Antonio. Tú no conoces como yo a mi madre. Por lo que hizo con vosotros puedes juzgarla. Incluso quiso sitiaros por hambre para que os humillarais pidiéndola lo que entonces dejabais. Afortunadamente ya no se acuerda de ello y todo ha quedado en el olvido.
Y no lo pongas en duda, que lo habría hecho.
ANTONIO.- Olvidemos esto, señorita. ¿Y usted, sigue bien de salud?.
PEPITA.- No del todo, a cuenta de las cosas pasadas. Ya nos dijeron que os habíais empleado en un pueblecillo cercano a éste, en parecidas condiciones a como estabais en nuestra casa.
Créeme, que, al saberlo, me alegré por lo que respecta al trabajo, pero lamenté que os habríais ido a vivir allí. ¿Estáis bien?.
ANTONIO.- Vamos tirando, señorita.
PEPITA.- Oye, voy a pedirte un favor.
ANTONIO.- Usted dirá, señorita.
PEPITA.- Que no me trates de usted cuando estemos solos. ¿Convenido?.
ANTONIO.- (algo confuso) Si usted así lo desea...
PEPITA.- Si usted lo desea, no. Si tú lo deseas.
ANTONIO.- Perdón, Pepita, es la falta de costumbre la que me hace expresar así. ¡Hace tantos años que no nos veíamos!.
PEPITA.- Pues hazte cuenta que no ha pasado ninguno y trátame como en aquellos tiempos de nuestra niñez cuando jugábamos juntos. ¿Te acuerdas?.
ANTONIO.- ¡Vaya que si me acuerdo, como si fuera hoy! ¡Dichosos aquellos años, pasaron para no volver más!.
PEPITA.- Para mí siempre están presentes. Todavía me acuerdo del día que os peleasteis Rodrigo y tú –el hijo del boticario- por que decía que tenía que ser novia suya y no tuya, que sólo los ricos tenían derecho a casarse con las ricas. ¿Recuerdas este incidente?.
ANTONIO.- Como si fuera ahora.
PEPITA.- Con qué coraje peleabais. Cada golpe tuyo
era un cardenal en su rostro. ¡Y cómo sangraba el pobre chico!.
ANTONIO.- Pero no volvió a importunarte más.
PEPITA.- ¿Para qué?, ¿para que le propinaras otra paliza?.
ANTONIO.- Y se la hubiera vuelto a dar. No sé por qué, Pepita, nuestro instinto, desde que somos niños, hace que aborrezcamos las intemperancias de los otros niños, hijos de los ricos.
Como sus padres, se creen dueños y señores de disponer los juegos y gustos de los otros. Y, en esa época, la verdad, Pepita, para mí lo eras todo.
PEPITA.- Sin embargo, no podrás quejarte. Por ello recibiste la más preciada recompensa que puede darse... ¿Recuerdas?.
ANTONIO.- Jamás se me borró de la imaginación. Parece que lo estoy viendo. Terminada la pelea, limpiaste con tu pañuelo la sangre de mi rostro. Rodeaste mi cuello con tus brazos, y sin hablar, sin decirme una sola palabra me diste un beso y echaste a correr.
A la mañana siguiente, al ir a buscarte, vi con sorpresa que vuestra casa estaba vacía. Os habíais marchado a Madrid apenas amanecido. Desde entonces bulle en mi cabeza una pregunta que tú sola eres capaz de responder.
¿Quieres decirme el por qué de aquel beso?.
PEPITA.- (riendo) Porque...
ANTONIO.- Termina de decirlo, no te cortes en una cosa que tanto me interesa saber.
PEPITA.- (seria) ¿De veras?.
ANTONIO.- Yo no sé mentir.
PEPITA.- Yo te di aquel beso, porque aquel día, tu, encarnabas toda mi ilusión juvenil.
ANTONIO.- ¿Y ahora?.
PEPITA.- Ahora es otra cosa, Antonio. Tú has tenido novia, has amado y sufrido al saberte incomprendido por la mujer que amabas.
Tú no puedes querer ya a ninguna otra sin que se te represente la imagen de aquel tu primer amor, truncado por ciertos hechos insospechados.
ANTONIO.- Cierto, muy cierto es cuanto dices, Pepita, pero con explicación distinta. Cierto es que he tenido una novia a la que no te negaré que la haya querido más o menos; pero mi primer amor, ese amor puro que todo lo envuelve, que hace riente y dichosa la vida; ese amor cuyo perfume conserva siempre intacto el sentido, ese amor, Pepita, sólo fue capaz de encenderlo en mi pecho una niña que, al alejarse de mi lado durante muchos años, el tiempo y el destino me han hecho reflexionar que era de imposible realización, porque era de distinta condición social a la mía.
Pero no creas que el amor ha muerto. Quizá late más vivo y fuerte su rescoldo en mí al haberla encontrado inesperadamente.
La otra, es ilusión de juventud cuyo desengaño me hirió al saber que ni mis gustos ni mis ideas eran compartidas por ella y me las ocultaba. Al fin y al cabo, al decírmelo ella un día, fui lo suficiente hombre para apartarme sin reñir, sin hacerla ningún reproche que hiciera alusión a su injusto proceder.
Sólo me resta decirte, aun que no lo creas, que si sufro no es por ella precisamente, sino por la que encendió en mí aquel primer amor de que te hablaba, que, con su presencia, lo ha hecho surgir más arrollador que antes.
PEPITA.- Calla. Ocultémonos tras de esta esquina. Juraría que es mi hermano Luis quien hacia aquí se dirige. (lo hacen).
ESCENA CUARTA.
Dichos y
Luis que llama a la puerta de Mercedes.
MERCEDES.- (desde dentro) ¿Quién va?.
LUIS.- Soy yo, abre.
MERCEDES.- (abriendo la puerta) ¿Tú, tú aquí?.
LUIS.- Sí, Mercedes. Vengo a pedirte perdón y a que me escuches.
MERCEDES.- ¿Aun no estás satisfecho de tu obra que vienes a insultarme con tu presencia?.
LUIS.- No, Mercedes; ni
vengo a insultarte ni yo soy el culpable de cuanto a sucedido. Entre el destino
y mi madre lo hicieron todo.
MERCEDES.- Vete, vete y déjame olvidada con mi propio
dolor. (intenta cerrar la puerta pero Luis se interpone)
LUIS.- No, Mercedes. Tu no debes negarte a oír al que crees culpable de tus desdichas. Vengo a decirte que tengas confianza en mí, que te amo como jamás creía amarte; que si vengo hay es para asegurarte que sin que pasen muchos días cumpliré la promesa que hice al señor Anselmo de unir nuestras dos vidas en una sola. Y he querido venir a hacerte este juramento precisamente el día que más sola y abandonada de todos te creías; el día que tu corazón solo está ocupado por el dolor.
Déjame entrar en casa. Mercedes. No quiero ser sorprendido ni conocido por nadie, máxime cuando ni mi familia sabe que he venido a este pueblo.
MERCEDES.- No, vete. Mis puertas se cerraron por siempre para ti.
LUIS.- No, Mercedes. Sé clemente para quien está arrepentido de su propia cobardía. He sido un cobarde, lo confieso. No he tenido la gallardía de responsabilizarme y hacerme fuerte ante los que se negaban a facilitar nuestra felicidad, por miedo a perder mi bienestar material; pro temor a que me desheredaran.
¡Harto
cara voy pagando esta falta de hombría en mi propia conciencia! ¡Maldito sea el
amor al dinero que siega tanta felicidad a los seres, haciéndoles creer que
sólo su posesión puede hacerles feliz! Déjame entrar, y yo te prometo hablar
como los hombres deben hacerlo; de corazón.
MERCEDES.- (abriendo la puerta de par en par) Entra, pero no olvides que mi corazón está vacío y fría como hoy esta casa. (entra Luis y se cierra la puerta).
ANTONIO
Y PEPITA.
PEPITA.- (saliendo de su escondrijo) ¿Lo has oído todo?.
ANTONIO.- Sí.
PEPITA.- ¿Y qué piensas de ello?.
ANTONIO.-Que es su conciencia la que habla.
PEPITA.- Y la tuya, ¿no te dice nada?.
ANTONIO.-Mi caso es distinto. Yo no puedo ofrecerla más que la amistad.
PEPITA.- ¿Pero te reprocha algo?.
ANTONIO.-Nada, Pepita. ¿Por qué me haces esta pregunta?.
PEPITA.- (cogiéndose a su brazo e iniciando el mutis) Porque si aun sigues queriéndome como hace un momento me decías, tampoco tú tienes esa gallardía para enfrentarte con aquellos obstáculos que crees encontrar en mi posición para enfrentarte con aquellos obstáculos que crees encontrar en mi posición para vencerlos, y tengo que ser yo la que tenga que decirte: Corroboro lo que mi hermano ha dicho. Si el dinero no puede hacerme feliz, renuncio desde este momento a él, porque su brillo sólo sirve para cegar de egoísmo a quien lo posee.
ANTONIO.-(parándose y cogiéndola el rostro entre sus manos) Sólo una mujer, una verdadera mujer de sentimientos como tú lo eres, puede hacer una renuncia semejante en aras de nuestra mutua felicidad. Desde hoy, no sólo te amaré, sino que te deberé gratitud eterna porque eterna haces nuestra felicidad.
TELON.
Fin del Cuadro del Tercer Acto.
SEGUNDO Y
ULTIMO CUADRO.
La misma decoración del Segundo Acto.
ESCENA PRIMERA.
En escena, Jesús y Hermenegilda, cambiando de
lugar los distintos muebles del salón-fumador.
