En la década de 1980, uno de los acontecimientos que más destacaron en la
mayoría de los países latinoamericanos fue el estallido de una profunda. crisis
económica, que se reflejó en el incremento de la deuda externa, lo cual la dejó
fuera de control.
El modelo que otorgaba un papel central al Estado fue de gran influencia para
las transformaciones políticas y económicas de las décadas anteriores. En el
orden político, la existencia de un estado fuerte y con cierta autonomía
formalizaba la representación de intereses a través de secres que se adherían a
grupos institucionalizados, que se acercaban más a una participación real e a la
simple representación.
En el orden económico, se crearon mecanismos de
regulación, nacionalizaciones o inversiones directas en empresas estatales, aun
cuando la inserción a una economía internacional se basara fundamentalmente en
productos primarios poco elaborados, a la vez e se dependía de la tecnología
extranjera. Sin embargo, los gobiernos tenían poco interés, o baja capacidad en la
política fiscal, para lograr una extracción de recursos que apoyara sus
proyectos económicos. Esta debilidad política motivó el incremento de la deuda
externa, lo cual obligó a los gobiernos, por un lado, a canalizar cada vez más
recursos al pago de los compromisos con los organismos financieros
internacionales y, por otro, a no poder aumentar el gasto social con la
consecuente caída del nivel de vida de la mayoría de la población.
Algunos indicadores, como los que menciona Norman Hicks en la publicación del
Sistema económico Latinoamericano (SELA), Desarrollo social y programa de
ajuste, revelan que al finalizar la década de 1980, la llamada “década perdida”,
América Latina pagó por el servicio de su deuda más del 4 por ciento del
producto interno bruto, cuando entre 1985 y 1989 el crecimiento de de 1.5 por
ciento. Para 1992, por concepto de intereses y utilidades pagó aproximadamente
30 mil millones de dólares, al tiempo que su deuda ascendía a 450 mil 875
millones de dólares ese mismo año.
En 1995, Salvador Arriola, secretario permanente del SELA, señaló que la
deuda externa latinoamericana superaba los 530 mil millones de dólares (cifra
que duplica los niveles de 1982, ruando estalló la crisis deudora), provocando
una transferencia neta de recursos al exterior mayor los 35 mil millones de
dólares. La salida de capital aumentó los índices de pobreza.
El Banco Mundial declaraba: “A principios de 1993, el 20 por ciento más pobre
de la población de América Latina recibía apenas 4 por ciento del total del
producto interno bruto (PIB), y el porcentaje de personas que vivía en situación
de pobreza aumentó de 27 por ciento a 32 por ciento kl total de la población, en
el periodo 1980-1989”.
A ello se agregaba la caída de los salarios mínimos y medios en la mayoría de
las naciones latinoamericanas, que se encontraba entre 50 y 70 por ciento para
los casos de México, Perú, Brasil, Venezuela en el periodo 1980-1990.
La dificultad de soportar la deuda externa, aunada a diversos factores
domésticos, como la pérdida de eficacia y de legitimidad, desembocaron en la
caída de los regímenes autoritarios. Los excesos de los cuerpos represivos
generaron una revaloración de la democracia, como un concepto distintivo y
antagónico de la experiencia política anterior. Sin embargo, en la práctica
política, debido al interés por reinstaurar el sistema democrático en los países
de América Latina, se planteó el problema adicional de distinguir entre lo que
se suponía un mero cambio de régimen político y a efectiva democratización de
las instituciones estatales, de los procedimientos competitivos y de DS
mecanismos participativos.
La crisis política y económica afectó a los gobiernos latinoamericanos, pues
las contradicciones alcanzaron tal nivel que ya no se pudo gobernar. El consumo
de las clases medias y las políticas de bienestar social no sólo se frenaron,
sino que se abatieron. Además, los capitales mediano y pequeño, el público y el
social no sólo fueron integrados o privatizados, sino que se les obligó a
contribuir a la concentración especulativa del gran capital. Países y pueblos
enteros realizaron grandes diferencias de excedentes, que cubrían los déficits
fiscales y armamentistas de las metrópolis, e incrementaron las tasas de
acumulación de los grandes negocios. Como la reacción popular a esta política no
sólo se limitaba a los grupos más explotados, sino que incluía a los sectores
medios y los obreros organizados, la pérdida de los mediadores, la
radicalización y la agresividad crecientes, ligados a la desesperación de los
habitantes marginados urbanos, de los campesinos pobres, e las minorías
indígenas, de los estudiantes e intelectuales, representaban una amenaza
revolucionaria que los gobernantes de nuevo estilo enfrentaron mediante una
preparación ideológica y militar rigurosamente programada.
Estados Unidos generó mecanismos de control que posibilitaron una continuidad
de su hegemonía, tal como la “guerra de baja intensidad” (GBI), diseñada para
satisfacer a la opinión pública estadounidense y que se aplicó en forma
sistemática en América Central. Era una guerra no declarada y sin riesgos para
los jóvenes norteamericanos, aunque sí para las poblaciones nativas que
sufrieron los ataques. Se procuraba que no hubiera enfrentamientos directos
prolongados de las fuerzas regulares estadounidenses, y que los conflictos de
larga duración estuvieran a cargo de los nativos. Las fuerzas regulares de
Estados Unidos sólo intervendrían y actuarían cuando fuera oportuno, en forma
rápida —con radares, aviones, naves— y siempre que las tropas domésticas
hubieran sentado las bases del triunfo.