JESÚS.- Ya estoy canso de aguantar tanta
impertinencia a la señera. Por el señor estaría toda mi vida a su servicio,
pero por ella ni un mes más. En cuanto finalice éste y me pague, me voy de aquí
como alma que lleva el diablo.
HERMENEGILDA.-Eso, y yo empantanada.
JESÚS.- ¿Cómo empantanada?.
HERMENEGILDA.-¡Pues claro! Si tu dejas la casa, ¿qué voy yo a hacer aquí sola?.
JESÚS.- Eso es cosa tuya.
HERMENEGILDA.-¡Ingrato! ¿Es ese todo el cariño que dices tenerme?. ¿Es así como haces prueba de él?.
JESÚS.- Escucha, Hermenegilda. Una cosa es quererte con toda mi alma, sin esperanza de verme jamás correspondido por ti, y, otra, que yo me marche y tu quieras quedarte.
HERMENEGILDA.-(yendo hacia
él) Pues si no te quisiera poco me importaría esta separación.
JESÚS.- (dejando caer cómicamente al suelo la bandeja que tenía entre las manos) ¡Al fin! (abrazándola) ¡Hermenegilda de mi vida!.
HERMENEGILDA.-¡Jesús de mi corazón! (oye pasos y se separa bruscamente de él, cayendo Jesús sobre el sofá) ¡La señora!.
ESCENA SEGUNDA.
Dichos y
Dña. Lucia.
LUCIA.- (indignada viendo a Jesús sentado sobre el sofá) ¿Es así como cumples tu deber en mi casa?.
JESÚS.- (levantándose y haciendo que cojea) Perdón, señora. Sufrí un retorcijón en el... en el pié y me senté un poco a ver si se me pasaba.
LUCIA.- Pues mira si se te pasa subiendo a mi cuarto el nuevo tocador que está en el pasillo. Y sin rayarlo, ¿eh?.
JESÚS.- Descuide la señora. (aparte a Hermenegilda mientras inician el mutis) ¡Pues si que son finos tus abrazos!.
HERMENEGILDA.-(aparte
también) ¡No dirás eso más tarde!.
LUCIA.- (extrañada de que no se vayan) ¿Qué hacéis todavía, ahí?.
HERMENEGILDA.-Ya vamos señora. Es que el pié de Jesús no termina de marchar bien del todo. (hacen mutis los dos).
LUCIA SOLA.
LUCIA.- (monologando) ¡Es como para volverse loca de verdad! Criar dos hijos, y cuando una cree poder buscar un matrimonio ventajoso para ambos, que les dé la tontuna de marcharse a vivir con quien nunca les darán más que palabras de ésas que les embobalican más de lo que están aún e hijos en abundancia. Y encima de haber hecho todo esto sin nuestro consentimiento, cuando no les pueden criar porque les falta el dinero que es el todo en la vida, que te escriban las cuatro páginas que tiene una carta, llenas de sentimentalismo que ni siquiera lo tuvieron para no marcharse de mi lado, ni para escribirme mientras les fue bien, para terminar pidiéndome el dinero que les hace falta.
Y ellos pensarán que de esta forma van a conseguir ablandarme. ¡Que equivocados están!.
Ni que Ernesto diga, ni que Ernesto ceda, yo diré ahora, luego y siempre: no, no y no. ¡Pues no faltaba más! Él será todo lo padre que quiera, pero la única que los ha echado al mundo y los ha criado he sido yo, y yo soy la que dispongo y mando en ellos. (entra Hermenegilda).
HERMENEGILDA.- Señora, el señor Notario dice que usted le ha mandado llamar.
LUCIA.- Si, si. Hazlo entrar y retírate. (vase Hermenegilda) Veremos lo que me aconseja y los derechos que mis hijos tienen sobre mi fortuna.
ESCENA TERCERA.
Dichos y
el Notario. Es un hombre bien conservado y de rostro simpático.
HERMENEGILDA.-(entrando delante del Notario y parándose pasada la puerta) La señora le aguarda.
NOTARIO.- Gracias, Hermenegilda. (vase Hermenegilda)
La pido mil perdones, Dña. Lucia, si llego con más retardo del que tenía
previsto. Usted sabe bien que en mi profesión el tiempo no entra en otra cuenta
que para cobrarlo.
LUCIA.- No tiene por qué excusarse, señor Notario. En fin, siéntese y hasta tanto llegue mi esposo le iré informando sobre el caso que quiero consultarle.
NOTARIO.- Usted dirá,
señora.
LUCIA.- Verá usted. Yo tengo dos hijos, un varón y una hembra, que, atolondrados o embaucados por jóvenes de sexo distinto al de ellos pero de familia pobre, se han unido maritalmente sin nuestro consentimiento. Del mayor no sabemos nada desde hace más de año y medio; pero de Pepita, que así se llama mi hija, sabemos que ha tenido un hijo de la promiscuidad en que vive con su amante, cuyo hijo está enfermo, y nos pide dinero para su curación.
Cuando este aborto del pecado nació, nos enviaron una carta notificándolo. Por mí habría ido al fuego, sin dignarme leerla: pero Ernesto se apoderó de ella y días más tarde me contó lo que decía.
En fin, de cuentas, nosotros somos padres y tutores de la parte de la fortuna que les legó su abuela paterna, a cuya mayoría de edad deben entrar en posesión de ella. Aunque es testamento lo especifica así, mi intención es no darles un solo céntimo de ella por haber abandonado el hogar paterno. ¿Cree usted que por vía judicial pueden revocar mi decisión, teniendo en cuenta las circunstancias agravantes que le señalo?.
NOTARIO.- ¿Es que ellos han hecho esa demanda a usted?.
LUCIA.- No, hasta ahora no. Pero podían hacerla.
ESCENA CUARTA.
Entra
don Ernesto. Todo denota en el cierto decaimiento físico y moral.
ERNESTO.- (fijándose en el Notario) ¡Qué sorpresa, señor Notario! (dándole la mano) ¿Cómo va su salud?.
NOTARIO.- (levantándose) Muy buena, a Dios gracias. ¿Y la suya?.
ERNESTO.- Así, así. ¿Y a qué es debido el honor de su visita? Siéntese.
NOTARIO.- (extrañado) Usted perdone, don Ernesto, pero me extraña sobremanera que me haga esta pregunta habiendo sido llamado por ustedes.
LUCIA.- (al Notario) Creo que usted, señor Notario, ha interpretado mal mis palabras y mi comunicado. Soy yo la que le he llamado y no él.
NOTARIO.- ¡Ah! Vamos; entonces todo queda comprendido ahora.
ERNESTO.- (con dulce reproche a su mujer) ¿Por qué has hecho eso sin consultar primero conmigo? ¿Y puedo saber el motivo de ello?. (entra Hermenegilda)
HERMENEGILDA.- Señor, el hijo del señor Anselmo dice que desea hablarles. ¿Qué le contesto?.
LUCIA.- (levantándose airada) Que aquí no tiene
nada que hacer ni decir.
ERNESTO.- (a su mujer) Tu, siéntate y calla. (a Hermenegilda) Aguarda. Hazlo pasar aquí mismo. (vase Hermenegilda) Y tú, procura que en lo sucesivo, cuando yo esté en casa y alguien se dirija a mí, no contestar en mi nombre lo que ignoras he de decir yo. Esta tolerancia que hasta hoy he tenido no nos ha reportado más que sinsabores y disgustos por culpa de tu temperamento o educación.
LUCIA.- (al Notario) ¿Cree usted, señor
Notario, que pueden tolerarse estos insultos?.
NOTARIO.- Señora, yo sólo entiendo de leyes y no de debilidades o soberbias humanas.
ESCENA QUINTA.
Dichos y
Antonio.
ANTONIO.- (desde la puerta) ¿Dan ustedes su permiso?.
ERNESTO.- Pasa. (pausa) ¿A qué vienes a esta casa?.
ANTONIO.- Señor, si vengo a hablarles, a implorarles con miseración, no es por mí. Es por un ser inocente; un ser que ninguna culpa tiene de lo que ustedes califican delito en los padres; un ser que está luchando entre la vida y la muerte, gravemente enfermo, sin que nosotros, sus padres, podamos comprar aquellos medicamentos que, estamos seguros, salvarían su querida vida.
Por las venas de este ser corre la misma sangre que por las suyas. Considerándoles a ustedes con sentimientos humanos y no como fieras irracionales, incapaces de sentir o ayudar a quien lo necesita, vengo a suplicarles esa ayuda económica que puede devolverle la salud perdida.
Señor, es la única riqueza que tenemos cuyo tesoro estimamos más que a nuestras propias vidas.
¡Sálvelo usted, y le quedaré eternamente agradecido!
LUCIA.- ¡Nunca! Ir en ayuda suya será tanto como perdonar vuestro desvergonzado concubinato, y, eso, jamás, jamás de los jamases se os podrá perdonar.
ESCENA SEXTA.
Entra
Pepita, en cuyo camino se interpone Jesús tratando de impedirla la libre
entrada en la casa.
JESÚS.- (suplicante) Por favor, señorita Pepita; no me comprometa usted. Es la orden que tengo de su mama.
PEPITA.- (apartando a un lado violentamente a Jesús) Tiene usted razón madre. Para usted es preferible guardar ese vil metal que con tanta usura adora, que la vida de un ser y la felicidad de sus hijos. Guárdeselo y procure que no deje de cegarla su brillo, porque, entonces, tendrá que horrorizarse de lo que su dormida conciencia, al despertarse, la acuse.
ANTONIO.- (yendo a su lado y abrazándola tiernamente) ¡Pepita!.
PEPITA.- (con dulce reproche) ¿Por qué has venido?. Anoche te sentí tan intranquilo y nervioso, que hoy, cuando me apercibí de tu inesperada salida tan temprano, sospeché que te dirigías aquí.
Semi-desnuda abrí la ventana y viéndote torcer hacia la carretera general te llamé repetidas veces, queriendo detenerte sin que me respondieras. Entonces me vestí rápidamente y dejando a una vecina al cuidado de nuestro hijito, corrí todo lo que mis fuerzas me lo permitieron para darte alcance. Quería evitarte el bochorno de lo que has oído de labios de una madre desnaturalizada por el egoísmo del dinero. Ahora ya sabes todo aquello que yo habría preferido lo ignoraras. (Ernesto se tapa la cara con las manos y mueve la cabeza como dando la sensación de sollozar)
ERNESTO.- (aparte) ¡Pobres hijos míos!.
ANTONIO.- (emocionado) ¡Pobre Pepita y pobre de nuestro hijito!.
PEPITA.- (a su madre) Antes de marchar quiero hablar a tu corazón, madre. Mientras tu estarás contando el tanto por ciento que de tus utilidades piensas meter en tu caja de caudales sin saber el empleo que podrías darle, yo, tu hija, y hoy madre como tú lo fuiste un día, estaré contando las horas o los minutos que le restan de vida al ser de mis entrañas que tu ceguera condena a la muerte. (iniciando el mutis) Vamos, Antonio.
ERNESTO.- No aguarda, hija mía. (se va hacia ella y la
abraza)
PEPITA.- ¡Padre!.
NOTARIO.- (a Lucía) Señora, si leyes hay que regulan los intereses privados de las personas que los poseen, otras leyes más humanas me vedan ser cómplice de lo injusto. En este caso mi misión en esta casa la doy por terminada. Buenos días, señores. (inicia el mutis)
LUCIA.- (sorprendida y algo emocionada)
¿Entonces?.
NOTARIO.- Señora, en mi vida profesional he podido cometer errores o canalladas, tómelo usted por donde quiera; pero nunca en las condiciones que se da en este caso. Mi opinión particular y personal es que, por encima de todos los intereses está el interés de madre si aún sigue queriendo a sus hijos. Adiós. (vase y Lucia se deja caer ensimismada sobre el sillón)
ERNESTO.- (atrayendo hacia sí a Antonio) Ven y abrázame también tú, hijo mío, y perdonad mi falta de energía para haber cortado antes esta situación.
Desde este momento no estáis solos. Tenéis un padre que hará cuanto esté de su parte por devolveros la felicidad que tanto os hemos regateado. ¡Perdón, hijos míos!.
PEPITA Y ANTONIO.- ¡Padre! (aparecen en la puerta, discretamente, Jesús y Hermenegilda)
HERMENEGILDA.- Anda, díselo tú y agrégales que nos marchamos ahora mismo.
JESÚS.- No, no. Ahora no. Fíjate en eso. (por la escena)
ERNESTO.- (a su mujer) Y tú, ¿no dices nada?.
PEPITA.- (yendo a su lado y tomándola una mano) Madre mía, ¿no sientes en ti el vacío de un amor que niegas a tus hijos? ¿No se subleva en ti contra el egoísmo que te tiene aprisionados los sentidos, esa ternura, ese amor de madre que toda mujer lleva en sí para quienes son fruto de sus propias entrañas? (Lucía queda mirándola sin decir una palabra. Su mirada se va dulcificando a medida que Pepita habla) ¿No me oyes, madre mía? ¡Habla, habla por favor!.
ERNESTO.- Es inútil, dejadla con su maldita obsesión.
LUCIA.- No, que hable. Que no calle. Que siga diciéndome cuanto en ese lenguaje, para mí desconocido hasta ahora, crea que debe decirme.
Quiero que hable (levantándose y yendo con ella paso a paso hasta reunirse con el grupo) que grite, que me apostrofe, que me insulte, que es así como comprenderé mejor lo que yo he gritado e insultado sin pararme a pensar que me hacía daño yo misma.
Quiero apurar el amargor que encierran todos los reproches que se me hagan porque merecedora imperdonable soy de ellos.
¿Dónde, donde tuve yo la cabeza, Dios mío, para haber llegado a este extremo?.
PEPITA.- (abrazándose a ella) No, madre mía. Un hijo jamás insultará a sus padres, aunque estos hayan cometido errores.
El único insulto que yo debo decirte es, que, como madre, jamás perdí la confianza en que sabrías encontrar el camino que te enseñara a comprender que tus hijos, a pesar de todo, te aman como los hijos saben amar a los padres: ¡honrándolos hasta y después de su muerte!.
LUCIA.- (abrazándoles a Pepita y Antonio en un
solo abrazo) ¡Hijos míos!.
JESÚS.- (abrazando a Hermenegilda) Ya no necesitamos marcharnos. Hoy es día de milagros o de verdades que se comprenden tardíamente.
TELON.
del TERCER ACTO.
FIN DE LA OBRA.
En una reunión en el habilitado club, en el que ya
tienen instalado una especie de bar y algunas mesas y sillas se encuentran
matrimonios de españoles, jugando, leyendo, bebiendo...
-¿Os dais cuenta? –dice uno -Sólo hace
poco más de un año que salimos de España y algunos meses de cuando comentábamos
la ocupación de Polonia por rusos y alemanes y la guerra ya se ha generalizado
en Europa. Los alemanes están invadiendo todo. Pronto los tendremos aquí.
-Esperemos que Inglaterra pueda resistir –comentaba
Fermín -Tiene la ventaja de ser una isla y poseen buena aviación. A Rusia
no es probable que la ataquen y han firmado pactos de no agresión. Aunque la
ambición de Hitler no tiene límites.
-Y qué me decís del comportamiento de los
franceses con nosotros -apuntaba otro- Nos están haciendo trabajar en lo
peor. Nos explotan sin ninguna consideración.
El ambiente creado por la colonia de
españoles fue contagiando también a los franceses que ya les veían con cierta
simpatía y admiración. Pero la situación en Europa y en concreto en Francia
había cambiado notablemente. Francia fue invadida por los alemanes, y éstos se
habían adueñado de todos los organismos oficiales. A partir de entonces las
autoridades francesas estaban sometidas a su control al igual que toda la
población. Muchos jóvenes habían huído hacia otras zonas que aun presentaban
alguna resistencia y muchos españoles se habían enrolado en el “maquis”. La
intranquilidad se había apoderado de los españoles que en cierto modo eran
considerados por los alemanes como enemigos en potencia, puesto que en su mayor
parte, si estaban refugiados, era porque sus ideales políticos no coincidían
con los del general Franco.
Durante la sobremesa, mientras tomaban una
taza de café, comentaba Teresa:
-Oye
Fermín: tengo la impresión de que esos rumores que se extendían sobre que los
alemanes nos llevarán a trabajar a otros sitios pueden ser ciertos.
-Quizás sí, y no creas que no estoy
preocupado pero ¿qué podemos hacer? Nos tienen totalmente controlados y no
permiten que nadie se vaya de aquí. Si alguno intenta escapar lo buscan por
todas partes y lo castigan cruelmente o lo abaten a tiros. El castigo al que
desobedece sus órdenes no puede ser más inhumano. Yo creo que es prácticamente
imposible escapar de su vigilancia. El que se marche de aquí ¿dónde puede
esconderse? Si existieran montes como en Vizcaya, aún.
-Así es, y de los franceses tampoco podemos
fiarnos. Incluso con ellos tampoco se andan con contemplaciones. Para los
alemanes todos somos sus enemigos.
-Hasta las autoridades francesas –le
contestó Fermín asintiendo con la cabeza -que siguen en sus puestos
dependen de sus órdenes, y como ellos conocen mejor a la gente, terminan siendo
sus mejores colaboradores y chivatos
-Total, que estamos metidos en una ratonera
-Ya ves. Ahora aunque quisiéramos volver a
España, tampoco podríamos o seríamos tratados como criminales. Al fin de
cuentas Franco y Hitler primos hermanos.
-Sería una locura -prosiguió Teresa,
terminando de echar un vistazo a una carta que habían recibido de su familia de
España -Y las noticias que nos llegan de allí no son nada buenas. Fíjate,
ellos creen que están peor que nosotros, dicen que pasan mucha hambre y que
están muy perseguidos. De mi familia varios están en prisión; parece que
continuamente saben de fusilamientos en las cárceles y en los pueblos, sin
motivo alguno..
-Bueno, por lo menos ahora no estamos tan
expuestos a bombardeos. Llevamos unas semanas de una cierta tranquilidad. De
momento estos alemanes están más preocupados en terminar con los guerrilleros
que no dejan de hostigarles. Y la mayor parte de los guerrilleros son españoles
republicanos. Tu cuñado he oído que también está con ellos en el maquis.
-Ya ves, salieron de una guerra y cayeron en
otra. Hay que ver qué valientes. Yo creo que hasta están convencidos que
llegarán a vencerles.
-Yo no me atrevo a juzgarles. Ellos tienen
sus convicciones y motivos no les faltan. Los comunistas tienen principios muy
sociales, radicalmente opuestos a los fascistas. En la batalla del Ebro junto
con los anarquistas demostraron su valentía. Además los maños son todos muy
tozudos, y tu cuñado es de allí.
-Pero estos nazis alemanes, cabezas
cuadradas, ni son democráticos ni piensan por ellos mismos. Parecen máquinas.
-Sí, máquinas de matar
Teresa dirigiéndose a Fermín -Vaya
vida ésta! Llevamos dos meses pasando más hambre que nunca y la ayuda social
del ayuntamiento ya no existe.