Al terminar la década de 1980 las transformaciones operadas en el contexto
internacional (el derrumbe del bloque socialista y la desintegración de la Unión
Soviética) trajeron una nueva estrategia diplomática hacia América Latina: el 27
de junio de 1990 el presidente estadounidense George Bush lanzó la “Iniciativa
de las Américas”, con la participación de muchos países latinoamericanos. Con
ella se determinaba el final de la etapa militarista y el inicio de una nueva
fase democrática, de respeto a los derechos humanos y de lucha contra la
corrupción en todas las naciones del continente americano. Pese a las buenas
intenciones, la realidad latinoamericana empezaría a chocar con tal iniciativa.
La guerra de baja intensidad:
La lucha del Frente Farabundo Martí de
Liberación Nacional en El Salvador
Como Nicaragua, El Salvador mantuvo una trayectoria histórico-política de
lucha nacional y de resistencia antiimperialista. Tal carácter lo representó
Farabundo Martí (foto), fundador del Partido Comunista en 1925, quien luchó junto a
Augusto Sandino en su resistencia contra la presencia norteamericana en
Nicaragua y posteriormente en su país, donde fue encarcelado y fusilado.
Entre 1932 Y 1944 el general Maximiliano Hernández Martínez mantuvo una
férrea dictadura. El 90 por ciento de la riqueza estaba en manos del solo 5 por
ciento de la población; no había expectativas de democracia. Durante las décadas
de 1960 y 1970 los monopolios se incrementaron. Se producía casi exclusivamente
para el exterior y se agudizaba la explotación obrera. Los movimientos populares
se organizaron contra la explotación masiva, la dependencia económica y el mal
uso de los recursos naturales nacionalizados. Las tensiones
sociales se acumulaban por el aumento del desempleo y el hambre, la escasa
atención médica y la casi inexistente educación. Los cambios debían ser
políticos y sociales para destruir al régimen opresivo.
El engaño en los procesos electorales generó manifestaciones estudiantiles
que fueron disueltas con las armas. Campesinos y obreros eran desaparecidos, en
tanto que se torturaba y asesinaba para buscar la “pacificación”. Las huelgas
populares se multiplicaban. La Universidad era ocupada por el ejército y se
cerraba. La situación en el campo empeoraba. Se perseguía a la Iglesia
progresista. Entonces empezaron a surgir diferentes movimientos y fuerzas
revolucionarias. La lucha guerrillera se hizo presente a través del Frente
Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN).
El 28
de febrero de 1979 el pueblo se concentró en la Plaza de la Libertad para
protestar por las elecciones fraudulentas. El gobierno respondió con una
masacre. Se prohibieron los actos organizados a la vez que crecía la represión.
En octubre se llevó a cabo un golpe contra Carlos Humberto Romero, quien ocupaba
la presidencia desde 1977. Se reanudaron las luchas por el poder entre el Estado
y los revolucionarios. Los ataques militares contra los salvadoreños eran cada
vez más brutales. La Universidad fue allanada nuevamente con tanques, morteros y
cañones; quemaron la biblioteca y, con ella, documentos valiosos. Diversos
organismos internacionales condenaron la violación de los derechos humanos en
El Salvador, en tanto que la Iglesia, encabezada por el arzobispo Óscar Arnulfo
Romero, se comprometía abiertamente con el pueblo y con los inminentes cambios
sociales. Por su parte, Estados Unidos apoyaba militar, política y
económicamente al régimen.
El arzobispo Romero
(foto) trató de levantar el ánimo y de suavizar el proceso
político, oponiéndose a la violencia, a la intromisión norteamericana y a la
barbarie del ejército; en un proceso de adaptación a las nuevas circunstancias
históricas, la Iglesia se sentía amenazada por la oligarquía, el imperialismo y
el descrédito de las masas populares. Romero estaba de acuerdo con la
organización
popular, porque la consideraba como la base para la dignidad humana. Se daba
cuenta de la inutilidad de diálogo con el gobierno. Alertaba a los salvadoreños
de un presupuesto de 20 millones de dólares, provenientes de Estados Unidos,
para entrenar terroristas en tortura y guerra psicológica, para la construcción
de pistas secretas y para sostener a las fuerzas armadas; además sabía de la
existencia de una lista negra de 24 mil personas que el gobierno deseaba
eliminar, tanto en territorio salvadoreña como en el exterior. Romero pedía el
cese de la represión y fue asesinado el 24 de marzo de 1980, al oficiar una misa
en la capilla del hospital de la Divina Providencia. El 30 de marzo, durante su
sepelio, se reunió una inmensa multitud que reafirmó su decisión de luchar
contra el gobierno. Los francotiradores actuaron; la multitud pretendía
refugiarse en la catedral; luego, los cadáveres y heridos se amontonaban.
El pueblo aprendió la estrategia revolucionaria y siguió su lucha a pesar de
la represión militar; de sus errores y aciertos aprendió el arte de la
insurrección.
En la década de 1980 el FMLN tomó fuerza. El gobierno trató de establecer el
diálogo y las negociaciones mientras la represión continuaba. En noviembre de
1987, la guerrilla desencadenó una fuerte ofensiva sobra la capital salvadoreña
y los principales departamentos del país, que hizo tambalear el poder de las
fuerzas armadas y del gobierno de Alfredo Cristiani.
En
1990 se reanudó el diálogo de paz con temas negociación como el futuro de las
fuerzas armadas, los derechos humanos, los sistemas judicial y electoral, las
reformas a la constitución, los problemas económicos y sociales, que fueron
verificados por la ONU.
En enero de 1992, en el alcázar del Castillo de Chapultepec en la ciudad de
México, se firmaron los acuerdos de paz, abriéndose así el proceso de
reconciliación sobre la base de una nueva relación basada en la dignidad, la
cooperación y la vida más conveniente para el pueblo salvadoreño.
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