-¿Te acuerdas lo que decíamos? –le
recordaba Fermín- Los franceses han sido incapaces de detener el avance de los
alemanes.
-¿Y tú qué crees, que ha sido mejor o peor?
Al menos así no ha habido tantas bajas.
-Es cierto, pero llevan camino de apoderarse
de toda Europa. Aunque una cosa es invadir Francia y otra cosa es que puedan
mantener la ocupación sin que se produzcan reacciones de guerrilleros. Hay
muchos republicanos españoles que se han unido a la Resistencia. Esto no ha
hecho más que empezar.
Sin parar de hacer sus labores en la cocina,
murmura Teresa:
-¡Empezar, empezar! Para nosotros ya empezó hace cuatro años. ¡A ver cómo y
cuándo acaba! ¡Vaya Navidades que hemos pasado!
CAPITULO 20º
Es invierno y hay pocas personas por las
calles de Anguleme, salvo soldados alemanes patrullando constantemente. En un
banco de un jardín están Fermín y Teresa. Esta, un tanto preocupada le dice: - Oye Fermín, tengo la
impresión de que esos rumores que se extendían sobre que los alemanes nos
llevarán a trabajar a otros sitios pueden ser ciertos.
-Y ahora que empezábamos a entender el
francés llegan éstos con su idioma que no hay quien les entienda.
Fermín continúa sus reflexiones -Sí
que es una raza diferente, no cabe duda. Deben creer que somos sordos. Hablan a
gritos.
Dicen que llevan a los jóvenes a trabajar a
sus fábricas-le comenta Teresa
-No lo creo. Estos no se fían de los
conocimientos de los latinos. En todo caso los utilizarán en los trabajos más
duros.
Mientras vuelven de su paseo hacia la
vivienda pasan unos vehículos militares alemanes provistos de altavoces
anunciando a los españoles:
“¡Atención, atención! Todos los españoles
deberán dirigirse el día 20 de este mes de agosto a la estación del ferrocarril
portando sus enseres. Serán embarcados a las dos de la tarde. Si alguno no
cumple esta orden será castigado severamente”.
-¿Ya oyes, Fermín? Los alemanes van a
obligarnos a abandonar nuestra casa. ¿A dónde nos llevarán?
-¡Yo qué sé! Tampoco creo que nos lo digan,
pero casi seguro que a realizar trabajos para ellos.
-¡Claro! Con sus hombres luchando necesitarán
mano de obra para sus fábricas y minas.
-Es lógico –asiente Fermín- Pero en
fin. No nos queda más remedio que obedecer, así es que ahora lo mejor será
preparar las maletas y empaquetar lo de más valor y lo más necesario para el
viaje.
-Bueno, pero sólo con la ropa nuestra y la de
los peques y alguna otra cosilla ya vamos a ir bien cargados.
CAPITULO 21º
Durante la mañana del día veinte, familias
enteras con sus enseres a cuestas se dirigen por las calles de Anguleme hacia
la estación del ferrocarril, mientras soldados alemanes inspeccionan las casas
y les hacen apresurarse. Por medio de altavoces amenazan con severos castigos a
quienes se retrasaran o intentasen escapar.
En
los andenes de la estación desfila una enorme muchedumbre. Los soldados alemanes les
hacen pasar por unos mostradores donde les entregan un bocadillo de sardinas
en conserva como alimento para el viaje. Un tren de mercancías espera con todas
las puertas de sus vagones abiertas. A Fermín y su familia les hacen montar en
uno que tiene escrito con tiza el número quince. Los vagones poseen un
ventanillo con barrotes. Dos soldados se encargan de hacerles entrar en el
vagón mientras cuentan cuántos van. Los bultos son amontonados en el fondo de
la derecha y las mujeres y los niños en la parte izquierda. Hacen entrar hasta
que ya casi es imposible cerrar la puerta corredera. Cuando los soldados
cierran ésta, colocando los cerrojos; en el interior apenas si existe claridad.
Suena el silbato del jefe de la estación y lentamente arranca el tren
Un joven, llamado Andrés, inicia la
conversación mostrando su preocupación -Esperemos que el viaje no sea muy
largo, porque así, como vamos, no va a ser posible ni sentarse.
-¿Y adónde nos llevarán? –le pregunta su
amigo Jacinto.
-A trabajar para ellos, sin duda alguna -le
responde Andrés.
¡Qué ajenos estaban todos ellos a la suerte
que les esperaba! ¡Cómo se iban a imaginar cuáles eran las verdaderas
intenciones de los militares alemanes, cuando ni siquiera aquellos soldados
conocían su destino; simplemente se limitaban a cumplir las órdenes que
recibían!
-Mira que bien, ahora vamos a recorrer mundo
–exclama un joven con aire optimista.
Sí, -comenta otro llamado Félix que
tendría uno veintidós años -pero desde aquí no lo vamos a ver. Y en medio
de esta penumbra ni siquiera se puede leer algo
-¿Por qué no cantamos algo? –propuso un
asturiano, que al oir algunas respuestas de aprobación, sin dudarlo un instante
se puso a cantar. Algunos más se unieron a él formando un agradable coro.
Minutos después un anciano preguntaba: -¿Habéis pensado que aquí
va a ser difícil respirar dentro de poco? Los que estáis cerca del ventanillo
retiraros un poco por favor, para que entre más aire.
-Tiene usted razón, -asintió una señora
llamada Angela -y además yo pido que a nadie se le ocurra fumar hasta que
lleguemos a nuestro destino. Sería muy molesto para los demás y especialmente
para los niños.
-¡Qué calamidad! –Se lamentaba la que
estaba a su lado, llamada Felipa -Nosotros hemos traído de todo menos
comida y bebida. ¡Con la sed que dan las sardinas!
El joven, llamado Félix, hablando en voz baja
y mirando a su alrededor dijo:
-Yo ya tengo ganas de orinar....
Se fue haciendo de noche y el tren seguía
lentamente su marcha.
-Quizás sea conveniente –propuso Fermín
-que hagamos turnos para tratar de dormir, quedándonos unos de pie mientras
otros se recuesten como puedan.
A
todos les pareció bien y se fueron acomodando lo mejor posible.
-No sé qué es peor: el hambre, la sed, el
sofoco por lo mal que se respira, el cansancio o la incertidumbre de dónde nos
llevan –se oyó decir a otro, en medio de un cierto barullo de
conversaciones entre unos y otros y del monótono chacachá de los vagones en su
ruidosa marcha.
-Mamá,- se quejó un niño -tengo mucho
calor.
Su pobre madre que nada podía hacer para
evitarlo y que conocía la causa por la que se quejaba su pequeño, le respondió:
-¡Ay, hijito, más vale tener calor que no
frío! Anda, súbete sobre mi alda a ver si estás mejor.
Y el pequeño hizo lo que su madre le pidió,
callándose.
-¡Mamá!. -Se quejaba otro -Tengo mucha
sed. Quiero beber agua.
Aquella demanda de su pequeño la dejó
confusa, porque no sabía cómo convencerle que no la había.
-Ten paciencia, hijo mío. Mira, cuando pare
el tren bajaremos y beberemos.
-¡Mamá!, quiero hacer caca.-decía una niña
que no tendría cinco años
-¿Pero hija de mi alma, dónde si no tenemos
sitio ni para matar una pulga?
-A ver, amigos, -propuso Andrés
-hacedle un pequeño espacio, para que la niña haga sus necesidades.
-Muchas gracias, señor. –Dijo la madre
-Yo no me atrevía a pedirles tanto. Pero ¿cómo va a hacer caca, señor, en el
vagón? Si tan siquiera tuviéramos una hoja de periódico....
Entonces una señora llamada Mercedes,
dirigiéndose a su marido le dijo:
-Ya lo oyes, tú, Juan. Te piden una hoja de ese periódico que estás leyendo con
tanta atención.
-Pero Mercedes, si esto no puedo dárselo. Es
decir, me da vergüenza.-Le contestó Juan, que aproximado a una rendija del
vagón por la que pasaba intermitentemente alguna claridad, había estado
ojeando como a hurtadillas aquella revista.
-Y ¿por qué, si es que puedo saberlo?
-Porque en todas sus páginas tiene
fotografías de mujeres desnudas –le contestó bajando la voz.
-¡Pues dale una hoja y así irán en ella
envueltas dos porquerías! –dijo ella con cierto mal genio
-Bueno, mujer, si tú te empeñas....-y
arrancando una hoja se la entregó a la madre de la niña -Señora, aquí tiene
usted una hoja.
-Muchas gracias, señor. -Cogió la hoja y
se quedó mirándola -¡Ay, qué indecencia, señores! Si estas señoras están
enseñando las tetas y el culo....
El pobre hombre fue invadido por un
calor.... el de la vergüenza. Al darle aquella hoja creyó que todo pasaría
desapercibido y ahora todos se enteraban que era aficionado a leer cosas
pornográficas. La intervención de su esposa, de imaginación fértil, lo arregló
todo.
-¡Bah! Angela, no hagas tantos aspavientos ni
escrúpulos por tan poca cosa, que quién sabe si durará mucho este viaje y
entonces, si nos faltan periódicos, también nosotras estaremos obligadas a
enseñar el nuestro. Pónsela a la niña y que haga sobre ella sus necesidades.
-Mamá, yo quiero pan –pedía otro niño
entre sollozos.
-¡Pero hijo de mi vida, si no tenemos para
darte ni una pizca!
-¡Pues yo quiero pan! –insistía el niño.
-Mira, hijo, -contestó malhumorada la
madre -si no hubieras sido tan tragón ayer, que te lo comiste todo y
hubieras dejado algo para hoy, tendrías ahora para comer, pero así no podemos
hacer otra cosa que esperar a que nos traigan algo de comer esos señores que
nos llevan no sé a dónde....
-Mamá,-balbuceaba otro niño -quiero
agua.
-¡Ay, hijo! Pero si no tenemos una sola gota,
¿cómo quieres que te de agua? Espera a que se pare el tren en la próxima
estación y beberás toda cuanto quieras.
Así continuamente se escuchaban las
peticiones de los niños pidiendo comida, bebida o hacer sus necesidades.
-Mamá, quiero hacer “pipï” -y una madre
que respondía:
-Vete, hijo mío a donde está aquel joven y
que te ponga al lado de la rendija del vagón, sacas el “pitilín” y orinas por
entre ella. ¡Oiga, joven!, -gritó aquella madre al joven que antes había
designado, -haga el favor de poner a mi hijo a que orine por la rendija del
vagón... ¡Gracias!
-¿Y ustedes de dónde son?
-Somos de Santander. Mi marido es periodista –repuso la señora
– Yo me llamo Cecilia...
- Encantado, señora. Esta es mi esposa Teresa
y estos son dos de nuestros hijos... y, ¡qué casualidad! yo también he hecho
algo de periodista, pero mi profesión no es ésa. Mi esposa, es de Vizcaya y yo
nací en Logroño. Nuestros hijos se
llaman José y Armando. Tenemos otro que sigue allí con la familia.
-Nosotros no tenemos hijos, todavía.
-Me parece que este viaje –apuntó su
marido -va a ser muy interesante desde mi punto de vista profesional. Estoy
intrigado por saber hacia dónde nos dirigimos. Tengo esta pequeña brújula que
estoy observando cada poco y en general me indica hacia el Este y hacia el Sur.
En el vagón viajan también varios matrimonios
de distintas regiones de España que se van relacionando con los demás y
contando de dónde son, sus aventuras, sus profesiones, edades, etc.
-Ahora, -decía en voz alta el periodista
observando su pequeña brújula -nuestro tren se dirige hacia el Norte. Quizá
sea allí donde nos lleven a trabajar....
-¡Oiga! –le preguntó un tal Antonio
-¿A qué Norte se refiere usted, al de España, al de Francia o al de Alemania?
Porque yo no estoy muy seguro de la sinceridad con que procede esta gente con
nosotros. Para mi forma de pensar, señor, cuando se lleva a las gentes a
trabajar a donde sea, no se las lleva encerradas en vagones de transporte de
bestias como a nosotros, ni se las tiene sin comer durante veinticuatro horas,
sin venir a verlas si están muertas o vivas, como lo están haciendo; sino que
se les transporta en otras condiciones mejores para que puedan dar el
rendimiento de trabajo que se necesita cuando lleguen al lugar fijado para su
destino.
-¿Y cómo crees tú que nos debían llevar, en
primera clase y con restaurante? –le preguntó una joven de su edad que iba a
su lado.
El joven, un tanto apesadumbrado por el tono
agresivo y contradictorio que había empleado la joven a la que más quería y
cuya actitud debía estar motivada porque habían tenido una disputa banal y
hacía tres días que no se hablaban respondió:
-Yo no he querido decir eso. Pero viendo que
vienen niños entre nosotros podían mostrarse un poco más humanos siquiera con
ellos.
-Tiene usted razón, joven. –Intervino
Fermín -Lo inhumano de su conducta es censurable. Pero ya que no dan
muestras de serlo y la función nuestra, por desgracia, es la de estar de pie
hasta que no podamos más, no nos queda otro medio para combatir nuestras penas
que la de hablar de lo que sea para que vayan pasando las horas.
-Jamás hasta hoy –se lamentaba otro
compatriota -había hecho el Tancredo de la forma forzada en que tenemos que
hacerlo, y ahora comprendo el porqué hasta los toros se niegan a acometerlos en
esa postura incómoda y estatuaria.
-Bueno, -se excusó el joven -yo no he
querido herir a nadie con mis palabras expresadas con sinceridad y buena fe,
pero si hay alguien que crea lo contrario que me excuse y perdone. Sólo que....
-¿Qué?, -preguntó la joven morena, su
novia, con la misma agresividad.
-Que como no vengan pronto nuestros
guardianes, y no lo digo por mí, sino por estas pobres criaturitas, y nos
traigan agua y algo de comer, viviremos horas de angustia y quizá de
desesperación, sobre todo sus padres y ellas mismas.
Como si la verdad de la situación
acompañara a las palabras del joven, uno de aquellos niños también dijo a su
madre:
-Mamá, quiero hacer caca.
-Pero, ¿dónde vas a hacerlo, mi vida, si ya
no tenemos papel para envolverla?
-Por eso no se apure, señora –le contestó
Félix -De tanto ir de un lado para otro mi maleta está medio destrozada,
pero el papel que cubre su interior puede servir para que su pequeño haga sus
necesidades en él.
-¿Lo ves, hijo de mi vida, cómo hay siempre
personas generosas para ofrecernos lo que necesitamos? ¡Muchas gracias, joven,
por este favor!
Y en menos tiempo del que se emplea para
decirlo, después de tanto rodar de un lado para otro en su viaje desde España,
quedó la pobre maleta convertida en esqueleto.
-Tome usted, señora -Y le alargó el papel
un poco basto pero limpio, que hasta entonces había forrado el interior de
aquella maleta, ahora desnuda e inservible.
El
joven Félix entregó lo que quedaba de su maleta a su amigo del ventanillo para
que la arrojara por entre los barrotes a la vía murmurando:
“-Adiós,
amiga. Como tú nos quedaremos poco a poco todos nosotros”.
Y a continuación, dirigiéndose a su amigo:
-Toma, Julián, tira por el ventanillo lo que
queda de mi maleta, que siempre me acompañó a todas partes y ya no me acompañará
más. ¡Lo único que deseo es que no hagan con nosotros lo que yo he hecho con
ella: que nos destrocen y luego nos arrojen por otro ventanillo por
inservibles!.
Su amigo Julián, deformando como pudo la
maleta, la tiró por entre los barrotes del ventanillo exclamando con cierta
pena: -Amén
La señora, envolviendo la caca de su niño le
preguntó: -¿Dónde tiramos esto, señor?.
-Démela, señora, que irá a hacer compañía a
la maleta.
Y
haciendo como que la sopesaba antes de arrojar aquella caca bien envuelta,
dijo:
-Excúseme usted señora, y no se enfade, pero
es que en el pueblo donde nací, en casos como el nuestro suelen decir: “Comer,
no comerá, pero el perfume es bastante fuerte”.
Todos
rieron de buena gana por el dicho.
Así van pasando las horas de la mañana hasta
el mediodía.
-Mamá,
quiero agua
Iban pidiendo repetidamente los niños a sus
madres.
-¡Tengo sed! -insistía
-Ay, hijito, ten un poco de paciencia a ver
si el tren para en la próxima estación, nos dejan bajar y entonces beberás toda
la que necesites.
A las lágrimas y ruegos de las madres se
unen las blasfemias y amenazas inútiles de los hombres, al no poder derrumbar
la puerta, ni a fuerza de empujones, patadas, ni lanzando sus cuerpos contra
ella.
Llega la noche. Ya las quejas de las
enloquecidas madres sólo son como furtivos susurros que habían perdido su
fuerza de tanto haber gritado durante el día. Reina el cansancio, el hambre, la
sed, la falta de esperanza. Los padres ya no blasfeman, ni dicen nada. Junto a
mí están dos de ellos, mudos de dolor y lívidos. Alguna lágrima se desliza de
vez en cuando por sus mejillas. Su mirada se pierde hacia el techo del vagón,
terriblemente fría y dura. Diríase que en ella reconcentraban todo el rencor y
odio que un ser puede albergar dentro de sí contra los que les producían todo
aquel daño, incomprensible, sin sentido, ni motivo, ni provecho...
Y tras de pasar la noche más terrible y
pesada de nuestra vida, la luz del tercer día de viaje en aquel vagón, penetra
por el ventanillo, comienza a eclipsar
las sombras de la noche para dar forma de vida a nuestras personas, aunque
la luz como la ventilación fueran insuficientes. El tren aminora aun más su
marcha, se oyen algunos pitidos de la locomotora y vimos que entrábamos en una
estación de nombre conocido
Félix, Que no dejaba de
mirar por el ventanillo, exclamó:
-¿Sabéis? Estamos llegando a Munich. A ver si es aquí donde nos
quedemos.
Todos quisimos asomarnos para ver los letreros de la estación de MUNICH y las primeras imágenes de aquella gran ciudad tan conocida.
Paró el tren, nos abrieron las puertas;
salimos a empellones, muchos buscando sitios donde hacer sus necesidades,
mientras los soldados nos vigilan impidiendo la dispersión.
Nos llevaron a los comedores de Asistencia
Social de la misma estación y nos dieron de comer arroz con patatas,
abundantemente, lo que reconfortó nuestros desfallecidos estómagos, haciendo
renacer en nosotros la alegría de vivir.
Terminada nuestra comida, otra vez nos
condujeron hasta los vagones y volvimos a montar cada uno en el que habíamos
venido, que aun conservaba un olor nauseabundo a pesar de haber permanecido con
las puertas abiertas. Las volvieron a cerrar
y echaron los cerrojos.
El silbato del Jefe de la Estación dándole la
salida y el de la locomotora respondiendo en señal de asentimiento, hizo que
empezara andar el tren al tiempo que oíamos el altavoz deseándonos buen viaje.
Pero en nuestras mentes se reiniciaban ideas semejantes a las del comienzo de
nuestro penoso viaje.
Haría poco más o menos una hora que se había
puesto en marcha el tren, cuando un niño dirigiéndose a su madre pidió hacer
caca.
-Sí, mi vida. Ahora ya tenemos hasta periódicos
para que lo hagas en uno.
Cuando terminó el nene de hacer sus
necesidades, la madre dijo al
joven que iba al lado del ventanillo:
-Joven, discúlpeme, pero le ruego que tire
este paquetito por el ventanillo.
-Con mucho gusto, señora –asintió Julián
cogiéndolo y haciendo como que lo sopesa en su mano.(el gesto de su cara
reflejaba todo menos “gusto”)
-¡Oh!, desde que el nene ha comido parece que
este paquetito pesa más.
La
carcajada es general. Fermín, aprovechando aquel ambiente de buen humor preguntó
al auditorio si querrían que les contara algo relacionado con esa necesidad.
-Si me lo permitís, y para pasar el rato, me
gustaría contaros una historieta originaria de Bilbao que estas situaciones me
traen a mi memoria.
Inmediatamente contestaron varios a un
tiempo: -Sí, sí,
cuéntenoslo!
Y Fermín comenzó a contarles.....
“-No hace muchos años llegó un ricachón de
nacionalidad inglesa, en calidad de turista, a Bilbao, que se encontraba en
fiestas. Era el mes de agosto y cuantos aman las corridas de toros saben que el
público de Bilbao es muy exigente con los toreros. Viene a ser Bilbao como una
cátedra de tauromaquia, en cuya plaza si su actuación es buena se consiguen
muchas contratas, en particular las de mayo o en otras plazas de toros de España.
Nuestro inglés quiso visitar todo lo que de artístico, histórico o popular
tiene Bilbao.
En el funicular subió a Archanda,
admirando el Parque de Atracciones y desde allí fue a visitar la Basílica de
Begoña, bella entre las bellas, cuyo reloj, al dar las horas, lo hace con
variados sonidos musicales.
Después se fue a ver el lugar donde, en
La Peña y durante el año 1917, hicieron descarrilar el tren cayendo máquina y
vagones fuera de la vía y que puso de manifiesto la pericia y competencia del
jefe de montadores, el señor Balanzategui, de la Fábrica de Altos Hornos de
Vizcaya, de Sestao, para encarrilarlos en un tiempo record.
Asistió a dos corridas de toros en la
Plaza de Vista Alegre, contagiándose con el público gritando el clásico ¡Olé!,
cuando éste jaleaba las buenas faenas hechas por los toreros.
Visitó el Parque, San Mamés, la plaza
donde está levantada la efigie del Sagrado Corazón de Jesús y las famosas Siete
Calles, siempre muy frecuentadas por el público, a pesar de ser estrechas y donde se encuentran multitud de comercios.
Posteriormente asistió a varios conciertos
que la Banda Municipal dio en el Kiosko del Arenal y fue a ver en el Teatro
Arriaga la magnífica obra “La Tempestad” puesta en escena por una prestigiosa
compañía.....”
-Al grano, que la paja no nos interesa
–le interrumpió Antonio
-A eso voy llegando. Como a nuestro inglés se
le terminaban las vacaciones y estaba hospedado en el Hotel Carlton, uno de los
mejores de Bilbao, recomendó al vigilante de noche que al día siguiente le
despertara a las siete de la mañana, con tiempo suficiente para coger el tren
que salía de la Estación del Norte para Barcelona, a las nueve de la mañana.
Desgraciadamente a eso de las cinco y media
de la mañana a una turista que se encontraba encinta se le adelantó el parto y
el vigilante, con los ajetreos de llamar al doctor y a la partera y ordenar
cuanto para estos menesteres se necesita tener preparado, se olvidó de
despertar al inglés, que, confiando en que le despertarían a la hora prevista,
dormía a pierna suelta, como vulgarmente se dice.
Se despertó a las nueve menos cuarto y
comprendió que por mucho que hiciera nunca llegaría a tiempo para coger el tren
de las nueve, y se afeitó y acicaló con esmero y calma y bajó al comedor a
desayunar.
Cuando terminó de hacerlo sintió necesidad de
hacer “caca”. En el hotel y en el hall había tres cabinas de W.C. pero todas
ellas estaban ocupadas. Como “aquello” le pedía hacerlo urgentemente, cogió un
periódico y subió a su habitación. Lo extendió cuidadosamente y después de la
descarga lo envolvió en el periódico muy cuidadosamente, pensando que podría
echarlo en alguna parte desierta. Pero tanto anduvo que llegó hasta donde por
fiestas se instala el circo, las barracas y otras atracciones, alegría y
diversión de chicos y grandes. Y entre todo aquel bullicio que forman el
público, los barquilleros con el recipiente lleno y la ruleta que señala los
que se ganan por tirada, incitando a la glotonería de los chicos; el vendedor
de los helados “Riancho”, el vendedor de ronchas de melón a 5 céntimos la
roncha, y el presentador de los números del circo explicando la importancia de
cada uno de ellos, sobresalía la voz del vendedor ambulante: “¡Agua de
Iturrigorri, dulce y fresca!” que forma el todo en las fiestas de Bilbao.
-Me parece que su historia va a ser más larga
que nuestro viaje –musitó el periodista.
-Lo que pretendo es que el viaje se les haga
más corto.... o más entretenido –se justificó Fermín.
-Siga, siga, por favor –reclamó Félix,
interesado por la historieta - Además no tenemos nada mejor que hacer, y si
alguien cree que conoce alguna otra historia interesante, que la cuente
después.
-Bueno, pues
entonces sigo:
“Junto a este maremagnum había que agregar
la atracción que representan los “Charlatanes” que venden toda clase y variedad
de artículos de relojes, carteras, plumas estilográficas, tirantes, hojas de
afeitar, etc....
Entre ellos se contaba el más simpático y
engañador de todos: León Salvador, algunas veces millonario y otras tantas
venido a menos, a causa del maldito vicio del juego. Ese día vendía pesos que
no podían pesar más que un Kilo.”
“-Señoras y señores, decía. Con este peso de
bolsillo, si es que van ustedes a comprar un kilo o menos de lo que sea, no hay
miedo a que el comerciante les engañe, porque
sacan
ustedes el peso, pesan lo que han comprado, y, si no llega al kilo, saben los
gramos que les dan de menos. ¡Y sólo cuesta CINCO pesetas! ¿Hay quien lo
compre? ¿No? Y León Salvador metía la mano en una caja de hojalata en la que tenía el dinero, la removía y
sacaba de ella el puño cerrado. ¡He dicho que el peso cuesta CINCO pesetas,
pero al peso agrego el dinero que encierro en la mano! ¿Hay quien lo quiere?”
Por curiosidad nuestro inglés se acercó a
aquel grupo en el preciso momento que una señora había “picado” aceptando la
compra del peso más lo que había dentro de la mano de León Salvador.
Este vio al inglés que llevaba el “paquetito”
todavía debajo del brazo, y le dijo:
“-¡Eh! Señor, ¿tiene la amabilidad de dejarme
su paquete para demostrar a esta señora que no ha perdido las cinco pesetas que
cuesta el peso que me ha comprado por la exactitud que tiene mi peso?”
Como el inglés se hizo el sordo, uno de los
del grupo, un atrevido, le arrebató el “paquete” de debajo del brazo y se lo
entregó a León Salvador.
“-Gracias, señor, dijo León Salvador. Ahora
vamos a ver si el comerciante que le ha vendido el género que este señor ha
comprado, ha sido honrado o no. ¡Ya lo decía yo, señores!, ¡le han robado cien
gramos!
-Que se vea el género, dijo uno. Que se vea,
dijeron varias voces. León Salvador deshizo el paquete con la intención de
apreciar la cuantía del robo y quedó estupefacto al ver lo que contenía.
-Que se vea, que se vea, gritó el público.
León Salvador lo mostró con cierta repugnancia .
Una sola voz salió de las gargantas de todos
aquellos curiosos: ¡MIERDA!
-¡Tío cochino!, dijo uno dándole un bofetón.
¿Es que lo llevabas tan bien empaquetado debajo del brazo para facturárselo a
tu familia demostrándoles cómo se defeca en Bilbao?
El pobre inglés que no llegaba a comprender
el porqué pretendían maltratarlo, se escabulló como pudo y llegó a la Estación
del Norte, deseoso de coger el tren para Barcelona, donde debía embarcar para
Glasgow, en donde residía.
Al llegar, su familia le estaba esperando en
el desembarcadero. Su padre después de abrazarle, le preguntó:
-¿Qué tal te ha ido por Bilbao? ¿Es cierto
que es bonito y que sus mujeres son guapas y graciosas?
-¡Oh, sí! Papá. Bilbao no tiene más que dos
inconvenientes, pero es bello. El primero es que sus hermosas residencias están
negras por el humo de sus fábricas. El segundo es más grave, porque si no haces
un kilo cuando hagas tus necesidades, te insultan o abofetean”.
Al terminar su cuento se desarrollaron
algunos comentarios y Julián apuntó:
-Por ese lado, salvo los paquetes de los nenes, hacemos honor a lo que ese
inglés decía; todos pasan de un kilo, y sobre todo, después de que hemos
llenado nuestros estómagos con la comida que nos han dado en la estación de
Munich.
Entonces Andrés propuso: -A ver si hay alguien que se anima a
distraernos otro rato contando otra historia.
Así se iniciaron algunos otros relatos y
anécdotas, con lo que se les pasó el tiempo más distraídos y relajados.
Llegada la noche y por vez primera, Fermín se
quedó dormido un instante, después de más de cuarenta horas que no había pegado
ojo.
Está amaneciendo. Fermín se despierta
sobresaltado y se excusa ante el compatriota que su hombro había servido de
almohada para que reposara la cabeza en él.
-¡Oh! Perdona. Me había quedado dormido.
-No es nada grave. También yo he debido
quedarme dormido un momento y eso me ha hecho bastante bien después de dos
noches que llevamos sin dormir.
Fatigados de estar tantas horas de pie,
contaba en sus memorias mi tío Fermín, vimos llegar las primeras luces del alba
del nuevo día. Como solamente lo veíamos a través del ventanillo, no podíamos
afirmar si hacía bueno o mal tiempo.
-Estamos llegando a una estación –anunció
Julián- y parece que se va a detener el tren.
Félix, pesimista, le contestó: -También se ha detenido otras veces, y ha
seguido después como si nada. ¿Y cómo se llama esta estación?
-Son casi las once de la mañana –puntualizó
Fermín - ¿Se ve el nombre del pueblo?
-Sí ya lo veo: se llama Mauthausen –gritó
Julián
-¡Qué nombre más raro!. Parece como si
quisiera decir algo de muerte –comentó Félix.
-Parece que sí se detiene –confirmó el
periodista- Aunque su nombre sea feo a mí empieza a gustarme. A ver si
salimos de una vez de esta maldita jaula. Nunca me había parado a pensar lo
bueno que es poder hacer nuestras necesidades a gusto.
Al entrar el tren en que veníamos, frenando
hasta pararse en la vía muerta de aquella estación llamada MAUTHAUSEN,
Félix, que estaba junto a Fermín, exclama:
-¡Qué nombre tan lúgubre
han puesto a esta estación, MAUTHAUSEN!, aunque no comprendo el alemán me da al
corazón que tiene alguna relación con algo así como de muerte.
-Pues mira Félix, como
no nos expliques en qué te fundas para hablar así nos quedamos igual que como
estábamos antes de venir aquí.
-¿Y
qué queréis que os diga, si no sé ni yo mismo lo que significa esa palabra? Lo
que sí sé es que ha salido involuntariamente de mi boca como reflejo de mi
imaginación.
En esas estábamos cuando descorrieron el
cerrojo de nuestro vagón y abriéndonos la puerta nos invitaron por señas a que
bajáramos de él. A una distancia prudencial y formando un círculo del que
supusimos que no podríamos salir, estaban como una treintena de soldados de
esos de la calavera llamados S.S. con el fusil debajo del brazo y el dedo en el
gatillo, dispuestos a hacer fuego sobre nosotros si intentáramos desobedecer
aquella orden.
Al bajar del vagón y
dando prioridad a mujeres y niños, cada uno de nosotros fue en busca del agua
bienhechora que nos permitiera lavarnos manos y rostros, beber la que
necesitábamos y después buscar entre los vagones un lugar discreto para hacer
nuestras necesidades.
De esta forma pasamos quizá más de una hora y
media sin que intervinieran para nada los oficiales de aquella tropa.
Cuando comprendieron que todos habíamos hecho
nuestras necesidades, nos ordenaron subir cada uno a nuestro vagón y volvieron
a encerrarnos en ellos.
Fermín se dirigió a Félix: -¡Vaya!
Pensábamos que aquí terminaría el viaje, pero por lo visto no es así. Y esta
vez ni siquiera se han dignado darnos algo de comer.
-Al menos hemos podido
beber agua y hacer nuestras necesidades. Además de estirar las piernas y
respirar aire más puro.
-Como bien dices, más
puro. Pero en cuanto a los olores la verdad es que fuera tampoco huele nada
bien ¿no lo habéis notado?
-Sí. Como a cuerno
quemado. Mientras dure esta maldita guerra me parece a mí que el olor a quemado
va a ser general en toda Europa.
Serían aproximadamente
las dos de la tarde cuando nos volvieron a abrir para darnos una ración de
comida compuesta de arroz y patatas a medio cocer que provenía de los
habitantes civiles, pero que a pesar del hambre que teníamos, difícilmente era
comestible.
Bajamos del vagón y sentados en el suelo,
formando un grupo de unos diez metros de frente, próximos al vagón, nos
dispusimos a comer.
-Como se suele decir –decía
Fermín a su esposa e hijos- no existe mejor condimento que el hambre,
porque de otro modo, en este ambiente de malos olores y con esta porquería que
nos han servido, sería preferible quedarnos en ayunas.
-Si al menos lo hubieran
cocido un poco más... –criticaba Teresa, mientras comía con apetito pero a
disgusto aquella ración que les había correspondido
-Por lo que parece han
sido las personas del pueblo las encargadas de prepararnos el rancho.
Seguramente les ha cogido de sorpresa.
Su hijo José,
dirigiéndose a ella, le dijo: -A ver si te contratan a ti de cocinera y
les enseñas cómo con cualquier cosa se puede hacer un buen cocido.
El pequeño Armando
observó: -¿Habéis visto? Algunos han tirado la comida entre las vías.
-Pues que no tengan que
arrepentirse algún día –le contestó su padre -Esos seguro que no han
pasado tanta hambre como pasamos nosotros en las playas. Vosotros comed, que
aunque no esté muy bueno, el cuerpo lo sabrá aprovechar.
Su madre intervino
entonces: -Así es. Haced caso a vuestro padre, porque no sabemos cuándo
nos darán otra comida ni dónde terminará nuestro viaje.
Mientras tanto, el vagón se ventilaba de
nuevo, llegando hasta nosotros el mal olor acumulado en él, mezclado con el del
ambiente.
Algunos de nosotros
haciendo de tripas corazón, como vulgarmente se dice, conseguimos terminar con
cierta repugnancia, lo que nos habían dado para comer. Otros, al no poderlo
masticar ni sacar sabor agradable a aquella comida, la arrojaron por entre los
raíles de la vía muerta, lo cual, visto por el jefe de los soldados les puso
fuera de sí, y llamando al intérprete que habían traído consigo, le ordenó que
nos tradujera sus palabras:
Este nos dijo:
“El jefe de esta tropa me ordena que os diga que ni como soldado ni como
alemán, está dispuesto a tolerar que arrojéis despreciativamente la comida que
la población civil se ha privado de comer, por dárosla a vosotros.”
Y como si fuera una
punición o castigo por lo hecho, nos hicieron entrar de nuevo y nos encerraron
en el vagón, corriendo todas las puertas de los vagones, dejándonos con
nuestros propios pensamientos y comentarios sobre lo sucedido. Los hubo para
todos los gustos. Los unos opinaban que, a pesar de no estar bien cocida la
comida que nos dieron, debiéramos haber cerrado los ojos y no hacer caso a los
sentidos y haberla comido sin dar lugar a ponernos a mal con la población y con
aquellos soldados.
Los otros opinaban que no se nos debía exigir
el que todos tuviéramos las mismas apetencias para tener que comer lo que no
nos agrade, porque cada uno nace con sus gustos y acondicionamiento de estómago
y depende de unas costumbres.
Y comentando todo lo que se derivaba de estos
hechos estábamos hasta que como media hora después se abre la puerta del vagón,
y subiendo a él un oficial y dos soldados que, sin despegar los labios (y ¿para
qué, si ninguno sabíamos alemán?) empezaron a hacer una selección entre los
jóvenes de más de 14 años, obligándoles a que descendieran junto con los
hombres y formaran de cinco en cinco, en una especie de explanada que había en
la estación, a unos cien metros del convoy.
Fermín, al ver que delante de él el oficial hacía descender
al hijo menor, Armando, que no tiene
todavía 14 años, se interpuso y con ademanes y mímica le hizo comprender que le
dejaran con su madre. Gritando y acompañado de enérgicos gestos le decía:
-¿Pero no ven que es un niño? Sólo tiene trece años.
Como respuesta recibió un empujón para que
descendiera del vagón inmediatamente, pero dejaron a su hijo Armando, con su
madre, mientras que al hijo mayor, José, le agregaron a cuantos habían
seleccionado.
-¡Adiós! ¡No te separes del Peque! –le
gritaba Teresa desde el interior del vagón
-¡Adiós!... ni tú de Armando. No le dejes
solo.
A Teresa sólo le dio tiempo para preguntar: -¿Nos volveremos a ver?
-¡Pues claro! Tú cuídate y cuida de los
peques... ¡Adiós!
-gritaba
Fermín en medio del vocerío y lamentos de todos los demás deportados.
Inmediatamente les cerraron puerta del vagón.
Todo este proceder era de una infalible
acción de prontitud que deja sorprendidos y sin reacción a los interesados y a
los familiares que vienen con ellos.
Es decir que no operaban
más que de vagón en vagón, sin que los otros pudieran ver lo que sucedía en el
resto del convoy, hasta que les correspondía su turno y lo veían por ellos
mismos.
Después, sí. Después los gritos, los golpes a
las puertas para que les dejaran compartir nuestra suerte, junto con los
llantos y maldiciones les invadía sin que ni los oficiales ni los soldados
hicieran gran caso de ellos, continuando impávidos su trabajo de selección.
Cuando terminaron esta operación en todos los vagones, nos contaron varias
veces como si para aquella tropa lo más fundamental era contarnos cada hora,
para saber cuántas personas llevaban detenidas porque, efectivamente, nosotros
éramos sus presos.
Pero, ¿a dónde nos llevaban? Y ¿quién
podía responder a nuestra pregunta, si ni ellos nos comprendían ni nosotros a
ellos? ¿El intérprete? Aquella vez lo habían dejado en la cárcel ya que por el
traje rayado que vestía, se deducía que estaba sufriendo condena en alguna
prisión controlada por aquellos soldados. Pero, y nosotros, ¿qué delito
habíamos cometido para que sin juzgarnos ningún tribunal, nos llevaran a una
cárcel o penal?
Mientras estábamos aguardando a que nos
ordenaran marchar sin saber a dónde, el viento glacial que azotaba nuestros
rostros y cuerpos iba penetrando en ellos como un cuchillo a pesar de
encontrarnos en el mes del año que más calor hace, era el 24 de agosto de 1940,
e íbamos desprovistos de ropa de abrigo adecuada para hacerle frente.
Aquel día triste y gris hacía deprimir mucho
más nuestro decaído ánimo, al repercutir en lo más profundo de nosotros mismos
la amargura de vernos separados brutalmente de nuestros familiares dejados en
aquellos vagones.
Mi hijo José me preguntó: -¿Dónde
crees que nos llevarán?
-Ya,
¡claro! Porque a los niños y a las mujeres los han vuelto a embarcar.
¿Los volverán a llevar a Francia?
-Quizás sí, porque para ellos son una carga.
Como no les son de utilidad para trabajar...
En todas nuestras mentes nos invadían las
dudas y nos hacíamos idénticas preguntas. ¿A dónde los llevarían después? ¿Los
volveríamos a ver algún día?
Mientras esto pensábamos de ellos vimos que
una vez más nos volvían a contar como si aquellas gentes sufrieran de
fragilidad de memoria para olvidar el resultado del recuento anterior.
Como eran dos a contarnos, al terminar de
hacerlo consultaron sus respectivos resultados y por la satisfacción que
reflejaban sus semblantes comprendimos que coincidía el uno con el otro.
Acto seguido nos ordenaron marchar hacia el
pueblo de MAUTHAUSEN bien formados. Al entrar en él pude observar, y creo que
los demás también, que las escasas personas con las que nos cruzamos,
mirándonos furtivamente como si fuera un delito mirarnos de frente, mostraban
una pena inmensa, sobre todo por los jóvenes que venían con nosotros, que eran
casi unos chiquillos la mayoría de ellos, con lo que nuestras sospechas y
temores venían a sumarse al deprimido
ánimo en que ya nos encontrábamos.
Y si lástima denotaron por nosotros las pocas
personas encontradas en nuestro camino, la misma compasión leímos en los
rostros de las personas que furtivamente y a través de las celosías o cortinas
de sus ventanas nos observaban pasar entre los fusiles de los soldados,
conducidos como si fuéramos unos forajidos o gente criminal.
¿Qué significaba todo aquel conjunto de
misterios? Nosotros suponíamos y con razón que los civiles que nos miraban
pasar sabían a dónde nos llevaban.
Al llegar a una bifurcación entre la calle
general del pueblo y un camino vecinal de pronunciada cuesta, nos ordenaron
adentrarnos por él.
CAPITULO 25º
No habríamos andado doscientos metros por
aquel camino vecinal en cuesta, cuando los oficiales y soldados S.S. que hasta
entonces se habían comportado correctamente con nosotros, empezaron a gritarnos
y a empujarnos con el cañón de sus fusiles y otras veces a darnos alguna que
otra patada o puntapié por lo que empezamos a subirla lo más a prisa que
podíamos, siempre amenazados y maltratados.
-¡Los, los, sakrament, komunists!,-nos
gritaban los soldados, al tiempo que nos daban con el cañón de sus
fusiles haciéndonos daño en cualquier parte del cuerpo para que marcháramos más
deprisa todavía, obligándonos a iniciar una carrera cuesta arriba, que nos
sofocaba y nos impedía respirar normalmente.
Dábamos la sensación del rebaño de ovejas que
para evitar el palo del pastor o la mordedura en las patas de los perros obedientes al amo para
hacerlas correr más aprisa sin descarriarse ninguna y hostigados así, corríamos
alocados a pesar de las dificultades de la ascensión.
Recuerdo perfectamente, comentaba años más
tarde Fermín, que pasamos por delante de una casa de campo situada a la
izquierda del camino, mientras que a la derecha había un ermita en cuya fachada
se veía la escultura de una Virgen con sus manos juntas en piadosa plegaria y
su mirada dirigida al infinito como si implorase piedad por cuantos como
nosotros, habían subido la cuesta brutalizados como se nos maltrataba a
nosotros.
Como esta ermita yo había visto otras en
muchos pueblos de la Península Ibérica, en las que al menos una vez por año y
según la importancia que los creyentes de sus milagros la atribuirían, acudían
a venerarla no sólo los vecinos del propio pueblo, sino las gentes de los
alrededores.
Yo creo que en Mauthausen ocurriría lo mismo
con esta ermita que vimos al subir de aquella manera violenta por el camino
vecinal.
Así llegamos a la cúspide donde se extendía
una gran explanada, muy a punto del fin de nuestras fuerzas. Pero también
ellos, aquellos oficiales y soldados S.S. que nos habían impuesto aquel paso
gimnástico, estaban fatigados, porque no tenían otro remedio que seguirnos,
aunque lo que para nosotros representaba un esfuerzo especial, para ellos era
un entrenamiento casi diario.
Llegar al alto nos hizo mucho bien. Nos ayudó
a recuperar nuestras propias fuerzas, desapareciendo el sudor que cubría
nuestros rostros y el de nuestros cuerpos, que había empapado nuestra ropa
interior.
Lo que no nos permitieron fue romper nuestra
formación, teniendo que estar a pie firme. Cuando el oficial que mandaba a los
soldados consideró suficiente el descanso, volvió a contarnos y constatando que
habíamos dado el mismo número de presentes que en el recuento anterior, nos dio
la orden de marchar por el camino hecho por los camiones y tránsito personal.
Por él llegamos a una barrera muy similar a
las de los pasos a nivel y que llamaban “CONTROL”. Sin la autorización de
aquellos soldados nadie podía pasar más adelante.
Se adelantó el oficial, le hizo ver algo,
levantaron la barrera y notamos que según pasábamos nos iban contando.
Así continuamos marchando hasta un recodo del
camino. Al pasarlo vimos surgir ante nosotros dos cosas que helaron la sangre
de nuestras venas. A todo lo largo y ancho del camino había un inmenso terreno
que varios presos con trajes rayados verticalmente y gorro del mismo color y
rayas, fondo blanco y rayas grises, laboraban la tierra vigilados por soldados
S.S. con el dedo en el gatillo dispuestos a disparar el fusil contra ellos si
intentaban huir o desobedecer la orden de trabajar sin descanso.
Más hacia la derecha se elevaba una fortaleza
de aspecto siniestro que provocó en nuestros cerebros la angustia y confusión
presumible.
-¿Pero con qué derecho
nos traen a estos lugares sin habernos juzgado ni condenado ningún tribunal, ni
haber cometido ningún delito?
-¿Qué mayor delito que
amar la libertad y haberla defendido contra quienes atentaron contra ella en
España?
-le
contestaba el que iba a su lado
-Recuerda lo que dicen
las escrituras: -apostillaba Andrés en voz baja- cuando Pilatos
dio a elegir al pueblo entre Barrabás, vulgar ladrón sin sentimientos humanos,
y Jesús de Nazaret, hombre que predicaba el amor entre los hombres, el pueblo
aceptó la libertad de Barrabás que no la merecía y condenó a Jesús de Nazaret a
morir crucificado. ¡Esto fue lo absurdo que sucedió y esto es lo que sucederá
con nosotros!
Años después Fermín me contaba así sus
recuerdos imborrables sobre su llegada al Campo de Concentración. Al igual que
le pasó a él, otros supervivientes también recordaban esos momentos anteriores
a su internamiento, pasando a continuación a contar las experiencias vividas
dentro del Campo. Denotaban en sus conversaciones por una parte lo marcados que
habían quedado por las experiencias sufridas y por otra parte una necesidad
constante de relatar sus padecimientos,
con la esperanza de que se les creyera, insistiendo en que todo aquello sucedió
y que fue cierto, aunque muchas personas se atrevieran a ponerlo en duda.
“Absorto en estas reflexiones no me di cuenta
del camino recorrido sino que ya habíamos llegado frente a la puerta de entrada
de aquella fortaleza. (Continuaba Fermín en sus memorias).
Hicimos alto y mi curiosidad hizo que
extendiera mi vista y vi sobre mi derecha y entre unos árboles frondosos una amplia
jaula y dentro un águila llamada imperial, que es el emblema alemán de su
poder. Sobre la izquierda había una pancarta con grotescos presos marchando al
paso gimnástico y un letrero que decía:
“CARACHO WEG” (marchad
deprisa, era su traducción)”.
Enseguida se corrió la voz de que aquel
sitio al que habíamos sido conducidos, Mauthausen, era conocido por la gente
del pueblo como “LA CASA DEL ASESINATO” y que también lo llamaban “LA COLINA
DE LA MUERTE”.
“Obedeciendo a los gritos, empujones y golpes
que nos propinaban los soldados, e instigados por los perros que amagaban
continuamente con mordernos, penetramos en el Campo de Concentración, donde
íbamos a soportar y a ser testigos de atrocidades que nos marcarían a los
supervivientes para el resto de nuestros días”.
Años más tarde de su liberación, Fermín me confió sus memorias y me pidió que tratase de reflejar éstas en un libro, (el cual ha sido ya editado con el título de “LA COLINA DE LA MUERTE”) con objeto de que el mundo conociera lo que fueron sus padecimientos dentro del Campo de Exterminio de MAUTHAUSEN.
FIN